LA ÉTICA MARXISTA COMO CRITICA RADICAL DE LA ÉTICA BURGUESA
Un colectivo de personas me ha pedido que les envíe un antiguo texto sobre ética de muy difícil acceso en la Red, por no decir imposible. Este colectivo reflexiona sobre cómo luchar contra la creciente marea de irracionalismo y de fundamentalismo cristiano que, activada desde el poder imperialista, busca derrotar definitivamente la conciencia crítica, sea atea o agnóstica, el pensamiento democrático y revolucionario, y cualquier debate creativo que se base en los avances prácticos del método científico-crítico. Aprovechando el desprestigio de la corrupta y podrida Iglesia católica, la extrema derecha occidental no vaticanista pero sí fanáticamente cristiana, multiplica los esfuerzos de todo tipo para volver al oscurantismo reaccionario, a partir del cual justificar la prohibición de derechos elementales como son los del aborto, el divorcio, la sexualidad libre, la educación crítica, el derecho a la libertad de pensar y de decir, etc.; es decir, derechos por los que en su tiempo luchó una parte de la burguesía y que ahora esta clase odia a muerte.
Una reflexión más sistemática que va emergiendo del fondo de problema sostiene que, en realidad, lo que hay que plantear abiertamente es la lucha por otra ética, o mejor, practicar otra ética, sin olvidar las restantes luchas, pero sí conectándolas con la recuperación de una ética radicalmente opuesta a la imperialista. Y es aquí donde algunos miembros de este colectivo se han acordado del texto que ahora rescato de la represión contra la histórica Basque Red Net. Como algunos recordamos, Basque Red Net fue la pág. Wed que más daño hacía a la dominación española sobre Euskal Herria, tanto por la calidad de su estructura interna como la de sus aportes teóricos sobre la lucha de liberación nacional de clase y de sexo-género del Pueblo Vasco, y sobre la lucha revolucionaria mundial por el socialismo y el comunismo. Basque Red Net fue cerrada en marzo de 2004 por la represión internacional, inaugurando una dinámica ascendente que luego se ha generalizado. Ahora, y gracias a los esfuerzos del grupo dinamizador de la Basque Red Net, la familia Aiestaran-De la Cueva, los textos censurados empiezan a estar de nuevo a disposición internacional.
Sin embargo, todavía no es fácil para algunos acceder al contenido completo, y el colectivo al que me refiero es uno de ellos. El texto que se ofrece a continuación fue editado electrónicamente por Basque Red Net a finales de septiembre de 2002, hace casi ocho años. En marzo de 2004 y de cara a otro debate sobre ética, se añadió una breve presentación explicativa sobre el origen y la finalidad del texto, y sobre las dificultades que habían impedido su terminación. Desde entonces ha permanecido fuera de la Red, excepto en las últimas semanas gracias a la recuperación de Basque Red Net.
Las páginas que siguen se escribieron en septiembre de 2002, justo un año después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 a algunos centros de poder material y simbólico del imperialismo norteamericano. Al margen de que cada día que pasa aumentan las dudas razonables sobre la autoría y la teledirección de los ataques, en el sentido de que se trató de otra práctica de provocación tan frecuente en la historia de los servicios secretos yanquis para crear una legitimidad que avalase y justificase atroces y desproporcionadas agresiones presentadas como “defensa justa”, al margen de esto, lo que sí era cierto en el año transcurrido entre septiembre de 2001 y septiembre de 2002 fue el del inicia de la “guerra contra el eje del mal” y, a la vez, el de la definitiva claudicación de la intelectualidad “progresista” que se arrodilló cobarde y egoístamente a las exigencias del imperialismo.
Sabemos que los planes estratégicos que se pusieron en marcha inmediatamente después del 11 de septiembre estaban diseñados con bastante antelación, y que el clima de histeria y miedo social de masas provocado artificialmente tras el 11‑S fue activado según tácticas de guerra psicológica, de manipulación psicopolítica y de marketing del miedo que se venían mejorando desde hace muchas décadas. Sabemos que la islamofobia y el clima de “nueva cruzada” contra el infiel estaban siendo activadas ya desde los gobiernos del presidente Reagan y de Bush, desde la década de 1980 en adelante, sin que Clinton hiciera nada por detener la fanatización irracional del fundamentalismo cristiano en ascenso en la cultura y política oficiales de los EEUU.
Sabemos que la máquina de la mentira, o sea, la industria político-mediática, creó de la nada y sin base verídica ni contrastable alguna el cuento de que Irak era una amenaza mortal para la humanidad ya que disponía de miles de armas de “destrucción masiva” que luego no han aparecido por ninguna parte. Una institución dedicada a descubrir las mentiras de la prensa, había contabilizado hasta comienzos de 2010 nada menos que 935 mentiras sobre Irak dichas por individuos tan cristianos y tan rectos en su moralidad como el presidente Bush, el presidente Aznar, y primer ministro británico T. Blair, y otras muchas personas e instituciones representativas de la civilización occidental.
Según el catecismo católico, mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar. La intención de engañar es constante en la industria político-mediática, y la mentira es una de las prácticas más comunes en la historia interna de las sectas cristianas y del cristianismo en su conjunto. El cristianismo en sí es una mentira construida mediante la falsificación histórica. Pero esta es la envoltura superficial del problema. La verdadera cuestión a debate no es otra que la unidad y lucha de contrarios irreconciliables que se libra dentro mismo de los conceptos de “verdad” y de “mentira” tomados en su vertiente ético-moral, normativa y valorativa. También existe una unidad y lucha de contrarios entre la verdad y el error dentro del proceso de pensamiento científico-crítico, pero es obvio que existe una diferencia cualitativa entre mentira y error que no podemos exponer ahora. Lo que nos interesa decir es que las 935 mentiras sobre y contra Irak, así como las miles de mentiras sobre y contra Cuba, la Venezuela bolivariana y un casi infinito etcétera, estas mentiras no deben ser denunciadas solamente como parte de la política imperialista, que también, sino a la vez como parte esencial de la ética burguesa.
Queremos decir que existe una continuidad de mentira entre la “verdad” económico-política del imperialismo, la “verdad” de la ética burguesa y la “verdad” actuante en la conciencia alienada de las masas explotadas occidentales que aplauden las atrocidades de sus ejércitos en medio mundo. Y esta “verdad” es a la vez inseparable del criterio cristiano de “justicia”, “virtud”, “bondad”, etc., de modo que existe una ideología totalitaria que encubre la mentira con la “verdad”, una parte de la cual o toda ella ha sido revelada por dios, dicen. El ateísmo marxista, militante y radical, aparece aquí como un componente consustancial a la verdad sociohistórica, pero no es este el sitio para extendernos al respecto porque lo que ahora urge es decir que la ética marxista, atea, sostiene que la verdad es revolucionaria porque también sostiene lo mismo la teoría marxista de la praxis y del conocimiento. La verdad es revolucionaria porque saca a la luz las contradicciones irreconciliables, porque es radical. Es por esto que la verdad es atea, materialista y dialéctica, aunque aparezca bajo ropajes agnósticos y hasta idealistas.
