Mucho se ha escrito sobre la crisis griega, pero pocos de esos textos tienen la contundencia intelectual y la calidad literaria de este artículo. Alvarez-Solís despliega en él un potente argumentario que, adornado con una prosa elegante, denuncia las miserias y a los miserables que se esconden tras la llamada «tragedia griega». En el día después de la huelga general, resuenan estas palabras: «Hoy somos todos griegos y todos clamamos con los palos y las piedras ante la Policía de los tiranos. ¿O acaso no es lícito enfrentarse a los tiranos?».
La mejor tradición filosófica de la Hélade retorna a la actualidad para formular una gran, decisiva y luminosa pregunta en torno a la dramática situación griega: ¿Quién ha desenvainando la espada de la violencia? ¿Quiénes son los nuevos persas que invaden la república? En Grecia se ilumina hasta la entraña misma de los sucesos la provocación de los poderosos. No han sido los pacíficos y alegres griegos los que han encendido la hoguera. Dejar claro este asunto nos compete a todos los que formamos la humana sociedad de los ciudadanos en cualquier parte del mundo. ¿Quién destrozó la antiquísima democracia griega con sus criminales ambiciones? ¿O acaso no hay crimen de lesa patria en quienes esquilmaron al pueblo griego hasta colocarlo al borde de la bárbara destrucción? Hoy somos todos griegos y todos clamamos con los palos y las piedras ante la Policía de los tiranos. ¿O acaso no es lícito enfrentarse a los tiranos?
El plan para salvar la economía griega, que, como tantas, es una economía que no pertenece a los griegos, constituye una muestra más de la degradación con que se somete a los pueblos para proteger la comprometida riqueza de los poderosos y, aún más, para extraer crecidos beneficios de la tragedia. Cuando desde las alturas donde campan los hierofantes se habla de la sacra inviolabilidad del mercado se está engañando criminalmente a todo un pueblo. Cuando se predica solemnemente desde el imperio que la globalización trae la igualdad a las naciones se prepara el gran asalto a la vida popular. Cuando se afirma sin recato alguno que la riqueza solamente puede producirse por un puñado de elegidos se consuma el latrocinio de los farsantes. Hoy todos los mendaces han quedado al descubierto y no les queda ya entre las manos más que una ley carcomida y unos mercenarios que la defienden. Han mentido los dirigentes. Y sabían que mentían. Han falsificado todas las actas públicas. Y lo hacían conscientemente. Han arruinado la vida de los ciudadanos. Y no les importaba la manipulación de una contabilidad criminal. Luego, han cometido un crimen horrendo contra la humanidad. Un crimen que no precisa las togas compradas para juzgarlo, sino el poder de la ciudadanía en un gran tribunal popular que sentencie desde el ágora. Los que crearon el tribunal de Nuremberg no precisaron de exquisiteces jurídicas para acabar con quienes mintieron a su nación. ¿Y acaso el ejemplo de ese tribunal no es esgrimible contra quienes ahora deciden exprimir a los pensionistas, empobrecer a los trabajadores, hundir en la miseria toda esperanza de vida digna para reflotar la nave que encalló su ambición sin medida? ¿Es que la gente puede seguir al Viejo Oligarca del siglo de Pericles cuando clamaba con desprecio: «Nada hay que carezca más de conocimiento que la chusma inepta. Es, sin duda, insoportable rechazar la insolente dominación de un tirano para caer bajo la igualmente insolente dominación de la atrevida canalla. Al menos el tirano sabe lo que se propone, la chusma no sabe nada. ¿Qué puede hacer si carece de instrucción y de sentido natural de lo que está bien y se lanza sin pensar en los asuntos como en un río en las crecidas invernales? Dejemos la democracia para nuestros enemigos; nosotros cojamos a un grupo de personas descollantes y pongamos en sus manos el gobierno»? Este texto infame contra el pueblo se escribió hace ya más de dos mil quinientos años y ahora rebrota en el papel escrito por las «personas descollantes». Y con ese papel sobrevienen las mismas consecuencias del despotismo a cuyo servicio están los atildados jerarcas que visten el ropaje de los expertos.
