Una invasión militar de Irán por vía terrestre para derrocar al régimen de los ayatolas (el verdadero objetivo de Washington), le costaría a EEUU y a Israel bajas humanas y pérdidas militares imposibles de mensurar. Esta realidad es la que guía (y guió) el diseño de planes estratégicos orientados a desestabilizar Irán y a generar consenso a eventuales operaciones militares aéreas contra instalaciones nucleares y militares de Teherán. Este objetivo, a su vez, generó el diseño operativo de una «guerra por otras vías» para desestabilizar y preparar el derrocamiento interno del régimen de los ayatolas. Esa es la lógica que conduce a la actual operación «Caballo de Troya» de la CIA con los reformistas.
Por Manuel Freytas (*)
manuefreytas@iarnoticias.com
El objetivo Irán
Por las líneas geopolíticas de Irán, se trasmiten y retransmiten los teatros de conflicto que atraviesan la escala comprendida entre Eurasia y Medio Oriente, cuyos desenlaces impactan directamente en las fronteras energéticas ubicadas entre el Mar Caspio y el Golfo Pérsico, las claves estratégicas del petróleo y la energía mundial.
De cómo se resuelva el conflicto nuclear con Irán, dependerá el desenlace y la resolución de los conflictos militares latentes en Eurasia y Medio Oriente, las llaves estratégicas que abren o cierran la posibilidad del estallido de una tercera guerra mundial intercapitalista.
En Irán (a diferencia de lo que informa y analiza la prensa del sistema) desde junio del año pasado no hay un enfrentamiento por un resultado electoral, sino que se utiliza el resultado electoral para dirimir un conflicto más profundo que, por su importancia estratégica, trasciende las fronteras de Irán.
Por las líneas fronterizas de Irán hoy se escriben a corto plazo los ejes matrices y las coordenadas de un desenlace internacional de la guerra intercapitalista por el petróleo y los recursos estratégicos.«Reformistas» y «fundamentalistas» son sólo piezas funcionales de ese tablero en Irán.
Una invasión militar a Irán por vía terrestre para derrocar al régimen de los ayatolas (el verdadero objetivo del eje sionista «Washington-UE-Israel), le costaría a EEUU e Israel bajas humanas y pérdidas militares imposibles de mensurar.
Esta realidad es la que guía (y guió) el diseño de planes estratégicos orientados a desestabilizar Irán por medio de una guerra civil, y a generar consenso a eventuales operaciones militares aéreas contra instalaciones nucleares y militares. Esa es la lógica que conduce a la actual operación «caballo de Troya» con los reformistas.
Si el eje Washington-Tel Aviv decidiera invadir militarmente por tierra a Irán posiblemente el infierno de Irak o de Afganistán, o la ratonera del Líbano en 2006, lucirían como paseos turísticos comparados con lo que les depararía a sus tropas el gigante islámico de Medio Oriente.
Irán cuenta con un territorio cuatro veces mayor, y tiene un equivalente a casi tres veces la población de Irak.
Al mismo tiempo, el terreno de Irán es mucho más montañoso que el de Irak, y conforma el teatro ideal para la guerra de guerrillas, en la cual están entrenados alrededor de 500.000 mujaidines voluntarios preparados para ser movilizados en cualquier momento.
Para comparar, basta citar el ejemplo de Líbano en 2006, donde 30.000 soldados israelíes, con tanques, baterías de artillería, helicópteros artillados, cobertura aérea con misiles, bombas «inteligentes» y fuego naval, no pudieron doblegar a los 5.000 combatientes de Hezbolá entrenados por Irán y Siria.
En términos convencionales, las Fuerzas Armadas iraníes son las más numerosas y poderosas del Medio Oriente: cuentan con 1.000.000 de efectivos distribuidos entre el Ejército de Tierra, la Fuerza Aérea, la Marina y el Cuerpo de los Guardianes de la Revolución Islámica (CGRI).
La doctrina y la estrategia de Defensa militar iraní, prevé la movilización, en caso de necesidad, de un «Ejército islámico» de 20 millones de personas sobre un total de más de 70 millones de habitantes.
Tanto hombres como mujeres, de 12 a 60 años, reciben preparación militar en las filas de las milicias populares, y en caso de guerra podrían ser incorporados a las Fuerzas Armadas regulares.
