El autor responde al parlamentario del PSE, Óscar Rodríguez, que en estas mismas páginas defendía que el Gobierno español no debe pedir perdón por el bombardeo de Gernika. Egaña le responde con toda la contundencia que ofrecen los datos de la historia, con la indignación que genera saber cómo se falsea e ignora la memoria histórica, pero también con el conocimiento de causa sobre la situación actual.
Recibo con alborozo el envío e incursión del artículo de Óscar Rodríguez, secretario general del grupo parlamentario Socialistas Vascos, titulado «España y el perdón», en un diario progresista (GARA, 2010 – 6‑16), lo que me lleva a la impresión de que el cierre de medios de comunicación ha pasado a la historia y, por el contrario, nos encontramos en una época de extensión democrática. No así con el contenido del mismo, que me parece, y no me voy a andar con rodeos, un insulto a la inteligencia.
Óscar Rodríguez encadena una tras otra dos cuestiones. La primera la de la construcción de la realidad. Las respuestas lo son a las preguntas que sólo él ha construido. Y la segunda, la de los falsos silogismos, un ejercicio tan viejo como la vida misma y muy de moda entre los que entienden la política de una manera restrictiva. Óscar es feo, Óscar es socialista, luego todos los socialistas son feos. No es cierto que todos los socialistas sean feos, y lo sabemos desde Aristóteles.
La cuestión de la petición de perdón a Gernika por el bombardeo que sufrió en 1937 no es, tal y como dice usted, señor Óscar, «delirante», «de lógica absurda», «disparate», «fuera de justicia»… Herzog, el presidente alemán, lo hizo en 1997. Y, por ello, no fue encerrado en un manicomio. David Cameron acaba de pedir perdón por el Bloody Sunday, el Papa por los abusos sexuales de sus ministros… Pedir perdón, atributo de cristianos, musulmanes, pacifistas y otros grupos ideológicos, no es sinónimo de desvarío.
No puede poner usted una argumentación como ésta en su titular: «cualquiera que lea con rigor los libros de historia», para luego derivar con una serie, como he dicho, de falsos silogismos. La lectura hecha con rigor no es distintivo de nada, si el libro de historia es una mentira ramplona. Pongamos por caso que el libro leído es de Salas Larrazabal o Pío Moa, por ejemplo. Ya me dirá.
Hechas estas apreciaciones previas, me gustaría señalarle algunos errores muy de bulto en su argumentación. Primero. En 1937, cuando el bombardeo de Gernika, había no uno, sino dos gobiernos. Uno republicano y otro fascista. Ambos en el País Vasco, al igual que en España. Finalmente, como es sabido, el fascista triunfó y siguió, al menos, hasta la muerte del dictador en 1975. España, por cierto, no se quedó sin gobierno, fuera de su gusto o no.
Segundo. Señala que «el actual Gobierno de España es heredero del Gobierno de la República». Permítame que discrepe. Los símbolos del Estado que gobierna, valga la redundancia, son los franquistas (bandera, himno, moneda hasta la llegada del euro…). Las Cortes franquistas votaron su transformación y provocaron un proceso de «reforma» del Estado, que no de «ruptura». Y la mayor es evidente: Monarquía y República. Un Borbón, lo sabrá, con parte de su biografía muy ligada a Franco y los suyos, es el jefe del Estado español, nada que ver con la República.
La tercera y última de las cuestiones que me resulta difícil de digerir es la de la invasión en 1936. Créame que soy un lector empedernido y no he encontrado semejante argumento en esos libros de historia a los que usted también parece haber consultado. Fue, efectivamente, una guerra civil. Pero descompensada. No puede ser más que una frase de mal gusto eso de que «a lo mejor las instituciones vascas tuvieran que pedir perdón por el apoyo de muchos vascos al levantamiento franquista».
El fascismo, aún existiendo, fue minoritario entre los vascos. Hubo ministros vascos franquistas y conserjes de escuela, sin duda. Como hoy en día hay un buen número de herederos de aquellos matarifes que, además, se jactan de ello chulescamente. Entonces recibieron el apoyo, nada despreciable, de Hitler y Mussolini, entre otros. Sin ellos, quizás el resultado hubiera sido distinto. Ciencia ficción. Hubo una invasión de una ideología ajena y de un Ejército que la impulsó.
