Hace ya unos cuantos años. Elkarri nos había convocado a una reunión con Danielle Mitterrand, directora de la fundación France Libertés. La viuda del conocido presidente de la República francesa estaba de misión para conocer de primera mano los efectos del conflicto en este pueblo. Yo acompañaba simplemente en calidad de técnico, de conocedor del sistema internacional de derechos humanos, a Karmen, hija del periodista Xabier Galdeano, asesinado por los GAL, a Gerardo, hermano de Unai Romano, entonces recién torturado, y a un familiar de un preso político, al que no consigo ponerle nombre. Uno entre tantos.
Tras relatar sus testimonios y la falta de reconocimiento y reparación real a su sufrimiento, la presidenta de la asociación humanitaria intervino con una cuestión sin paños calientes: «¿Condenan a ETA?». Es una de esas preguntas que se responden con otra pregunta: «¿Les ha cuestionado usted a las víctimas de ETA, que ha estado recientemente entrevistando, si condenan la violencia del Estado? ¿Les ha interrogado sobre su posición ante los asesinatos del GAL, la presencia siempre actual de la tortura, la cruel política penitenciaria? ¿Acaso les ha sugerido connivencias con esas violencias?». No hubo respuesta.
Tras esta entrada, puede imaginarse que quiero encarar en este artículo el debate sobre el denominado Plan de Convivencia Democrática y Deslegitimación de la Violencia y su clon navarro, que se pondrán en marcha caiga quien caiga. Me basta, hoy por hoy, con las críticas que leo, entre ellas las lanzadas por Jon Landa, director de Derechos Humanos del anterior Gobierno, que comparto. Me temo que tendremos oportunidad de hablar largo y tendido sobre el tema.
No. Hoy quiero referirme a otro hecho que me preocupa profundamente. Con mayor fuerza aún desde el reciente encarcelamiento de tres compañeros abogados ‑Arantxa Zulueta, Iker Sarriegi y Jon Enparantza‑, que sigue a los de Iñako Goioaga y Joseba Agudo. Ya habían condenado a Txema Matanzas, Karlos Trenor y Mirian Campos en el macro 18⁄98. Ocho defensores en prisión. Ocho técnicos del derecho que decidieron ponerse del lado de personas que sufrían una persecución concreta. Sigue la comba: Ares reclama la adhesión del Parlamento para querellarse contra el abogado Alfonso Zenon por denunciar las torturas sufridas por sus clientes. La campaña, que se asegura se dirige a la «deslegitimación del terrorismo», arrambla, entre otros, con los derechos más elementales de defensa y de asistencia letrada, que deberían configurar un estado de derecho. Si no son posibles los unos, no existe el otro. Simple.
Quiero ir al sustrato de estas acusaciones, a la lógica que las anima. Porque creo sinceramente ‑y así tengo que expresarlo- que las circunstancias actuales de acoso y derribo contra la función de asesoramiento de personas que sufren la represión del Estado se soportan en las exigencias exacerbadas de algunas víctimas de ETA. Tal vez dirigidos por terceras manos, pero seguro que arrollados por su dolor y confundiendo justicia con venganza, igual que les vemos hoy rasgar vestiduras ante la liberación de Rafa Díez o la absolución de «Egunkaria», arremeten contra quienes hemos decidido asistir a esas otras víctimas olvidadas de este conflicto.
Entienden que nuestra acción jurídica nos ha situado en la otra barricada. Barricada maniquea que una vez alzada sin objeción posible ‑demócratas contra terroristas, tolerantes ante fanáticos, constitucionalistas frente a antisistemas‑, al menos debería permitir a cada cual que elija a qué lado se posiciona. Así, negándonos un ápice de básica humanidad, se ha despedazado el valor de procurar asistencia técnica y letrada a quien la necesite. Hoy se equipara nuestra actuación con la presuntamente delictiva de quienes requieren nuestro consejo. Personas a las que, cierto, asesoramos con absoluta vehemencia y determinación. Porque es nuestra decisión libre y voluntaria y porque es nuestra obligación. ¿Que hay una afinidad ideológica, un vínculo humano entre nosotros y quienes defendemos? Sin duda. Ésa es la base de la confianza letrado-cliente. Confianza que importuna tanto al Estado. Con la presunción de nuestra culpabilidad en su bolsillo, ya nos impiden asistir a los detenidos incomunicados. Ahora, retirando además de la circulación a algunos abogados molestos y amedrentando a otros, se pretende que toda persona perseguida no tenga más remedio que buscar asistencia en letrados que operen de oficio. Al tiempo.
Aporto un ejemplo evidente de los polvos que gratuitamente originaron estos lodos. Encuentro unas palabras del Ararteko recogidas en un reciente informe sobre la incomunicación ‑que en esa materia reconozco correcto- en el que, para aparecer equilibrado, embiste de forma absolutamente apriorística e infundada contra la posición que algunos, según él, sostenemos: «A pesar de que ETA continúa atentando contra la vida y la libertad, quienes se niegan a pedir su desaparición incondicionada siguen amparándose en una misma justificación antirrepresiva que, una vez más, hemos de calificar como lo que es: perversa, equivocada e inmoral en el plano ético».
Desde su siempre superior absolutismo moral, Iñigo Lamarca nos adjudica un sambenito que no admite matiz: el pecado capital de justificar la acción de ETA simplemente por defender a quienes nos da la gana, por considerar que tienen derecho a recibir nuestro consejo profesional. El experto considera que nuestra inoportuna acción «antirrepresiva», además de hacernos perversos e inmorales, justifica a ETA. Esto, aparte de deslegitimarnos para desarrollar nuestra labor, nos pone a los pies de los caballos de otros que vienen detrás, a la carga, y que encuentran en sus palabras la razón de operaciones que no tardan en llegar. Teniendo el motivo «ético», después ya se apañará todo, dilatando tipos delictivos, fabricando pruebas o ideando conexiones imposibles.
Para huir de ese círculo argumental, que sólo conduce a la náusea, propongo coger aire con un ejercicio simple: contrastar posiciones. En nuestra acción de defensa y asistencia a personas que sufren la casi siempre desproporcionada y habitualmente inhumana represión estatal, jamás nos atreveríamos a negar el sufrimiento de otros. Nunca sentaríamos a nadie ante los tribunales por escribir en periódicos, por participar en partidos políticos, por portar fotografías de sus familiares, al considerar que con ello «humillan» a nuestros defendidos.
No esperamos siquiera que quienes han sufrido la violencia de una organización armada se sientan responsables de la que se ha generado desde su ‑presunto- bando. Menos aún nos oponemos a una salida inmediata de esta espiral de sufrimiento, abordada mediante el diálogo y la negociación entre diferentes y que, más tarde, pueda abrir las puertas de una verdadera reconciliación en justicia. ¿Asumen ellos el reto? Que se verifiquen esas actitudes en las otras filas, antes de prescribir con letra ágil recetas contra la insuficiencia ética.
Cierto, decidimos poner nuestro consejo técnico a disposición de las personas que, de una manera o de otra, sufren la violencia del Estado. Algo que, a mí personalmente, me llena de orgullo. Hoy, podemos constatar que, además de denegarse a nuestros defendidos el derecho de amparo jurídico ‑ya un hecho‑, se les pretende restar, incluso, el derecho a sufrir.