El Cuerpo de los Guardianes de la Revolución o Guardia Revolucionaria, considerado como el «ejército ideológico» del régimen, representa “un ejército dentro del ejército” ya que cuenta, además de sus fuerzas terrestres, con Fuerza Aérea y Marina propias, además de la policía y del resto de las fuerzas de seguridad bajo su control.
Además, los Guardianes de la Revolución cuentan con el «Kode», un cuerpo de elite de 15.000 hombres cuya misión es organizar operaciones especiales en la retaguardia enemiga.
La Guardia Revolucionaria tiene bajo su mando a las milicias voluntarias (mujaidines), que cuentan con unidades de combate y un sistema de movilización permanente en todas las localidades.
Además de su excelente preparación militar, los soldados y mujaidines iraníes están mentalizados en una sólida formación «religiosa-doctrinaria» imbuida en los valores y preceptos del Islam, que los torna inmunes a operaciones de guerra psicológica convencionales (como ya se demostró con Hezbolá en Líbano).
Este escenario preliminar, referenciado por el poder militar y la capacidad de defensa de Irán, fue lo que determinó que el Pentágono, en la época de la dupla Cheney-Rumsfeld (después de evaluar costos y beneficios) descartara una invasión terrestre al país de los ayatolas.
Caballos de Troya
La realidad de un Irán inexpugnable por tierra, a su vez, determinó la necesidad de diseñar una estrategia de operación encubierta de infiltración en Irán con la finalidad de crear una división interna entre el poder teocrático y conservador de los ayatolas (que detenta el poder real y concentra todas las decisiones) y los sectores «reformistas» que se nuclean principalmente en la Universidad, el Parlamento y medios de comunicación.
El ese escenario, el objetivo del golpe «reformista» en curso no es otro que el de derrocar al régimen fundamentalista de los ayatolas y restaurar el dominio «occidental» sobre la economía y el petróleo iraní utilizando, a modo de «caballo de Troya», no ya a la dictadura de un Cha de Persia, sino a una tercera parte de la sociedad iraní colonizada mentalmente con la sociedad de consumo capitalista.
Después de la invasión de Irak, en el 2003, y luego de consolidar el control sobre los militares y las corporaciones de inteligencia tras el 11‑S, el lobby sionista de la Casa Blanca y el Pentágono, cuyos jefes eran el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa, Donald Rumsfel, se dedicó a la preparación de acciones encubiertas para apuntalar eventuales planes de acción militar contra Irán.
Según señalaba por entonces el influyente columnista de New Yorker, Seymour M. Hersh, los estrategas del lobby neocon planeaban complementar los «ataques militares preventivos» contra Irán y Siria, con operaciones encubiertas de la CIA orientadas a fortificar a los grupos opositores internos enfrentados al régimen autocrático de Irán, al que la inteligencia norteamericana continúa señalando como protector principal de los grupos «terroristas» que desarrollan su accionar en Irak y Medio Oriente.
Mediante amenazas constantes y veladas de represalia militar, y acusando a los clérigos de cobijar al «terrorismo de Al Qaeda» en territorio iraní, la Casa Blanca y el Pentágono de Bush intentaron precipitar reacciones sociales masivas de los reformistas del presidente Jatamí contra el régimen teocrático del ayatolah Jamenei.
Intentaban poner una cuña de enfrentamiento armado entre «reformistas» y «fundamentalistas», con la finalidad de debilitar al régimen iraní y conseguir consenso social y político para un ataque militar a las instalaciones militares y nucleares estratégicas de Irán.
Su objetivo principal estaba dirigido a conseguir que fueran los propios sectores «reformistas» iraníes los que se enfrentaran a los ayatolas «protectores de terroristas», para promover un «golpe democrático» interno, o una «revolución reformista», que sirviera de columna vertebral para derrocar al régimen teocrático instalado con la revolución islámica de Komeini en 1979.
La operación respondía a un diseño general estratégico orientado a armar «caballos de Troya» en el mundo árabe y musulmán, usando como pretexto el combate «democrático» contra el «terrorismo» y las «dictaduras».
No se trataba de otra cosa (y como fue plasmado en el discurso de la segunda asunción de Bush) que de la complementación de la «guerra contra el terrorismo» con el combate contra las «tiranías» mediante «procesos democráticos» instaurados en todo el tablero del mundo árabe y musulmán.