Resultó, y no fue casualidad, que a partir de entonces, todos los viejos fantasmas de un Estado acomplejado en el País Vasco, con deudas de siglos, explotaron con la victoria del franquismo. Prohibió el euskara hasta en las lápidas de los cementerios (si eres español habla en español), consideró al «separatismo vasco» como el peor de los pecados, envió al «autonomismo» a presidio, clausuró ikastolas, cerró todos los medios de comunicación que no le eran afines e incluso mintió sobre quién había ordenando la destrucción de Gernika.
La impresión de la invasión no llegó con la guerra. Navarros, por cierto, estaban en la vanguardia del Ejército franquista que asedió el Bilbao republicano. Forzados. Hoy sabemos que la mitad de los navarros muertos en el bando franquista eran republicanos. El que desertaba era ejecutado. La impresión de la invasión llegó con el cambio de nombre a las calles, con el paseo de la Virgen del Rocío por la capital vizcaína y el secuestro de la de Begoña. La invasión llegó con la designación de Gernika para celebrar el Día de la Raza (española), con el «regalo» de todos los trofeos que había conseguido el Athletic al tirano.
España era un imperio que alardeaba de ello. De sus conquistas, de sus invasiones por todo el mundo. ¿Quién que no comulgara con el régimen fascista se iba a sentir, en este pequeño país, de otra forma que invadido? Yo tuve esa sensación como otros muchos cuando medios que sobrevivieron a la muerte de Franco, nos definían como «Viejo país de arraigada catolicidad que con sencillez patriarcal y primitiva y arresto joven sintió comunidad de destino con los otros pueblos de España». ¿Qué nos ha dado España en estos últimos años para sobreponernos a la dictadura? Usted tendrá, sin duda, la respuesta. Yo también.
En fin, me podría alargar sobremanera con datos y situaciones de sobra conocidos. No lo voy a hacer. Podría, asimismo, destripar sus frases para evidenciar contradicciones, incluso abrir la puerta a la expresión de ese filósofo vasco que no quiere citar (Savater, si no estoy equivocado) y que deja un cierto tufillo a colonia, no de perfume por cierto, sino de metrópoli. No lo voy a hacer, como digo, porque me molesta más lo que no dice que lo que dice.
El olvido de las víctimas del franquismo del que hace gala su grupo, tanto en los gobiernos autonómicos como en el central, es una afrenta que me llega hasta los huesos. Me estremece. Y, desgraciadamente, el argumento que utiliza es el mismo que repite para negar el perdón a Gernika: «nosotros no fuimos». Lo sé. Lo sabemos. Pero, señor Óscar, usted no está en un patio de recreo, sino en tareas de gobierno, representando a un Estado que tiene deudas contraídas. Deudas gigantescas incluso con gentes de su propio partido al que han lanzado al agujero del olvido. Son cobardes porque saben que la derecha con la que aquí gobiernan no se anda con chiquitas. En 1936 les diezmó. ¿Volverían a hacerlo? También sé la respuesta.
Me duele sobremanera que despreciara a quienes buscan la reparación del bombardeo de Gernika, o de las víctimas del franquismo, simplemente porque muchos de ellos no se sientan españoles. O siquiera liberales, o de derechas. Me duele que el peso siga cayendo del mismo lado un año tras otro, como una losa que finalmente acabará con el recuerdo y la ilusión de los nuestros, por excelencia. Como sucedió con los jóvenes que murieron en Cuba defendiendo el imperio español, como los que murieron en Sidi-Ifni o en los hornos de Mathausen. Y que, gracias a esas políticas inexistentes de memoria, hayan desaparecido de la historia y, en cambio, los generales que les llevaron a aquella locura que se llamaba España sigan lustrando de bronce parques y alamedas.
No le molesto más. Quizás he sido demasiado ardiente en mi exposición y me he andado por las ramas. Es probable. Para remediarlo y que me entienda, le contaré, brevemente, algo que me ha ocurrido recientemente. Hace ahora un año participé en la investigación y exhumación de siete fusilados republicanos enterrados en las cercanías del Puente de Hierro de Donostia. Unos días después, un grupo de familiares me invitó al acto de homenaje en el mismo lugar del crimen. El acto, sin embargo, fue entorpecido por agentes autonómicos que impidieron el acceso a numerosas personas. Los previsores pudimos llegar y yo mismo hice uso de la palabra. Con nostalgia, no lo pude evitar. Hace unas semanas llegó la multa, desde el Departamento de Interior. Y suspiré por la insensibilidad ajena, la del poder, la del Gobierno.
¿Entiende ahora lo que le quiero transmitir?
GARA.