En la cancha, once contra once disputaban el control del cuero. En las gradas miles de golas permanecían mudas, golletes sin emoción por algún lance del juego, insensibles, ningún aplauso por ese caño meritorio o dribbling plausible del rival. Tampoco, qué menos, abucheo al árbitro que pitó, erróneamente, orsay. Nada. La masa, el público, no rugía. Sólo veía o miraba ‑que lo aclare Heisenberg- el frufrú del juego.
Y, ya se dijo, sin pasmo, sin filosofía, sin asombro. Ningún cántico o sonido, nada. Sólo el garrir de un loro, el humo de los cigarros y el reflejo del sol en el anillo dorado de una bella mujer ajena al partido de fútbol. Hubo chutazo, misil, obús, del volante zurdo que astilló el travesaño y entró unas pulgadas en el útero de la portería, pero el trencilla no lo vio o no lo quiso ver. Un gol-fantasma, como los gobiernos.
En los anfiteatros y vomitorios ni protesta ni vehemencia, sólo el segundo principio de la termodinámica, calma entrópica (o neguentrópica). Los jugadores perjudicados no hicieron aspaviento y el juego ‑que es de lo que se trata- continuó. Sólo volutas de vegueros y tabacos que dibujaban extrañas formas y pompas en el aire de De Chirico que, fantásticas, desaparecían con un tenue ábrego.
Sólo en el palco, las élites gesticulaban en soledades sonoras y otros oximorones clamorosos. Gente concienciada. En las barras bravas, robots sin alma. Sólo humo, mucho humo (sense of smoke, not sense of humour). Y soma, abundante soma, el nepenta de A. Huxley. No había pueblo ni nervio, sólo público sociológico abúlico. No había «raza» ni volkisch salvo en el palco de autoridades que, incluso, se contagiaron con tanta desidia y bostezaron. Se justificó la acidia porque hubo gol y nadie festejó. Ni dios, como dice el vulgo. ¿Hubo motivo? No, claro que no. El gol es un orgasmo, un nirvana, pero la gente, el pueblo, el público estaba somatizado, como drogado. Sólo exhalaba humo con los ojos fijos en el campo de juego, moviendo la cabeza como partida de ping-pong. El Stadium, el templo del siglo moderno, la última belleza catártica y sublime arquitectónica de la «arquitextura», antes del armagedón, alberga las ruinas físicas adiaforéticas y epicenas del homo faber, indiferentes y apáticas. En medio de guerras locales y focales, hambrunas inmisericordes, ni siquiera el deporte-rey, el fútbol, logra despertar a las adormecidas masas y sacarlas del sopor. Pero hubo milagro.
De pronto, en la modorra, se oyó una voz metálica. Procedía de un transistor encendido por un cadáver (se entiende que antes de serlo). Era la voz estentórea de un locutor desatado que, en el páramo, ululaba: «soy español, español, español». Súbito, el velo del templo se rasgó, los muertos resucitaron y volvieron los amaneceres refulgentes al grito de «a por ellos» y el «viva España». Volvía, por fin, la alegría de vivir y el derecho a la vida y búscate la vida. Todo gracias a un locutor mediático. El país pareció reanimarse… No sabíamos lo que éramos pero ahora sí lo sabemos gracias a esta estirpe de novela de caballerías que Cervantes pensó que ridiculizó.