La primera experiencia en 2003
La primera fase del plan para dividir Irán, tuvo una operación inicial de alto impacto en junio de 2003 , cuando durante seis noches consecutivas, miles de estudiantes y militantes del reformismo se lanzaron a las calles a protestar y a pedir «la horca» para el jefe espiritual de Irán, el ayatolah Jamenei, y fueron duramente reprimidos por las milicias y las fuerzas de elite del régimen teocrático que mantiene un férreo control sobre la policía y las fuerzas armadas.
El gobierno y los servicios de inteligencia iraníes señalaban por entonces que la CIA infiltró estos movimientos con la intención de crear un «clima preparatorio» de agitación social, y desde ahí avanzar con cuadros entrenados a un enfrentamiento armado abierto en las calles en un estado de virtual guerra civil.
Desarrollando la misma lógica y metodología que utilizaron contra Saddam Hussein antes de la invasión a Irak, se intentaba crear un clima de revuelta contra el poder teocrático de los clérigos con la finalidad de debilitarlo, y consolidar una alianza con los reformistas que les otorgase consenso social y político para un ataque militar ya planificado por el Pentágono, señalaban por entonces analistas del mundo árabe.
Los halcones neocon del Pentágono creían que una fuerte presión social sobre el régimen iraní podría desatar una revuelta interna contra el gobierno islámico de Teherán, de la misma manera que predecían que Saddam iba a ser eliminado por una sublevación interna antes de la guerra.
Mientras se desarrollaba el plan desestabilizador en Teherán, en junio de 2003, George W. Bush decía sugestivamente por cadena nacional que las manifestaciones en Irán «son una señal «positiva» y «el comienzo de la expresión popular por un Irán más libre».
Durante la primera experiencia subversiva de laboratorio para desestabilizar Irán, y mientras crecía la violencia en las calles de Teherán, el ayatola Alí Jamenei advirtió a los manifestantes que si no desistían tendrían que enfrentar las consecuencias represivas más duras, recibiendo como respuesta un incremento de los disturbios.
Finalmente, el régimen iraní lanzó sobre los bastiones golpistas una feroz operación represiva combinada de milicias, policías y fuerzas especiales que culminó con un baño de sangre y la muerte de centenares de estudiantes y militantes que ‑según los «reformistas»- las estadísticas oficiales ocultaron celosamente.
La experiencia bis
Tras los comicios del 12 de junio de 2009 que consagraron la reelección de Ahmadineyad por el 63% de los votos (y a 6 años de la primera experiencia desestabilizadora con Bush), nuevamente la chispa de la subversión interna fue lanzada a través del candidato reformista derrotado, Musavi, bajo consignas de acusaciones de fraude.
Ya no se pedía la «horca» para el ayatola Jamenei como en 2003, sino que se pedía la anulación de las elecciones y la renuncia del «dictador» Ahmadineyad.
«¿La historia se repite? Washington ha renunciado a atacar militarmente a Irán y ha disuadido a Israel de tomar esa iniciativa. Para conseguir «cambiar el régimen», la administración Obama prefiere jugar la carta –menos peligrosa aunque más incierta- de la acción secreta», señala desde Red Voltaire, Thierry Meyssan.
Para el analista francés, «Dichas manifestaciones reflejan una profunda división en la sociedad iraní entre un proletariado nacionalista y una burguesía que lamenta su marginación de la globalización económica. Actuando bajo cuerda, Washington intenta influir en los acontecimientos para derrocar al presidente reelegido».
Tras el derrocamiento del Sha en 1979 ‚y la posterior expulsión de EEUU por la Revolución Islámica del ayatola Komeini, la CIA realizó diversas operaciones de infiltración frustradas para derrocar al régimen nacionalista islámico que controla el poder militar y económico en Irán.
Los sucesivos intentos de la inteligencia norteamericana por desestabilizar al gobierno de Komeini fueron neutralizados sistemáticamente y sus agentes fueron detectados y ejecutados por las fuerzas del régimen nacionalista islámico.
Habiendo fracasado sus operaciones encubiertas en Irán, EEUU decidió invadir militarmente a ese país utilizando a Saddam Hussein y a su ejército por entonces armado y entrenado por la CIA y el Pentágono.
Tras una larga guerra Irak-Irán que abarcó casi toda la década del 80, y produjo un millón de muertos entre civiles y militares, Saddam y el régimen iraní firmaron un final de las operaciones militares, con el cual fracasó el intento de EEUU por reapoderarse del petróleo iraquí.
