Si bien es cierto que la totalidad de naciones se han fundamentado en la violencia y en la exclusión para constituirse como tales, el caso Israel resulta paradigmático al ser un Estado moderno de reciente creación, constituido a través de la violencia y por parte de una población diseminada por el mundo en situación de exclusión. El movimiento sionista sería la otra cara complementaria del antisemitismo. A lo que en Europa se llamó «la cuestión judía», es decir, la no asimilación por parte de las naciones de la población autodenominada como judía siempre vista como ajena y convertida, multitud de ocasiones, en chivo expiatorio; el movimiento sionista planteó como solución la «nación judía». Un Estado propio donde las minorías diseminadas por varios países se formasen una mayoría para regir los destinos de una nación. El intento de genocidio de los judíos por parte de los nazis posibilitó el sueño sionista y qué mejor tierra que la prometida por Jehová.
La Biblia convertida, una vez más, en manual de conquista colonial: «Cuando Jehová tu Dios te haya introducido en la tierra en la cual entrarás para tomarla, y haya echado de delante de ti a muchas naciones… y las hayas derrotado, las destruirás del todo; no harás con ellas alianza, ni tendrás de ellas misericordia. Y no emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo» (Deuteronomio). Así habla Jehová a su pueblo elegido. Entonces Moisés (aquél que hablaba con una zarza ardiendo) y sus seguidores obraron en consecuencia: «Tomamos entonces todas sus ciudades, y destruimos todas las ciudades, hombres, mujeres y niños; no dejamos ninguno».
No es de extrañar, por tanto, la Nakhba de 1948 cuando empezó la creación de Israel con el éxodo y muerte de miles de palestinos y la conquista de sus territorios por el recién creado ejército israelí. Una limpieza étnica.
Jehová les habla a menudo. Así, Sabra y Chatila, los Altos del Golán, la operación plomo fundido, los asesinatos del Mosad en el exterior… y tantos actos de infamia. La última conversación debió ser acerca de unos barcos repletos de gentiles, de no-judíos, es decir, de seres solidarios con los palestinos, por lo tanto, cercanos a la animalidad y a la barbarie. De terroristas islámicos que quieren provocar otro holocausto judío. Porque el judío, queridos, es una víctima perpetua del Holocausto con mayúscula. Ya empezó huyendo de Egipto. Y como víctima que es tiene todo el derecho humano y divino a defenderse y a tomar lo que considera suyo (sé que me entendéis porque aquí también padecemos víctimas similares). La razón siempre le asiste y un analfabeto funcional puede oficiar de pensador profundo. Los asesinatos son defensa propia. Necesidad de la nación judía siempre perseguida.
Resulta práctico ser judío sionista. Pertenecer al pueblo elegido evita intermediarios para establecer diálogo con Dios. Poder matar a los enemigos sin siquiera necesidad de confesión y con la absolución perpetua de la ONU.
Las diez plagas eran, en realidad, las doce tribus.