En septiembre de 2002 el problema de la ética era especialmente grave ya que esos entes pasivos y ególatras autodenominados “intelectuales progresistas” se habían plegado sin remordimiento alguno a las histéricas exigencias del imperialismo. Poco después de redactar este escrito, y de la misma forma en que Irak sufrió las mentiras y la “verdad” de la civilización del capital, Cuba padeció una ofensiva propagandística salvaje que llegó a su cúlmen en 2003. La “intelectualidad progresista” terminó de posicionarse activa o pasivamente al lado del imperialismo y en contra de la revolución, en este caso de Cuba, pero también y por extensión en contra de la humanidad explotada. En el Estado español el panorama era todavía peor. La mansedumbre, la docilidad y el servilismo de los “intelectuales” ante las exigencias del poder, no tenía límite alguno.
Fue en estas condiciones en las que se escribió este texto hace casi ocho años. Pienso que ahora, tras la crisis mundial desatada definitivamente en verano de 2007, es todavía más necesario que entonces, y que acabarlo es aún más necesario, pero lo concluiré cuando disponga de más tiempo para ordenar los borradores ya elaborados. Esta crisis está mostrando en su verdadero salvajismo inhumano la esencia cruel de la ética burguesa, de la moral de los empresarios y de la gran banca, de las sectas cristianas y del Vaticano, de civilización del capital en suma. Un ejemplo, las potencias imperialistas y sus ideólogos se esfuerzan por aplastar la demanda mundial que exige que el agua potable sea declarada “bien común de la humanidad”, y por tanto su uso sea un derecho humano elemental. El imperialismo quiere y necesita que el agua potable sea convertida en otra mercancía más, como el mineral de uranio o de litio, ambos vitales para sus ejércitos asesinos, o como las patentes de medicamentos contra el virus de VIH y otras enfermedades contagiosas mortales, recurriendo al supuesto derecho a la propiedad privada. El imperialismo quiere y necesita que las gigantescas reservas de la biodiversidad de la Amazonía, Siberia, selvas asiáticas y africanas, Antártida, etc., sean también declaradas “zonas libres para la explotación industrial”, es decir, zonas privatizadas por el capitalismo que las abandonará una vez arruinadas y esquilmadas hasta la última gota de sus recursos.
Esta exigencia imperialista no tiene únicamente un contenido económico y político, sino también una innegable carga ética, normativa y cultural. La civilización del capital ha ido formando desde el siglo XV una argumentación jurídica y ética según la cual los pueblos “atrasados” y “salvajes” no tienen pleno derecho a los territorios que ocupan, o ningún derecho, porque no los utilizan productivamente, no los emplean para la agricultura y la ganadería, o lo hacen mal debido a su vagancia congénita. Según esta tesis fue el dios judeocristiano el que dijo “creced y multiplicaos, y dominad la tierra”, mandato divino que es a la vez una exigencia ética y moral, religiosa. El ateísmo burgués ya cedió a lo largo del siglo XIX ante esta justificación religiosa de las bestialidades del capitalismo expansivo. Este mismo argumento, disfrazado de laicismo agnóstico y de “tarea civilizadora” fue aceptado por amplios sectores de la socialdemocracia europea, de la II Internacional, y del laborismo británico. Con la excusa de “civilizar” a los “salvajes” éstos han sido exterminados, y los pocos que se salvaron fueron expropiados de todas sus tierras, riquezas y recursos colectivos, comunales. Y lo mismo sucedió en las tierras europeas durante la acumulación originaria del capital, y lo mismo está sucediendo en el presente. La ética burguesa justifica esta atrocidad envolviéndola con la demagogia de la civilización y de los derechos burgueses, que sólo son los de la burguesía. En realidad, el verdadero imperativo categórico kantiano no es otro que el de “¡Producid, producid, malditos!”.
Por todo el mundo, la civilización del capital está lanzada al robo masivo e implacable, sin reparar en medios exterminadores, de los bienes públicos, comunales y colectivos, sean materiales o culturales, físicos o espirituales. El capital necesita abrir nuevas ramas productivas que compensen la lenta acción corrosiva de la ley de la caída tendencial de la tasa media de beneficios, y la burguesía quiere quedarse con todo, desde las tierras hasta los afectos, desde las profundidades abisales hasta los espacios cósmicos. La expansión del capital financiero, verdadero tiburón insaciable, acelera la lógica expropiadora y privatizadora. La ética burguesa es, por tanto, la ética de la propiedad privada, mientras que la ética humana es la de la propiedad colectiva, común, comunalista, la ética del comunismo.
Concluyendo, tras la relectura del texto de 2002 serían muchas las cosas que ahora cambiaría, adaptaría y añadiría, pero debe leerse tal cual se redactó hace ocho años en su primera y única redacción, que se ofrece ahora tal cual la editó Basque Red Net, excepto algunos retoques de forma.
EUSKAL HERRIA 25-VII-2010
LA ÉTICA MARXISTA COMO CRITICA RADICAL DE LA ÉTICA BURGUESAes un texto del miembro de la RED VASCA ROJA Iñaki Gil de San Vicente (ENLACE A SU CURRICULUM) fechado el 29 de septiembre de 2002. Ya en su primera página el autor explica que se trata del capítulo 3º de un trabajo más extenso que tiene en elaboración (“CRÍTICA DE LA ÉTICA CAPITALISTA — APUNTES PARA UNA ÉTICA COMUNISTA”) y la razón de la publiciación adelantada de este capítulo
“El burgués es fundamentalmente espiritualista. Y el revolucionario es fundamentalmente materialista. Esta vieja batalla no está cerca de su fin. “No me gustan las personas que gritan: abajo el dinero. Terminan siempre por gritar: abajo el espíritu”, decía Duchesne. He ahí la línea de defensa burguesa. “No me gustan las personas que gritan: viva el espíritu. Terminan siempre por gritar: viva el dinero; por defender, en nombre del espíritu, castas y privilegios”. Es, justamente, la línea de ataque revolucionario. La de Lenin, la de Marx”.
Emmanuel Berl
“La muerte de la moral burguesa”
El texto que sigue es la puesta en limpio de uno de los capítulos que están sirviendo como base para un estudio más amplio titulado “CRÍTICA DE LA ÉTICA CAPITALISTA — APUNTES PARA UNA ÉTICA COMUNISTA”, de próxima aparición. Aunque el capítulo que aquí se adelanta, el tercero, aparece sin su definitivo acabado, cosa que sólo se puede hacer cuando todo el texto esté disponible, sí tiene empero los fundamentales argumentos que estimo imprescindibles. Posiblemente con la redacción completa del texto se le añadan algunas nuevas ideas, pero éstas no anularán las ya expuestas sino, a lo sumo, las desarrollarán. Tampoco en este adelanto aparece la bibliografía expuesta definitivamente, sino sólo los títulos, a la espera del texto completo.
