Es la dieta de quienes aspiran a ser intelectuales para engrosar el stablishment y reforzarlo aparentando elegir una opción en el supermercado de las ideologías, como falsa conciencia, que esconde el «pensamiento único», como llaman ahora a la ideología dominante dizque la de la clase dominante, otrosí la burguesía, y sus estertores decadentes, bien que, vale decir, es una decadencia que goza de no mala salud y se regodea con regusto mórbido hundiendo lo que de sano pueda quedar en el cuerpo social mientras se hunde ella misma. Metida de lleno en arenas movedizas, bracea agónicamente luchando por sobrevivir, pero no lo sabe o finge no saberlo. Sólo falta un brazo misericordioso que la finiquite por el bien de la salud pública, un empujón. Pero no se deja. Prefiere morir matando. Se resiste a pasar al museo de la historia. De hecho, tiene motivos: llevan 300 años con la manija en la mano. Incluso todavía cree, en la última excrecencia ideológica fabricada en sus laboratorios de «neolengua» ‑que diría el anticomunista George Orwell‑, que la Historia tocó a su fin. Un pecado de soberbia castigado por su propia religión en la que nunca han creído, en el fondo, estos calvinistas de hogaño. Su última tabla de salvación ideológica ‑la fáctica es la militar‑, aparte del olvidado posmodernismo como antigualla que ya anticipara Alfonso Sastre en los 80, es el relativismo. No el escepticismo positivo ‑que no positivista a lo Comte- que preconizara Marx en su época para desbaratar residuos supersticiosos, ni un pirronismo cínico ‑pero también positivo, en cierto modo- de corte individualista anarquizante, sino el peor de los relativismos: nada es verdad o mentira, sino que todo es según el color con que se mira (los daltónicos, absténgase). La burguesía, desde que dejó de ser revolucionaria en los tiempos de Robespierre, ya no tiene principios que defender que no sean etiquetas hueras incoloras, inodoras e insípidas: estado de derecho, elecciones, pluralismo y demás juegos de prestímanos en los que no cree pero trata de que creamos creando «ilusiones» y encantamientos. Se volvió una «clase discutidora» (y represora de quienes son «indiscutibles», es decir, de quienes todavía tienen principios y pelean por ellos). Para ella no existe la verdad (objetiva), sino el punto de vista, la opinión, el parecer y el… relativismo. Ello adornado con barniz democrático. El truco es simple pero efectivo: hicimos una encuesta y ya ven, opiniones «para todos los gustos». Todo es relativo. Quien no lo vea así es un dogmático. Ahora se trata de convertirlo en hábito como quien va a misa no por creencia, sino por costumbre, ritual, sin saber ni lo que hace o dice.
Las lentejas son un manjar con infamia en la paremia. Primero, una disyuntiva coactiva: «si quieres las comes y si no las dejas». Como diciendo: eres libre, tú mismo. Lo lógico es papearlas, pero hay algo de chantaje en ello. El intelectual puede venderse «por un plato de lentejas». Pero ya no hay engaño ni autoengaño: se prestan, se venden, se prostituyen. Son los lentejistas. Comen karrakelas y les saben a lentejas. Hay quien aspira a más y pide, se vende, por… dos platos de lentejas.
Fuente: Gara