Descubrir, en mi adolescencia, su sección de juegos matemáticos en Scientific American fue, más que una revelación, un espaldarazo, la consolidación de una doble vocación de narrador y matemático de la que Martin Gardner es –sin ser oficialmente ni una cosa ni otra– el máximo exponente contemporáneo. Porque aunque Gardner no escribiera relatos propiamente dichos, utilizó magistralmente los recursos narrativos al servicio de la divulgación de la ciencia en general y de la matemática en particular, al igual que sus amigos (los otros dos grandes maestros de este singular género fronterizo) Isaac Asimov y Raymond Smullyan. Y no menos importantes fueron sus aportaciones a la divulgación de la filosofía y a la causa del racionalismo (que en los tiempos que corren se traduce necesariamente en la impugnación de las pseudociencias); libros como Orden y sorpresa, Los porqués de un escriba filósofo o ¿Tenían ombligo Adán y Eva? deberían ser lecturas recomendadas en universidades e institutos.
Nadie expresó –y predicó con el ejemplo– mejor que Gardner la idea de que la ciencia es un juego: “¿Jugamos una partida? Esta es la antigua pregunta que el Universo, o algo detrás del Universo, empezó a hacerles a los desconcertados bípedos implumes que proliferaban en el tercer planeta del Sol, tan pronto como sus simiescos cerebros pudieron comprender el juego de la ciencia. Es un juego curioso. No hay ningún conjunto de reglas definitivas, y parte del juego consiste en tratar de descubrir cuáles son las reglas básicas… El juego nunca ha sido tan apasionante y tan peligroso como ahora”. Así comienza Orden y sorpresa, uno de los libros más bellos y sugerentes que jamás he leído, cuyo título expresa con certera elegancia el binomio –la dialéctica– materia-mente: el cosmos –el orden– se mira en el espejo de su culminación, que es la inteligencia, y se sorprende sin cesar ante su propia armonía. Ya lo dije en su momento, pero es obligado repetir ahora que el título de mi sección en este periódico, El juego de la ciencia, es un homenaje a mi doble maestro Martin Gardner.
Hace unos días, en una entrevista radiofónica que tuve el placer de compartir con Jaime de Ojeda, excelente traductor de Lewis Carroll al castellano, me preguntaron cuál era la mejor manera de acercarse al fascinante universo carrolliano desde una perspectiva actual, y no dudé en recomendar encarecidamente la Alicia anotada de Martin Gardner. No hay mejor tributo a un escritor que dar a conocer sus libros, y el azar me permitió –magro consuelo– rendírselo pocos días antes de su irreparable pérdida al sabio que convirtió el bosque de los números en un jardín.