Los capítulos, que están en forma de borrador más o menos perfilados, son los que aparecen en letra normal, mientras que el captº 3 aparece en negrilla para indicar su caracter casi definitivo:
0.Introducción.
1.La Ética capitalista como ideología de la abstracción-mercancía.
2.La acumulación originaria de la Ética capitalista.
3.La ética marxista como crítica radical de la ética burguesa.
3.1 Contradicciones personales: sencillez y machismo.
3.2 Unidad de objetivos: dialéctica de la diversidad.
3.3 La lucha revolucionaria contra el servilismo y la sumisión.
3.4 Contra la credulidad y por la praxis consciente.
3.5 El comunismo como ascenso del ser-genérico al uomo totale.
3.6 Spartacus: un pasado presente en la revolución actual y futura.
3.7 Solidaridad, odio y amor revolucionario contra odio burgués.
3.8 La duda marxista y la praxis histórica como criterio de verdad
4.La ética socialista como superación transitoria de la Ética capitalista.
5.Apuntes para una Ética comunista.
6.Lecciones para Euskal Herria.
La razón que aducimos para publicar ahora, un poco precipitadamente, este capítulo tercero sin su definitiva elaboración, no es otra que la urgencia por ampliar y profundizar no tanto un debate teoricista y abstracto sobre la Ética y la moral, cuanto la práctica revolucionaria que asume y defiende la coherencia ético-moral de sus actos.
Es un lugar común afirmar que el marxismo apenas ha teorizado sobre Ética. Por el contrario, pensamos nosotros que, en primer lugar, el marxismo está rebosante de teorizaciones muy concretas y muy profundas sobre Ética, en segundo lugar, además, dichas teorizaciones se basan en una práctica ética y moral impresionante, permanente y sistemática y, en tercer lugar, las conquistas y avances prácticos logrados por el movimiento revolucionario mundial han hecho infinitamente más en la aplicación práctica de la Ética que las montañas de libros sobre Ética abstracta producidos en serie por el pensamiento burgués. Incluso una obra tan empleada por estudiosos e intelectuales para salir de apuros como es “Diccionario de Ética” de O. Höffe, (ed.) (Critica 1994), sus autores se permiten el lujo de no entrar al debate de si existe o no existe una “ética burguesa” y menos aún una “Ética capitalista”, distinción que se basa, a mi entender, en que la segunda corresponde a la dogmática básica de la Ética sustancial correspondiente al modo de producción capitalista, mientras que la primera es el conjunto de corrientes, modas y diferencias entre autores burgueses. En el libro citado, se nos habla de ética budista, cristiana, estoica, médica, china y japonesa, hindú, islámica, normativa, teonómica, corporativa, judía, epicúrea, etc., y hasta social, de clase y marxista, pero según este libro, y según otros muchos, no existe ni la étiuca burguesa ni la capitalista.
¿A qué es debida esta radical diferencia entre la crítica burguesa y la práctica marxista? No se trata, en efecto, de un malentendido fácil de resolver simplemente precisando algunos conceptos y circunstancias históricas. Al contrario. Cuanto más se investiga más nítida aparece la diferencia irreconciliable entre ambos bloques. Cuanto más se agudizan las contradicciones sociales y más fracasos cosecha la política reformista y burguesa, tanto más se acrecienta el abismo entre la Ética capitalista y las prácticas éticas de las masas explotadas. Esto es precisamente lo que ocurre en la actualidad, como ha escrito C. Brandist en “El marxismo y el nuevo ‘giro ético’” (Rebelión 13/I/2001):
“En los últimos diez años aproximadamente, la ética ha vuelto para situarse en la avanzada de la teoría social y cultural. Si en los ’80 el prefijo pos ‑posmodernismo, posmarxismo- parecía proliferar exponencialmente, ahora «ético» parece haberse vuelto un sufijo que va alcanzando la misma ubicuidad: ética empresaria, bioética, homo-ética, etc. En efecto, los dos fenómenos están conectados, no siendo el segundo sino un desarrollo que sigue la lógica del primero. Mientras los posmodernistas de los ’80 intentaban justificar su retirada de la política colectiva apelando a una pluralidad indefinida de identidades autónomas, en los ’90 esta retirada se transformó en un intento de reemplazar la actividad política con el acto ético”.
Una de las razones por las que ha vuelto la discusión ética a la palestra política reformista no es otra que el perplejo desconcierto de una casta profesional de intelectuales y políticos de universidad ante el conjunto de cambios profundos acaecidos desde mediados de la década de 1971, cuando la crisis capitalista mundial precipitó la furibunda reacción capitalista, denominada neoliberal. La presión burguesa internacional no fue contestada ni por la socialdemocracia ni por el eurocomunismo, y mucho menos por un “socialismo realmente existente” que se precipitaba a su implosión durante toda la década de 1981 – 90. Durante esos tres lustros, la casta intelectual fue quedándose huérfana de toda protección dogmática. Pero lo peor vendría desde 1991 en adelante, cuando tras la guerra imperialista contra Irak y el triunfalismo burgués, ni el postmodernismo más indiferente y cegato podía seguir negando el aplastante empeoramiento de las condiciones humanas bajo la multiplicación del beneficio capitalista. Tampoco la religión cristiana en general, y menos aún su versión católica, podía ofrecer calor, luz y seguridad emocional en medio del caos incomprensible. No debe sorprender por tanto que algunos giraran su mirada angustiada hacia la Ética en su forma más abstrusa, bien para justificar la adoración atemorizada de la tecnociencia capitalista, del “Ídolo de silicio”, como critica M. Shallis (Salvat 1986), y otros muchos autores, o bien caer en la nueva moda irracionalista y esotérica, entre las que pretenden destacar por su supuesta cientificidad el “principio antrópico”, o las “nuevas” relaciones entre razón y fe, como denuncia R. Alemañ en “Evolución y Creación” (Ariel 1996).
En el Estado español, además de estas razones, también presionaron otras dos típicas de la miseria intelectual de este Estado. Por un lado, la humillante claudicación estratégica ante el franquismo, no sólo evitando todo esfuerzo de recuperación de la memoria de sus atrocidades inhumanas, mantenidas sin piedad y públicamente incluso después de la muerte del dictador Franco –verdadero asesino múltiple y en serie – , de modo que para mediados de la década de 1981 prácticamente se había impuesto la amnesia colectiva sobre la historia del dolor humano y de la injusticia burguesa en el Estado español; sino sobre todo impidiendo cualquier valoración moral y reflexión ética –con sus inseparables efectos sociales– sobre el sistema político “democrático” –monarquía– impuesto por el franquismo y aceptado por la oposición reformista. Esta decisiva crítica ético-política fue saboteada, negada e impedida por el grueso de las fuerzas “democráticas” y por las esencialmente antidemocráticas, como la influyente Iglesia, verdadero poder fáctico reaccionario que siempre hay que tener en cuenta sobre todo en cuestiones éticas y morales.
