Hablo largamente con gente de la variada izquierda vasca y llego a una conclusión que creo sugestiva: no parece muy hacedero un camino claro para conseguir la autodeterminación ‑el objetivo primero y fundamental- sin conseguir un envase común para el producto. Como resulta obvio aclarar, dejo aparte en mis contactos a los socialistas. Para proceder así tengo dos razones que me parecen determinantes: que el PSE no es sino una filial del PSOE, siempre opuesto a todo lo que signifique libertad soberana de los pueblos peninsulares, exceptuando al español, y que se trata de un partido que hace ya muchos años que ha renunciado a los principios que lo originaron. Es un partido de escolta de los poderes dominantes; hoy día del neoliberalismo. Ya no tiene ni esqueleto ni estructura muscular. Es un simple aparato repleto de estado jacobino. Y la política que haya de construir la sociedad nueva ha de prescindir de ambas cosas: de la internacional jacobina y de la coacción colonial ejercida por los estados actuales.
Es decir, la situación de muchos que se reclaman de izquierda en Euskadi es una situación puramente retórica, dedicada a construir aparatos que hablen de sí mismos en una visible entrega al adversario. Prefiero no hacer referencia a ninguna sigla y centrarme en su manifiesta incapacidad para producir emociones profundas que pongan y sostengan al pueblo vasco en la calle. Lo importante es lo que se haya de hacer colectivamente como sociedad auténticamente abertzale. Cómo y cuándo.
Siguiendo ese sendero, he dado una vez más con lo que he pensado siempre: Euskal Herria necesita construir ya su gran centro de reunión para la soberanía en la república. Es precisa la manifestación de una República vasca que esté más allá de unos determinados procesos y aconteceres históricos que sirven a los gobiernos de Madrid como pozos de tirador contra la nación euskaldun. No se trata, digamos de antemano, de la III República española, sino de la República vasca en cuyo seno se pueda edificar un modelo de sociedad cuyas raíces están secularmente arraigadas en la tierra vasca. Una república donde sean posibles los diferentes pensamientos políticos que surjan de la propia realidad vasca y no sean, por tanto, incitaciones o imposiciones ajenas.
Una república que pueda levantar o consolidar su genuina economía, que facilite a Euskadi sus propios contactos con el exterior, que decida sobre el necesario progresismo social para inutilizar ciertos torniquetes, que pueda proclamar su singularidad lingüística a todos los efectos, que haga posible su correspondiente funcionamiento institucional en el seno de la multicelularidad de la sociedad vasca, que no haya de aceptar el diktat de Madrid en cuanto se roza cualquier materia estratégica, que posea justicia propia y que entre en el concierto de los pueblos con la sencillez soberana de cualquier nación normalmente constituida.
¿Qué podría hacer sólidamente Madrid si una gran organización republicana abertzale, es decir, de verdaderos patriotas vascos, se presentase a cualquiera de las elecciones habituales? ¿Declarar, con escándalo universal, que se trata de ilegalizar una red terrorista o de invalidar un partido por anticonstitucional? Si esa organización se caracteriza por su número y presencia en la calle, de la mano de sindicatos, universidades, asociaciones de vecinos, presencia masiva de la mujer, instituciones deportivas y otras variadas formaciones colectivas, ¿podría Madrid hablar ridículamente de una maniobra de «la banda» o de un nuevo artificio del «entorno»? En esa organización republicana han de caber todos los que componen la sociedad vasca movidos por un único motivo inicial e histórico: el logro de una nación libre. Es una organización para cruzar el desierto estatal en busca del definitivo y propio asentamiento.
El mundo actual sabe ya que solamente las grandes emociones pueden superar los grandes fraudes. Día a día, y en el terreno fundamentalmente económico que arrastra al fondo la nave social, los pueblos van descubriendo que les ha mentido no solamente el Estado griego, sino el español, el portugués, el británico, el alemán… Ha mentido la cesárea dirección norteamericana. Detrás del crecimiento que predicaban imparable los grandes charlatanes del sistema no había otra cosa que rapacidad, violencia, intolerancia, mentira ancha como el océano. No es cierto que la catástrofe final producida por el neoliberalismo ‑el fascismo que opera ya al descubierto- sea consecuencia de unos concretos errores cometidos por unos determinados dirigentes mal vigilados. El inmenso seísmo ha sido producido por el proyecto calculado para la expoliación. Un proyecto que aparecía, manejado muchas veces a distancia, para encender la guerra o para arruinar a naciones enteras y que, al final, se ha devorado a sí mismo, porque el monstruo se enamoró de su propia monstruosidad. No vale a la razón que ahora se diga que se procederá contra los autores del universal desaguisado, porque los que han precipitado la ruina en las vidas de los trabajadores han sido los que ahora proclaman que llevarán a cabo la risible vigilancia. ¿El alguacil alguacilado? A quienes sostienen esa postura hay que decirles que su momento ha pasado porque ellos son simplemente su propio momento. Que fuera de ellos únicamente queda la esperanza de unos pueblos liberados que habrán de cometer muchos e inevitables errores, que protagonizarán innumerables equivocaciones, que habrán de desnudar su propia y envenenada alma, pero que la vida posible sólo reside ya en ellos, aunque traten de evitarlo las armas de los que han dejado incluso de ser soldados para venderse como mercenarios. Es hora de las naciones verdaderas, no del guiso revuelto de las naciones-estado. De ellas han de surgir esos movimientos republicanos que, como indica su propia raíz filológica, han de constituir la propia cosa auténticamente pública, rica y fructífera cuando ya haya reposado su gran explosión moral inicial en muchos casos.
Es rigurosamente falso que la moral se fabrique en unos ejercicios espirituales realizados en la casa cerrada del que los convoca. ¡La calle, la calle! Necesitamos una calle republicana los que todos los días hemos de leer con cien ojos, para sortear el engaño, la gaceta oficial, a fin de enterarnos de las crueldades a que nos someten en nuestro propio nombre. ¡La calle! ¿Y qué es la calle sino la protesta constante contra las torturas, contra los robos del salario, contra la dignidad quebrantada del ciudadano por la autoridad, contra la deificación de una ciencia que no resuelve la pobreza sino que enriquece el populoso número de los desvergonzados, de unas iglesias que convierten en bonos de la deuda el agua bendita? ¡La calle, la calle!
Euskadi sólo superará, creo yo, la guerra de tribus, algunas de las cuales rinden homenaje al César o a sus cónsules, si acuerda construir un gran edificio republicano. La república no es buena por su propia esencia, sino por el gran contenido histórico que casi siempre conlleva. Y no se trata de convertir ese contenido histórico en un sustitutivo de la liberación hodierna ‑la historia es materia para la meditación de la raíz‑, sino en una lanzadera de la fuerza popular para que ocupe el lugar que le corresponde.
Déjense de discusiones los pequeños gurús encerrados en sus despachos sin más contacto con el alma popular que dos celebraciones anuales y calcen las zapatillas de la marcha callejera para cantar las verdades del barquero a los solemnes personajes de la trapisonda. Hay que andar porque andando aprenden los aceituneros de Jaén de quién son esos olivos ¡La calle, la calle!