Posteriormente, y tras la Primera Guerra del Golfo en la década del 90, la CIA retomó sus contactos con el régimen iraní de los ayatolah con el objetivo de organizar la desestabilización del líder iraquí desde territorio iraní.
Desaparecido Saddam Hussein tras la ocupación norteamericana de Irak, se produjo una nueva ruptura de vínculos entre EEUU y el gobierno teocrático del ayatola Jamenei, que ya preveía que el próximo objetivo militar del Pentágono sería Irán.
El laboratorio de Obama
A diferencia de Bush y los halcones, la estrategia de la administración de Obama parece centrarse en una línea más sutil de «guerra por otras vías», explotando el flanco de debilidad interna (la división entre «fundamentalistas» y «reformistas») y disimulando el objetivo con una aparente «neutralidad» en el conflicto.
Ya no se trata de una revuelta abierta contra el poder de los ayatolas, como en junio de 2003, sino de una pulida operación de guerra psicológica en el frente social que utiliza a la oposición «reformista» iraní como un caballo de Troya para desgastar el poder de los ayatolas y deslegitimar el triunfo de Ahmadineyad en las urnas.
Para tener en claro como se desarrollan (y hacia qué blanco apuntan) los hechos del laboratorio desestabilizador en Irán, hay que partir de un principio: No hay un solo Irán sino que existen «dos Irán».
El primer Irán, islámico confesional, marcadamente antisionista, anti-Israel y anti-EEUU, se representa en el Estado y en el gobierno de los ayatolas que controlan con mano de hierro los dos enclaves estratégicos del poder iraní: la economía y las fuerzas armadas y de seguridad.
El segundo Irán se representa en el sector de los «reformistas» (un segmento de la sociedad formado en la ideología «liberal» y en las pautas de la sociedad de consumo capitalista occidental) cuyo emergente social y su ideología «occidentalizada» son incompatibles con el fundamentalismo religioso del régimen teocrático de los ayatolas.
El primer Irán está en guerra contra Israel y EEUU, y el segundo quiere fusionarse con la «civilización occidental» y negociar pautas de convivencia con Israel y EEUU.
Como concepto central hay que precisar que el «Irán reformista» es tan o más enemigo del «Irán fundamentalista» como lo son Israel y EEUU.
Durante siete días el círculo de la operación golpista se cerró con sus cuatro actores principales: El «fraude», la «protesta popular», los muertos y la presión internacional para obligar al gobierno de Irán a suspender las elecciones.
En este contexto, el plato está servido para que los servicios de inteligencia estadounidenses y europeos (principalmente británicos), infiltrados en las usinas «reformistas» de la Universidad y de los medios de comunicación iraníes, completen el escenario para hacerle perder el control de la situación al régimen de los ayatolas.
Esta es la razón central que explica porqué las clases medias y altas «reformistas» iraníes son el natural elemento de infiltración de las potencias sionistas para derrocar a los ayatolas y a su gobierno hoy conducido por Ahmadineyad.
En ese escenario, y como complemento del plan militar, el proyecto estratégico de EEUU, Israel y las potencias sionistas aliadas, no gira alrededor de la destrucción de Irán, sino alrededor del fin de régimen de los ayatolas.
La líneas matrices
Como ya lo advertimos: El enfrentamiento interno no es solamente una pelea por el control político, sino que es una guerra excluyente entre dos sectores del poder que sólo va a terminar cuando uno suprima al otro, y viceversa.
En primer lugar: Las líneas matrices del enfrentamiento y la división no nacen de la calle, sino que surgen del propio seno del régimen republicano teocrático y se proyectan como una frontera divisoria con consignas, banderas y radios de acción en la sociedad iraní.
La división y el enfrentamiento entre «reformistas» y «fundamentalistas» en la sociedad iraní (que sólo la contención militar impide que lleguen a un enfrentamiento armado) parte de las cúpulas, donde un sector (el que expresa a los «reformistas» en el entorno de los ayatolas) busca claramente una línea de acercamiento negociador con EEUU y las potencias occidentales, y el otro sector (que expresa la estructura oficial en manos del ayatola Jamenei) desafía el poder de las potencias, amenaza la supervivencia de Israel e intenta proyectar a Irán como potencia nuclear.
Lo que hoy está sucediendo en Irán tiene una importancia estratégica fundamental para el destino del planeta por dos razones principales:
A) Desde el punto de vista geopolítico y militar estratégico, Irán está alineado dentro de uno de los ejes (Rusia, China y las potencias emergentes asiáticas) que disputa una guerra (por ahora fría) por el control del petróleo y de los recursos estratégicos del planeta con el eje occidental EEUU-Unión Europea.