Por otro lado, sobre la desertización y deforestación de la dignidad humana colectiva, inherente a la “transición política ” y a la “reforma democrática”, medraron rápidamente los arribistas y advenedizos que tras aposentarse en periódicos, editoriales, universidades y fundaciones subvencionadas por la gran banca –luego pudrirían también a las ONGs – , iniciaron la fabricación industrializada de moralinas y mercancías éticas de baja calidad y altamente contaminantes y dañinas para la salud humana. Si algo ha caracterizado a los pancistas de la ética del pesebre ha sido la ausencia de toda crítica al poder realmente existente, y el fervor converso en la denuncia inquisitorial de la oposición a ese poder, sobre todo y con especial inquina racista e irracional, contra la parte del Pueblo Vasco, Euskal Herria, bajo mandato español. Desde mediados de la década de 1991 y en especial desde 1996 con la victoria del PP en Madrid, los pesebreros de la ética se han hundido aún más en la abyección inmoral de la apología del régimen dominante.
Estos y otros factores explican suficientemente la “vuelta de la ética” de atemorizados intelectuales burgueses y reformistas en un mundo en el que, en apariencia, el “terrorismo”, el “fundamentalismo”, la “delincuencia social”, las “algaradas callejeras”, la “insolencia obrera”, el “nacionalismo de los pobres”, el “tomarse la justicia por su mano”, etc., son causas todas ellas de la “enfermedad de la civilización”. Más aún, en este marco de incertidumbre básica causada por la quiebra definitiva del orden, se multiplican exponencialmente otros factores de inquietud como son, uno, los causados por el desarrollismo capitalista en su impacto destructor contra la Naturaleza; dos, las nuevas potencialidades de las fuerzas productivas y de la tecnociencia convertida en capital constante, especialmente la capacidad de abrir una nueva rama de producción, la de la fabricación vida; y tres, a la vez y como su contrario dialéctico, la terrible capacidad del capitalismo para destruir la vida entera del planeta y no sólo la que él mismo puede fabricar en la irracional carrera por el beneficio máximo. Como advirtieran Marx y Engels en El Manifiesto Comunista:
“Las relaciones burguesas de producción y tráfico, las relaciones burguesas de propiedad, la sociedad burguesa moderna, que ha producido, como por arte de magia, medios de producción y tráfico tan ingentes, se asemeja al hechicero que ya no logra dominar las fuerzas subterráneas que ha conjurado”.
Descubrir las razones que imposibilitan al hechicero dominar las fuerzas subterráneas que ha conjurado; controlar y domeñar el arte de magia que lleva a la humanidad a la destrucción de la Naturaleza y de ella misma, y abrir un nuevo período histórico, esta necesidad de mera supervivencia colectiva, es también una cuestión ético-política de urgente resolución. Pero aquí mismo surge el antagonismo a la hora de practicar la Ética y la moral. La razón es tan simple que se comprende diciendo que ni comunistas ni burgueses pueden ponerse de acuerdo en lo que es la Ética y para qué sirve. Podríamos recurrir a una lista inacabable de textos, autores y experiencias prácticas que así lo demuestran, o simplemente comparar a Kant y su rechazo explícito y tajante del derecho de resistencia contra la injusticia, con Marx y su permanente reivindicación de ese derecho como necesidad misma practicada recurriendo incluso a la violencia –tema este decisivo al que volveremos en su momento— pero hemos preferido plantear el tema en su esencia misma, a saber, lo que entienden por Ética los capitalistas y los comunistas.
Hablamos de “apuntes para una Ética comunista” porque, según nuestra interpretación, sólo con la extinción de la ley del valor-trabajo, con la superación histórica del salariado, de la mercancía y del valor de cambio, además del patriarcado y la opresión nacional, sólo entonces dispondrá la especie humana –otra especie humana, desde luego— de condiciones de pensar y practicar una verdadera Ética comunista. No antes. Mientras tanto, debemos y deberemos avanzar en un complejo ético-moral revolucionario alternativo al capitalista, que es el dominante, el que ya existe. En este sentido se puede hablar de una moral del período de transición social, o como dice N. Moreno en “La moral y la actividad revolucionaria” (Edit. Perspectiva, 1988) de “un programa de transición moral”, tema al que volveremos en el siguiente capítulo. No puede haber una Ética comunista plena y acabada dentro de una sociedad capitalista porque la pervivencia de restos de alienación y de restos de los valores, normas, códigos, criterios, etc., creados por varios miles de años de existencia del valor de cambio mercantil, con todo lo que ello supone, lo impiden, simplemente lo impiden. El principio regulador esencial del comunismo: “de cada cual su capacidad, a cada cual según sus necesidades”, es subjetiva y objetivamente inviable en el marco capitalista por razones que no podemos exponer ahora.
Incluso es muy difícil y problemático dentro del capitalismo avanzar y enriquecer una ética socialista –marxista y/o anarquista, con decisivas aportaciones feministas, ecologistas –sin entrar ahora en mayores desarrollo que corresponden al capítulo cuarto– que integre y absorba gracias a la capacidad de inclusión del materialismo histórico a las vitales críticas feministas, ecologistas, de liberación de los pueblos oprimidos, etc., porque toda la sociedad burguesa está estructurada para abortar cualquier posibilidad de materialización del principio regulador esencial del socialismo: “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo”. Tengamos en cuenta que el capitalismo es el modo de producción dominante a escala mundial, con los efectos subjetivos que ello acarrea, y que sistemas sociales postcapitalistas y protosocialistas, como Cuba y sus méritos impresionantes en el ámbito material y ético-moral, o sistemas postcapitalistas estancados en su avance liberador o hasta con claras muestras de retroceso al peor capitalismo, como China pese a sus innegables avances progresistas en muchas cuestiones decisivas, se enfrentan a tremendas dificultades no sólo para mantener los niveles de enriquecimiento ético-moral alcanzados, innegables se mire por donde se mire, sino fundamentalmente para siquiera evitar que por el lado contrario crezcan los peores vicios burgueses. Debiéramos recordar aquí, aunque no podemos hacerlo, que una de las prioridades obsesivas de la “perestroika” en la URSS desde mediados de la década de 1981, era la de detener la creciente “podredumbre moral” que se plasmaba en la corrupción, en el alcoholismo, en la indiferencia y en la pasividad, en los robos, en el resurgimiento del peor machismo sexista, etc.
