Ahora que es realidad no puedo decir que lo soñé alguna vez. Es que aunque a veces se habla de las convicciones profundas en términos de sueño, ellas habitan en las cosas y los hechos concretos de este mundo. No podía soñar con que iba a llegar el día en que pudiera, finalmente, inscribir a mi hijo menor como lo que es, mi hijo. Que cuando aprenda a hablar y le pregunten su nombre pueda decir Furio Carri Dillon. O Furio Dillon Carri, aprovechándonos de esa ventaja que tenemos las lesbianas en desmedro de las mujeres heterosexuales –Liliana Teresita Negre dixit– de elegir cuál apellido va primero. No lo soñé. Pero, ahora que es realidad, ¿de qué se trata esta sensación de estar acariciando con mis propias manos esas nubes gordas que prometen nieve en Buenos Aires para hoy mismo? ¿No se parece demasiado a estar habitando ese territorio en el que es posible tanto volar como ser otra y a la vez ser yo misma? Y no, no tengo que restregarme los ojos, estoy despierta, aunque de a ratos tengo que secármelos porque las lágrimas arrecian como agua corriendo sobre la ventana de los viejos restaurantes chinos.
Mi compañera –ya no tengo que decirle “esposa”, porque ahora el tipo de vínculo estará en el papel y yo puedo elegir la palabra que mejor la represente– mandó ayer un mensaje de texto en respuesta a tantos de amigos y amigas que llenaron nuestras casillas: “Viva la patria”, decía. Y a mí sólo me dan ganas de besarla en la boca, de ponernos a bailar en medio del desayuno, de irme de viaje para siempre por la orilla de su cintura. Porque en ese “Viva la patria” se cruzan una suma de dolores y experiencias compartidas que siempre estamos resignificando.
Muchas veces nos preguntamos qué dirían nuestras madres desaparecidas de nuestra familia y de nuestro amor. Ellas –y él, tengo que sumar a mi suegro — , que eran tan estrictas en su moral revolucionaria, ¿hubieran venido a casa a acunar a nuestro pequeño con la soltura y el desprendimiento necesarios? “Sí”, nos contestamos. Y no es una respuesta ilusionada. Es la constatación de sus voces en las voces de sus compañeros y compañeras sobrevivientes que nos llenan de amor a diario desde la distancia que sea. Esto que sucedió ayer a la madrugada seguramente no estaba en sus agendas de revoluciones urgentes. Pero sabemos que hubieran festejado y llorado a moco tendido, como lloramos nosotras mientras el teléfono no para de sonar y los abrazos y las sonrisas no cesan de ponerles ritmo a nuestros latidos.
Una sensación de orgullo me explota en el pecho el día de hoy. De orgullo por los vínculos que supimos construir, porque sé profundamente que nuestras elecciones están tan ligadas a la vida que nos han salvado de tanta muerte. De tantas muertes. De los amigos y amigas que no llegaron a este momento y me hubiera gustado abrazar ayer en la plaza. Liliana Maresca, Sergio Avello, Feliciano Centurión, Alejandro Kuropatwa, Paco Jiménez; la lista sigue, pero no podría incluir a tantos y tantas que murieron de sida en tiempos en que los mismos que ahora nos condenan al infierno daban por merecidas esas muertes por haber desafiado la hipócrita moral pseudo cristiana, los mismos que se oponían –y se oponen– a difundir el uso de preservativos, a hablar de prácticas sexuales concretas que podrían haber evitado tantas infecciones. Sé que todos ellos estuvieron en la Plaza del Congreso conmigo y junto con tantos y tantas ausentes que seguramente acompañaron de alguna manera a sus amigos.
Algo se ha transformado radicalmente desde la madrugada del jueves. Aunque la resistencia seguirá siendo mucha. Nuestra familia entra en la historia con nombre y apellido. Es nuestro caso particular. Un mundo para nosotras, que no podemos dejar de ver con ojos maravillados cómo se despliegan cientos de casos particulares que están haciendo estallar esa figura vergonzante del closet, ese lugar encerrado que obligaba al silencio y a la impostura de vidas prestadas. La alegría nos desborda, las lágrimas están haciendo de nuestra casa un mar en el que nos agitamos, felices de que la marea sacuda los últimos restos del miedo. Y lo que es mejor: si esto fue posible, si hemos podido atravesar en conjunto ese corset de hierro al que nos somete la pacatería y la violencia moral de ciertas religiones, muchas cosas más serán posibles. ¿O acaso no están yendo a cárceles comunes tantos genocidas que se creyeron impunes durante tanto tiempo? Es que lo imposible, y esto es un hecho, sólo tarda un poco más. Sobre todo cuando hay un río de voluntades empujando la corriente.