B) Desde el punto de vista geoconómico, Irán es un jugador clave en el tablero de la guerra por el control de los recursos energéticos del denominado «triángulo petrolero» Eurasia-Cáucaso-Medio Oriente.
El entramado estratégico de las redes energéticas del eje Eurasia-Cáucaso-Medio Oriente (más del 70% de las reservas mundiales) define no solamente el destino del planeta a corto y mediano plazo sino que también define si el planeta va a llegar a su destino vivo o muerto.
Todos los conflictos que hoy se desarrollan en el planeta (sean de orden político, militar o social) abrevan en forma subsidiaria en esa guerra subterránea intercapitalista por el control de los recursos estratégicos claves para la supervivencia futura de las potencias capitalistas.
Las potencias que no cuenten en un corto plazo con petróleo, gas y recursos como el agua y la biodiversidad (los grandes pulmones verdes) hoy contaminados y amenazados de extinción, tienen pocas posibilidades de supervivir.
EEUU solo puede satisfacer un 25% de sus necesidades energéticas (con recursos que se agotan), y la Unión Europea es totalmente dependiente en provisión de gas y petróleo.
China (al igual que India, Japón y las potencias asiáticas) necesitan del petróleo y el gas (bombeados principalmente por los corredores rusos) para supervivir como superpotencias industriales.
Esta es la razón principal que impulsa una guerra intercapitalista (por ahora larvada) entre el eje de potencias emergentes, por un lado, y el eje de las potencias hegemónicas occidentales, por el otro.
Los países que concentran recursos estratégicos esenciales para la supervivencia de la civilización capitalista (como es el caso de Irán y de las naciones petroleras del mundo islámico) van a ser el teatro de operaciones de esos conflictos que hoy permanecen latentes y a la espera de un detonante.
Este escenario (con desenlace en un corto plazo) convierte a Irán en un país clave para el futuro inmediato del sistema capitalista donde las potencias buscan posicionarse para supervivir en un planeta donde el petróleo y los recursos estratégicos se agotan.
Un nuevo estallido militar de la guerra energética, tanto en el Cáucaso (con Rusia como protagonista) como en Medio Oriente va a tener a Irán como un protagonista central.
Irán, un gigante que comparte fronteras con Irak, Turquía, Afganistán y Pakistán, que limita al noreste con el Mar Caspio y toca al suroeste sus fronteras con el Golfo Pérsico, se convierte en la caja de resonancia estratégica de cualquier conflicto que estalle en el Cáucaso o en los corredores euroasiáticos del gas y petróleo.
Tanto Pakistán (un gigante islámico con poder nuclear) y Afganistán (dominado por un conflicto armado con los talibanes) conforman una llave estratégica para el dominio y control militar del llamado «triángulo petrolero» (Mar Negro-Mar Caspio-Golfo Pérsico), donde se concentra más del 70% de la producción petrolera y gasífera mundial, un elemento clave para la supervivencia futura de las potencias capitalistas del eje USA-UE.
Irán, que controla el Estrecho de Ormuz, por donde pasa el 40% de la producción mundial petrolera, además ‑con su posibilidad de tener un bomba nuclear- pone en peligro la supervivencia del Estado de Israel y la supremacía del control económico, geopolítico y militar estratégico del poder imperial USA-UE en la decisiva región del Medio Oriente y del Golfo Pérsico.
Así como Rusia representa para el eje USA-UE la «barrera» geopolítica y militar a vencer para la conquista de Eurasia y de sus recursos energéticos (vitales para la supervivencia futura del eje USA-UE), Irán es la piedra que hay que remover para complementar el control sobre las rutas y las reservas energéticas del Medio Oriente.
En estas líneas matrices, y no como resultante de una disputa electoral, hay que buscar la resolución de la trama y el desenlace del conflicto iraní que la prensa internacional y sus analistas presentan como una pelea electoral en «fundamentalistas» y «reformistas».
En resumen, por las líneas fronterizas de Irán hoy se escriben a corto plazo los ejes matrices y las coordenadas de un desenlace internacional de la guerra intercapitalista por el petróleo y los recursos estratégicos.
«Reformistas» y «fundamentalistas» son solo piezas funcionales de ese tablero en Irán.