Pues bien, si estas dificultades profundas que no sólo son pervivencias del pasado sino también son creadas por las nuevas, específicas y particulares contradicciones inherentes a los sistemas sociales en transición del capitalismo al socialismo, minan desde dentro los heroicos esfuerzos de estos pueblos, ayudando en algunos casos a su derrota, fracaso y retroceso terrible en la escala del progreso humano –existe el progreso humano, como veremos – , si esto es así, como lo es, en sociedades que gracias a su lucha han logrado dotarse de instrumentos que facilitan implementar medidas sociales básicas para la emancipación humana, ¿qué no sucederá entonces dentro de la bestia burguesa? ¿O será que la especie humana tiene por su propia “animalidad” según la reaccionaria sociobiología neodarwinista, o por su “pecado original” según los cristianos, un “instinto del mal”, un Thanatos o “pulsión de muerte” según una interesada tergiversación autoritaria del segundo Freud, de modo que no tenemos ninguna alternativa de progreso ético-moral que no pase por la eterna lucha contra nuestro “lado oscuro”, lucha en la que necesitamos imperiosamente la protección siempre vigilante y con frecuencia castigadora de una “autoridad superior”, de “dios”, del “líder, guía y padre del pueblo”, sea monarca, presidente, militar, sacerdote, empresario, profesor, periodista, científico, médico, marido o simple amigo?
Cualquier pregunta, duda o debate sobre moralidad y sobre Ética se enfrenta más temprano que tarde a estas cuestiones. Pero eso es, en realidad, sólo el principio inmediato y muy superficial de un estudio mucho más extenso e intenso, y mucho más profundo, más radical. El recurso al “pecado original” y/o al “lado oscuro”, por decirlo de alguna forma sintética, es la manera más tramposa y fraudulenta, por tanto ella misma inmoral, de impedir conscientemente que se descubran las egoístas razones materiales que están por debajo de las mistificaciones idealistas sobre “el mal”. No es este el lugar para una historia social del pensamiento humano, pero sí debemos decir que, en Europa, la capacidad humana de pensamiento crítico fue muy severamente reprimida por la auténtica contrarrevolución idealista dirigida por la oligarquía griega. Desde entonces, con altibajos, ascensos y caídas, el problema de la Ética ha girado de un modo u otro alrededor de negar o afirmar que es el “problema de la propiedad” el que estructura interna y genéticamente toda cuestión moral y toda reflexión ética. Cuando no se parte de esta base, es lógico reducir la Ética a una técnica, como hace E. Guisán en, su por demás interesante texto “Razón y pasión en la ética” (Anthropos 1990):
“En cierto sentido la ética es únicamente, aunque esto no disminuye su importancia, una técnica o método auxiliar de las ciencias sociales, para ayudar a disolver interrogantes y aclarar duda acerca de los objetivos perseguidos, aunque desde luego, no esté capacidad para dar soluciones definitivas que, por lo demás, tampoco parecen deseables. La ética no sólo ayuda a saber discernir sino que enseña a dudar razonablemente y a buscar salidas razonables al impasse al cual nos aboca la duda irrestringida”.
¿Qué “salida razonable” puede haber ante la cuestión capital de la propiedad privada de los medios de producción? Un problema –el problema– que está en la base de espeluznantes genocidios, masacres, exterminios y sufrimientos humanos apenas imaginables. Un problema –el problema– que está en la base de la destrucción de la naturaleza por el modo de producción capitalista, y en la base de los efectos incontrolables desde el capitalismo de la evolución de la tecnociencia burguesa. La solución del problema no es otra que pensar y sobre todo practicar una racionalidad cualitativamente diferente a la que encadena a la autora que citamos. Hablamos de la racionalidad revolucionaria, comunista, que ya estaba en embrión, como veremos, en las primeras luchas de las masas explotadas. Esa respuesta nos lleva, como es obvio, al debate sobre “las ciencias sociales” y sus relaciones con/contra el marxismo, debate en el que no podemos entrar pero que palpita en el interior de cada palabra de este texto.
Un problema que puede y debe solucionarse optando prácticamente entre dos corrientes antagónicamente enfrentadas. Por un lado, la corriente sistemáticamente aplastada, reprimida y perseguida, que se ha manifestado con muchas dificultades –¿quién no tiene miedo a la tortura?– pero que ha logrado mal que bien dejar un rastro tenue y débil pero perceptible cuando otros lo recuperan y comunican a los demás, de una concepción humana en la que desaparezca la propiedad privada de los medios de producción. Por otro lado, la corriente oficial, la del poder, la dominante, la que ha dispuesto de todos los instrumentos de dominación material y simbólica para defender la propiedad; corriente que por necesidad ontológica, epistemológica y axiológica dentro del encuadre histórico que analizamos, el determinado por la escisión social impuesta por la propiedad, es objetiva y subjetivamente inhumana. Por último, entre ambos extremos, múltiples interpretaciones idealista, agnósticas, ateas y materialistas que según sus marcos sociohistóricos mezclan contradictoriamente en dosis diferentes partes de uno y otro extremo. Incluso hay clamorosos retrocesos reaccionarios, como es el caso de Agnes Heller en “Ética general” (CEC 1995) que retrocede de un Marx aprendido en las universidades burocráticas de la Europa del Este, el “socialismo real” (sic), a mezcolanza en la que Weber se entremezcla con Durkheim, Luhmann y otros burgueses.
Solamente con el marxismo se llegó al punto de salto teórico cualitativo en la praxis ético-moral de las masas en su lucha emancipadora. Sin profundizar ahora, ya en un texto decisivo en la evolución praxística como es el “Manifiesto del Partido Comunista” de 1848 de Marx y Engels, pese a sus todavía vacíos en aspectos importantes de la crítica de la economía política burguesa, podemos leer que:
“Los comunistas apoyan por doquier cualquier movimiento revolucionario contra las condiciones sociales y políticas imperantes. En todos estos movimientos destacan el problema de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos desarrollada que pueda haber adoptado, como el problema fundamental del movimiento”.
Una de las muchas impresiones que causa el “Manifiesto…” es la sorprendente dialéctica interna entre una condena ético-moral implacable de la civilización burguesa pese al reconocimiento de sus logros, y unas propuestas concretas y prácticas para desarrollar por las masas trabajadoras, propuestas silenciadas u olvidadas significativamente por la mayoría de los comentaristas. Se condena sin piedad y sin pelos en la lengua, pero simultáneamente, a la vez, inserta en esa misma praxis como componente esencial suyo, se presentan alternativas materiales, sociales, destinadas a superar el orden de cosas existente. Dialéctica ético-política y socioeconómica.
