A continuación transmitimos la primera de cinco partes del artículo «El segundo sexo»: no se nace feminista, que el escritor Carlos Monsiváis publicó en el volumen 20, de Debate Feminista, en octubre de 1999.
En 1949 se publica El segundo sexo de Simone de Beauvoir. En los años inmediatos a su salida son mínimas las repercusiones en América Latina, y los motivos de esta demora son entendibles.
No se dispone del espacio social y cultural, del ánimo receptivo que transforme las propuestas en decisiones de cambio. El patriarcado es un imperio feudal, en México por ejemplo las mujeres no votan, en varios países no existe el divorcio, el adulterio continúa estremeciendo a las buenas familias y alentando su morbo, incluso se combate el uso femenino de los pantalones.
En el campo de las profesiones la presencia de las mujeres es mínima y en la UNAM el porcentaje de alumnas no es mayor del 8 por ciento (el porcentaje de maestras es aún más bajo). A las sufragistas y feministas heroicas de los años veinte y treinta, las suceden en los cincuenta casos aislados de luchadoras sociales, de izquierdistas con frecuencia dogmáticas, de profesionistas a las que se respeta añadiendo en la admiración el condicionante : «A pesar de ser mujer…»
A fines de los cincuenta ‑acudo a mi testimonio por típico de un momento, no por excepcional- leo El segundo sexo con entusiasmo. Asimilo entonces el libro de un modo que hoy me avergüenza y entonces hallo natural: es un gran ensayo sobre La Mujer, que examina la naturaleza de sus desventajas. No voy más allá . A la distancia, me doy cuenta de mi «astucia»: elegí concentrarme en la forma y el método expositivo: «Muy mal que las discriminen, ¿pero qué puedo hacer?» Al recapitular, advierto mi incongruencia: ¿cómo me pudo apasionar un tratado que es un alegato, sin desprender de su lectura consecuencias políticas?
Reviso mi ejemplar de El segundo sexo y encuentro la profusión de subrayados y notas en los márgenes. Pero la perspectiva sobre lo femenino que me regía apenas se modificó. Muy probablemente, el cerco del pensamiento patriarcal era tan intenso que separaba orgánicamente la reflexión de la aplicación práctica, y se veía como «literatura» un examen radical de la opresión histórica y la construcción social de las mujeres.
No creo haber sido en esos años un sexista irrefrenable. Desde adolescente me fastidiaban los signos del atraso programado, muy en especial la partícula que ataba esclavistamente a la mujer con su marido«Fulana de Gómez, Perengana de Torres». (Lo sentía un herraje más que un sello matrimonial) También, había visto de cerca y admirado a las sobrevivientes del sufragismo mexicano de los veinte, con sus relatos de policías que persiguen a las activistas, las meten a una patrulla, van por otras, las detenidas escapan y todo vuelve a comenzar, mientras la propia izquierda las somete a discriminaciones. También atestigüé por compromisos militantes, la primera votación de mujeres en México, en 1955, que me emocionó o a lo mejor no, y de seguro me resultó un espectáculo fascinante, ese miedo reverencial al llegar a la casilla, ese empuñar de la papeleta como la llave de ingreso al mundo desconocido. Eso sí, pero nunca, seriamente, había revisado mis ideas sobre los derechos femeninos. Los aprobé sin responsabilizarme de mi punto de vista, reaccioné con enfado ante el maltrato machista a las mujeres, la arrogancia de los violadores, el desprecio a las activistas y sus luchas siempre tan aisladas y aislables. Pero mi rechazo sentimental de la injusticia no me comprometía a visión alguna de género.
Le debo a Rosario Castellanos la relectura de El segundo sexo. Con su modo magisterial fundado en la ironía obstinada y cíclica, Castellanos me hizo consciente de las resonancias del libro. A ella El segundo sexo le había transformado, al modificar, organizándolo panorámicamente, su entendimiento de la condición femenina. Y como a ella a un grupo de universitarias de esas generaciones, por fin dueñas de un instrumento de precisión ideológica, histórica, sociológica, incluso científica.Y si se piensa que le atribuyo demasiado valor a un solo libro, recuérdense en las condiciones de la época, y el discurso político que aún se dirigía a La Mujer con lujo de paternalismo: «Estas manos que mecen la cuna» . Por eso fue tan aleccionador el influjo del Segundo sexo sobre Castellanos. Ya podía burlarse de sí misma, porque delimitaba su sarcasmo y lo convertía en parte de la crítica irónica al machismo.