Sí, es lícito ocupar la calle, como lo están haciendo los griegos, seguramente por la llamada de la sangre que destronó a los reyes. No han sido los trabajadores los que con su trabajo han esterilizado el suelo común. No han sido los pensionistas los que han asaltado la bolsa nacional. No han sido los que cada día acuden al tajo los que han echado a rodar a su patria por el despeñadero. Alguien ha decidido jugar con el dinero para acumularlo en forma de poder; alguien muy concreto que tiene nombres y apellidos y en cuyo auxilio acuden ahora las grandes instancias internacionales a fin de que no se derrumbe su castillo de naipes. El hombre ama la tierra y ama su trabajo y su fiesta y su paz. ¿Qué ha pasado, pues, para que ese hombre empuñe las armas y arremeta contra quienes poseen la pólvora, la ley y las prisiones? Ahí queda la pregunta para que la respondamos entre todos. No temáis hacer retórica, porque el viejo arte de la palabra siempre movió los corazones a la acción. La palabra viva, clara; no esa palabra mostrenca que repiten como un megáfono los servidores de la dictadura para vestir a los santos de palo, todo cabeza y sin cuerpo bajo el manteo.
Los griegos, inventores de la democracia, no quieren renunciar a ella ahora. No les valen las ayudas destinadas, además, a la minoría para reciclar su crimen de lesa patria. No les valen esos caudales que serán vendidos en el mercadillo de monipodio para obtener unos intereses que sangran tristeza, destrucción moral y pobreza continuada. Hay que decir todas estas cosas aunque las contorneen de risa los sabios de la mala hora. Hay que decir que la democracia se hace en la calle, vive de la calle y la calle es su patria. Nadie ha arruinado a sus semejantes hasta que se ha declarado superior a ellos. Y contra esos superiores fabricados en el Banco Mundial o en el Fondo Monetario o en los bancos centrales con sus largos brazos de los bancos saprofitos hay que emplear todos los medios de que dispone el número y el valor. La batalla la han vuelto inevitable. La tercera guerra mundial ha empezado en las entrañas de la ciudadela que parecía inexpugnable. Y ante ella no cabe hacer la investigación mortal de los buenos y de los malos, porque esa distinción no es menester hacerla, ya que los buenos son los que no comen. Así de simple. Pero tras esta simpleza hay toda una rica doctrina que niega la desigualdad y las grandes y faraónicas instituciones. La democracia que renace necesita pueblos conscientes de que lo son, dimensiones dominables, economías de sano consumo, plaza pública y democracias actuantes cotidianamente. Como en las religiones, sobran las catedrales y su música de órgano. Frente a las poderosas monarquías unidas por la depredación precisamos repúblicas que, conscientes unas de otras y con afán de reunión y concordia, sepan sustituir la maldita globalización por un universalismo del trabajo en igualdad y concordia. Es hora de espejos pequeños y sólidos orgullos morales. Los griegos se han inclinado por la batalla, pero ¿qué otra cosa queda para ser verdaderamente justos? Escriban lo que quieran los jueces, disparen sus armas los ejércitos, construyan lenguajes artificiales, pero pese a todo ese abanico de poder, la democracia viene. Y un día se descubrirá otra vez que con lo que gastan los poderosos en su represión para acumular riqueza las naciones comerían sin mayores apuros. Porque esto de comer cuesta poco; lo caro, lo realmente caro ‑en armas, en Policía y en leyes- es mantener el hambre y la pobreza, que es la vaca que ordeñan todos los días los que son dueños del pesebre financiero.
El alma de Grecia ‑que pertenece sólo a sus amos- ha sido valorada en 130.000 millones de euros. No creo que los griegos puedan pagar esa factura de su élite. Los pobres sangran poco aunque se les hiera mucho. Por eso lo más eficaz que pueden hacer es vender esa sangre en la calle. Cuando hay poco que invertir, se debe estudiar muy bien la inversión