Esta característica propia del marxismo fue desarrollada durante años, aunque siempre de forma fragmentada. No existe una obra explícitamente dedicada a Ética entre la amplia bibliografía de ambos amigos, aunque sí existe una permanente presencia de denuncia de la Ética capitalista y una muy frecuente exposición concreta pero limitada a aspectos particulares de la ética marx-engelsiana. Quiere esto decir que, al igual que ocurre con la crítica de la economía política burguesa, en donde prima muy abrumadoramente la crítica radical antes que el estudio positivo de cómo serán el socialismo y el comunismo, exactamente igual sucede con la crítica de la Ética capitalista, que es pasada a cuchillo desde las primeras letras escritas por ambos revolucionarios, mientras que apenas está expuesta la base positiva sobre la que puede elevarse la Ética comunista. Posiblemente esta es una de las causas por las que el marxismo haya teorizado tan poco el problema de la Ética, porque, con razón es antes que nada una práctica ético-política en la que lo político integra a lo ético en la acción misma. Pero hay otros factores, de entre los que destacamos, además de los efectos del reformismo socialdemócrata y del stalinismo, también la propia capacidad de integración de la burguesía, que ha absorbido a muchos intelectuales marxistas.
De este modo, relacionando esas y otras causas, podemos comprender que incluso autores como F. Fernández-Buey cocine una sopa tan insabora e insípida, llena de tópicos que nunca hincan el diente en los problemas cruciales, como su “Ética y filosofía política” (SGU, Bellaterra 2000). En las paginas que siguen en este capítulo analizaremos muy someramente algunos de estos fragmentos decisivos por su calidad. También podemos comprender que otros autores sigan alegremente la moda burguesa de hablar de socioeconomía sin citar para nada el capitalismo o citándolo poco y sin ningún contenido real, y en el plano de la ética, plantear que con los cambios tecnológicos actuales –producidos conscientemente bajo los impulsos irracionales y compulsivos del máximo beneficio capitalista– los que fuerzan los cambios éticos. N. Bilbeny en “La revolución en la ética” (Anagrama 1997) es un ejemplo paradigmático de esta tendencia al retroceso teórico recubierto con palabrería tecnicista, retroceso que ya fue santificado en el plano de “las ciencias sociales” por A. Touraine y su sociedad post-industrial y posteriormente ha sido repetido por el saber oficial para negar el agravamiento de las contradicciones capitalistas a escala mundial. El autor que citamos parece que escribe dentro de una campana de cristal, en la que la ética no tiene ninguna relación con el sufrimiento de las masas y sí mucho con un neokantismo modernizado por la tecnociencia capitalista. Por no extendernos, incluso una obra clásica como la de A. MacIntyre “Historia de la Ética” ( Paidos 1982) no logra engarzar esa historia con la historia social en su sentido pleno, el de la lucha entre explotadores y masas explotadas.
Inmediatamente el lector se dará cuenta de la estrecha relación entre los temas que vamos a trabajar. No se trata de una repetición sino de una característica del marxismo en todo, pero especialmente en la problemática ético-moral. En todo porque, desde el método marxista de la permanente interacción dialéctica de las contradicciones, sometidas a una lógica de prioridades que ahora no podemos explicar, desde este método, siempre existe una tensión creativa entre el análisis concreto de la realidad concreta y la síntesis totalizante superior, de manera que muy frecuentemente parece que los problemas se repiten unos en otros, aunque lo que ocurre es que salen a la superficie sus relaciones mutuas, sus interpenetraciones y sus contradicciones, aunque luego el método de exposición permita dejar en claro la jerarquía del análisis, su prioridad expositiva en ese momento, etcétera. Si la realidad social es ya suficientemente compleja, y asciende en su complejidad, todo lo relacionado con lo ético-moral siempre se presenta más enrevesado por su propia naturaleza abstracta y metafísica hasta que no se descubran las razones materiales y sociales del antagonismo ético entre la minoría explotadora y la mayoría explotada.
Hasta sacar al descubierto ese antagonismo de base material y sus efectos ideológicos, todo parece un caos, un agujero negro que absorbe los gigantescos pero inútiles esfuerzos de la filosofía dominante desde Aristóteles hasta ahora. Para salir de ese pantano, se presentan dos alternativas, recurrir a una lectura individual de los sucesivos investigadores del problema, manteniendo el error metodológico de individualización del análisis, y, otra, intentar bucear hasta las causas materiales del antagonismo ético. Por la primera vía sólo se logrará un pequeño y superficial orden que no resuelva el caos metafísico de la palabrería ética al uso. Por la segunda vía, consistente en bucear hasta la raíz histórica, se va logrando lenta y costosamente poner un cierto orden interno, venciendo al caos y sacando a la luz su racionalidad y su ley interna. Esta es la tarea y el mérito del marxismo, y aunque ello exige que al comienzo del estudio muchas cosas aparezcan tan entremezcladas que parecen revueltas, esta sensación va superándose paulatinamente hasta descubrir que su estructura interna, su problema, siguiendo aquí a K. Kosik en “Dialéctica de la moral y moral de la dialéctica” (El Hombre Nuevo, Mtz. Roca 1969), se resuelve resolviendo la contradicción entre la práctica divinizada y fetichista, y la humanizada y revolucionaria, la praxis revolucionaria.
CAPITULO TERCERO:
LA ÉTICA MARXISTA COMO CRITICA RADICAL DE LA ÉTICA BURGUESA
El 1 de abril de 1865 Marx fue sorprendido por veinte atrevidas preguntas de Antoinette Philips, prima en cuya casa se encontraba descansando y con cuya padre Marx mantenía largas y fructíferas conversaciones, que escribió las respuestas en su cuaderno, y que podemos leer en “Marx, su vida y su obrar” (Argos Vergara, 1985), de J. Elleinstein. Tanto por la forma de las preguntas, directas y concisas, como por la de las respuestas, no menos concisas y directas, nos encontramos ante un texto muy valioso e ilustrativo en extremo de las concepciones ético-morales, estéticas y hasta culinarias de Marx, pero también y por ello mismo, de sus contradicciones personales, también muy indicativas. De todos modos, apreciaremos la tajante dicotomía entre una opción, la revolucionaria, y la opuesta, la reaccionaria. En la primera, Marx introduce la sencillez, la fuerza, la unidad de objetivos, la lucha revolucionaria, la solidaridad con todo lo humano y la duda metódica. En la segunda, la debilidad, el servilismo, la credulidad y la sumisión. A simple vista, cualquier demócrata de pacotilla puede subscribir como propia esa división, pero veremos que es imposible.
Vamos a analizarla en varios bloques temáticos.
3.1. CONTRADICCIONES PERSONALES: SENCILLEZ Y MACHISMO.
Primera: “¿QUÉ CUALIDAD PREFIERE?”: “LA SENCILLEZ”.
Segunda: “¿EN EL HOMBRE?”: “LA FUERZA”.
Tercera: “¿EN LA MUJER?”: “LA DEBILIDAD”.
Quinta: “¿SU OCUPACIÓN FAVORITA?”: “MIRAR A NETJEN”.
Vigésima: “¿SU NOMBRE FAVORITO?”: “JENNY. LAURA”.
A simple vista, la respuesta puede ser firmada por cualquiera porque no se trata aquí, si relacionamos la sencillez con la simplicidad, de optar entre la actual “teoría de la complejidad”, por ejemplo –ya implícita parcialmente en todo el marxismo si la adaptamos a la “complejidad social” mucho más desarrollada que la biológica— y un ramplón y pobre “simplismo personal”. No se trata de esto. Al contrario, en toda la teoría marxista del ser humano, éste es definido como un ser social que tiende históricamente a la máxima riqueza posible en sus relaciones múltiples –un “ser rico en necesidades– y polifacéticas siempre colectivas. En esta respuesta Marx se refiere a sus hábitos personales y cotidianos, a su quehacer diario y a su reconocido y notorio rechazo de la ostentación, de la suntuosidad, del gasto injustificable, y también de la petulancia, del engreimiento, de la soberbia intelectual…
En realidad, Marx no hace sino expresar de forma muy concisa una filosofía ética suya y también de Engels en la que se fusionan prácticamente dos componentes clásicos como son el epicureísmo y el estoicismo, pero con otros desarrollos propios cogidos de corrientes que luego veremos, que hacen que el resultado último sea un sistema ético-moral que se inscribe plenamente con el sistema ético-moral que también estaba desarrollando el movimiento obrero revolucionario, con sus aspectos buenos pero también con sus lastres y trabas del pasado. Con el paso de los años, a finales de 1876, como nos recuerda Elleinstein en el mismo texto, incomodado Marx por las presiones de Wilhelm Blos para que aumentase la popularidad y la fama de ambos amigos, le respondió que:
«No soy una persona amargada, como decía Heine, y Engels es como yo. No nos gusta nada la popularidad. Una prueba de ello, por dar un ejemplo, es que durante la época de la Internacional, a causa de mi aversión por todo lo que significaba culto al individuo, nunca admití las numerosas muestras de gratitud procedentes de mi viejo país, a pesar de que se me instó para que las recibiera públicamente. Siempre contesté, lo mismo ayer que hoy, con una negativa categórica. Cuando nos incorporamos a la Liga de los Comunistas, entonces clandestina, lo hicimos con la condición de que todo lo que significara sustentar sentimientos irracionales respecto a la autoridad sería eliminado de los estatutos».
Sin embargo, por debajo de esta personalidad sencilla, latía contradicciones fuertemente machistas que han sido sistemáticamente ocultadas o justificadas por muchos marxistas, atentando precisamente contra todo el espíritu y contenido de esta teoría, en la que, como veremos, la crítica es un componente imprescindible y esencial, definitorio de principio a fin. No hacen falta muchas palabras para descubrir en la respuesta de la “debilidad” las raíces machistas de la personalidad de Marx, bastante mayores que las de Engels, mucho más consciente del problema profundo de la opresión de la mujer y mucho más abierto a toda clase de prácticas sexo-amorosas tan radicalmente contrarias a la doble moralidad burguesa –también criticada por Marx aunque de boquilla en una cuestión vital — que fue la única causa por la que Marx debilitó mucho y hasta congeló su amistad con Engels durante un tiempo. La razón de esa crisis de amistad fue precisamente la emancipación de Engels con respecto a los códigos y disciplinas matrimoniales y conyugales existentes entonces.
Se debate mucho si también en Marx estuvo activa la doble moralidad burguesa cuando se negó a reconocer como propio el hijo que tuvo con Lenchen, la ama de llaves de la casa, y con la que mantuvo una cortísima relación sexual en los peores años de penuria, hambre y enfermedad. Sí se sabe que la esposa de Marx, Jenny, conocía el problema y exigió que Lenchen fuera enterrada en el panteón de la familia Marx como muestra de gratitud a su larga vida de atenciones y cuidados. También se sabe que la hija de Marx, Eleanor, insistió a Wilhelm Liebknecht para que en no se olvidara del Lenchen, “la más fiel amiga” de toda la familia si escribía sobre Marx quien, como es sabido por cartas y referencias de testigos y conocidos, sentía un respeto absoluto hacia ella, de modo que cuando Lenchen entraba en el cuarto de un Marx enfurecido por los problemas, este se convertía en un corderito. Todo indica, por tanto, que Marx no oculto el problema a su mujer y que no se rompieron las relaciones en la casa. Sin embargo, Marx pidió a Engels que asumiera la paternidad de su hijo.
Netjen era su prima y aunque en apariencia esta respuesta puede ser interpretada como una muestra de atención hacia la hija de la familia en donde se encontraba descansando, también puede ser interpretada como un ejemplo de la típica “caballerosidad” con la que se disfraza en machismo. Sin embargo no podemos decir lo mismo de Laura y de Jenny, pues todos, absolutamente todos los biógrafos que hemos podido consultar coinciden en ello. Pero, como es lógico, eso no anula l el machismo anterior.
Quiere esto decir que Marx no tenía excusa alguna para librarse de la crítica feminista en su comportamiento personal, porque si Engels se había liberado bastante más que él, no debía existir razón de peso para que también lo lograrse Marx. El problema se complica cuando apreciamos su claro racismo en lo que concierne a los latinoamericanos. Tampoco debe servir de excusa el saber que el movimiento obrero europeo y norteamericano sufrían las mismas lacras; tampoco que Marx fuera defensor a ultranza de la necesidad de la independencia nacional de los irlandeses y de los polacos, y tampoco, por no extendernos, que fue precisamente desde esos años de 1863 – 65 cuando comenzó a replantearse muy a fondo toda su anterior perspectiva eurocéntrica.
3.2. UNIDAD DE OBJETIVOS: DIALECTICA DE LA DIVERSIDAD
Cuarta: “¿SU RASGO CARACTERÍSTICO?”: “LA UNIDAD DE OBJETIVOS”.
La “unidad de objetivos” no significa ni exige la “unidad de personalidades”, ese “igualitarismo” que tanto ha sido achacado interesada y falsariamente al marxismo, identificándolo con el “colectivismo” famoso que la burguesía descontextualiza desde su ideología unilateral, metafísica e idealista. Toda la teoría marxista de la especie humana insiste de una u otra forma, directa o indirectamente, en que, como se dice en el “Manifiesto…”:
“El lugar de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y contradicciones de clase, será ocupado por una asociación en la cual el libre desarrollo de cada cual será la condición para el libre desarrollo de todos”.
Una vez más, para entender esta tesis con la de la “unidad de objetivos” hay que recurrir, en primer lugar, a la dialéctica materialista que explica cómo interpenetran en cada situación concreta ambos extremos en una unidad siempre móvil y, en segundo lugar, a la teoría marxista de la acción política y de las organizaciones y tácticas que hay que desarrollar de formas diferentes según los casos particulares para llegar a esa “unidad de objetivos”.
En una tan importante como “La guerra civil en Francia” de mayo de 1871, Marx escribe algo básico para entender la dialéctica entre la “unidad de objetivos” y la necesaria descentralización en un marco de poder popular:
“Como es lógico, la Comuna e París había de servir de modelo a todos los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en País y en los centros secundarios el régimen de la Comuna, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la autoadministración de los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejército permanente habría de ser reemplazado por una milicia popular, con un plazo de servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones) de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un Gobierno central no se suprimirían, como se había dicho, falseando de intento la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales y, por tanto, estrictamente responsables”.
Aquí la “unidad de objetivos” aparece claramente inserta en el proceso de poder comunal de los distritos incluso en aspectos cruciales como son los relacionados con las milicias populares, con el pueblo en armas. No estamos hablando de un ejemplo simple y pobremente individual. La Comuna de París sacó a la superficie el problema decisivo de la autoadminitración de los productores, precisamente en un momento de vida o muerte, de revolución y de violencia defensiva y justa de las masas oprimidas. Nos enfrentamos por tanto a típico momento en el que el debate ético-moral se fusiona con el debate teórico-político de la violencia, de la disciplina consciente, de los derechos colectivos e individuales, del derecho a la vida y por ello del derecho a matar para mantener la vida de las masas explotadas. Poco después, en 1873, precisamente debatiendo con los anarquistas sobre el problema “De la autoridad”, Engels escribió:
“Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio de cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios. ¿La Comuna de París habría durado acaso un solo día, de no haber empleado esta autoridad de pueblo armado frente a los burgueses? ¿No podemos, por el contrario, reprocharle el no haberse servido lo bastante de ella?”.
La “autoridad de pueblo armado” de la que habla Engels se aplica, según las palabras de Marx de dos años antes, por medio de un sistema comunal en la que el pueblo detenta el poder, un poner nuevo, no comparable al burgués anterior. Esta dialéctica entre la “autoadministración de los productores” como unidades comunales descentralizadas, no cuestiona en modo alguno la “unidad de objetivos”, sino que la exige. Toda kla teoría marxista de las relaciones entre el pueblo trabajador autoorganizado y la formas centralizadas de Gobierno, que es lo que nos lleva a los problemas y aciertos de la “unidad de objetivos”, se resuelve mediante una nueva forma y contenido de relaciones de poder popular. Es extremadamente significativo el que en estos y otros muchos textos, la palabra “democracia” no aparece en absoluto, y las pocas veces que lo hace es casi siempre, por no decir siempre, en forma crítica, como denuncia de las limitaciones de la democracia burguesa y de la necesidad de otra forma diferente de administrar el poder del pueblo trabajador, forma que no es apenas nombrada con el nombre de “democracia”.
Aplicando esta concepción teórico-política a la problemática ético-moral, vemos que las diferencias no son sustanciales sino justo lo contrario porque, desde esta perspectiva, es muy lógico que cualquier colectivo humano sometido a presiones y agresiones exteriores tienda por cruda necesidad de supervivencia o de solución de sus problemas, los que fueran, a desarrollar y aplicar la “unidad de objetivos” acordes a las necesidades a las que se enfrenta. Más aún, si esta práctica histórica no hubiera sobrevivido la especie humana. Dejando de lado el típico ejemplo de la “unidad de objetivos” en la caza colectiva de las primeras hordas humanas, idénticas a las de otras especies gregarias animales, sí hay que recordar la auténtica “unidad de objetivos” en algo mucho más decisivo para nuestra evolución ontogenética y filogenética como es la coordinación de las mujeres para la búsqueda y recolección de raíces, plantas, frutos y semillas, pequeños animales, etc., que constituía más del 70% del soporte alimenticio de nuestros antepasados. En realidad, aquella primera y decisiva “unidad de objetivos” era la acción inconsciente de reproducir las condiciones de producción social, y al reproducirlas tendían lentamente a mejorarlas. Desde entonces, la “unidad de objetivos” ha exigido siempre una determinada e inevitable dosis de “cooperación”, que es, a su vez, otro de los principios elementales de la concepción marxista de la especie humana.
Que la “unidad de objetivos” ha sido y es una tendencia hacia la racionalización de los esfuerzos en base a satisfacción de las necesidades colectivas, al margen de la conciencia que se tenga en ese momento preciso, se demuestra al comprobar que sólo un régimen esencialmente irracional como es el capitalismo niega esta tendencia hacia la racionalidad colectiva e impone la contraria, la de egoísmo individualista que impelido por la búsqueda del máximo beneficio privado en el mínimo tiempo posible rechaza toda “unidad de objetivos” colectivos por cuanto ello supone la merma del beneficio individual. La historia brutal del capitalismo, sus crisis periódicas y sus destrucciones cíclicas tienen en esta obsesión irracional una de sus razones. De hecho, el Estado burgués, controlado generalmente por la fracción más poderosa de la burguesía, aunque no siempre, tiene entre varias también la función de imponer en lo posible disciplina y orden dentro de las propias fracciones burguesas y dentro de la selva de capitalistas individuales. Ya que la burguesía como clase y el capitalismo como conjunto de relaciones sociales son incapaces de practicar un principio elemental común en los “primitivos” humanos, eso debe imponerlo una fuerza disciplinaria especial como es el Estado. Así se confirma de nuevo el esencial contenido inhumano y autodestructor del modo capitalismo de producción.
3.3. LA LUCHA REVOLUCIONARIA CONTRA EL SERVILISMO Y LA SUMISION
Sexta: “¿QUÉ DEFECTO DETESTA MÁS?”: “EL SERVILISMO”.
Octava: “SU IDEA DE FELICIDAD?”: “LA LUCHA”.
Novena: “SU IDEA DE DESGRACIA?”: “LA SUMISIÓN”.
Para Marx el “servilismo” es peor que la “credulidad”. El primer defecto viene de “servil” que, recordémoslo, era una de las formas que tenían los progresistas de principios del siglo XIX de llamar a los defensores de la monarquía. Y, según el diccionario, servilismo quiere decir “Ciega y baja adhesión a la autoridad de uno. Orden de ideas de los denominados serviles”. Hoy se entiende comúnmente como un comportamiento rastrero, gusano, sumiso… El “servilismo” es muy frecuente en una sociedad que ha impuesto una estructura psíquica de masas sado-masoquista, obediente y servil hasta el masoquismo con la autoridad y, a la vez, autoritario hasta el sadismo con los y las de abajo. Serviles abundan entre rompehuelgas y esquiroles, policías y torturadores, chivatos y delatores, violadores y agresores, sacerdotes y confesores, militares y mercenarios… y en generan, por no extendernos, en todos aquellos eslabones de las cadenas de autoridad y poder explotador que “sirven” para aplicar a los y las de abajo las directrices de arriba, y “sirven” para informar al poder opresor de la resistencia de los y las oprimidas. El “servilismo” se relaciona estrechamente con la “sumisión” aunque existe una diferencia entre ambas, pues una persona sumisa no tiene porqué ser servil, no tiene porqué caer tan bajo, aunque sí se encuentra cerca de caer tan bajo.
Para Marx la “sumisión” es una “desgracia” porque es, antes que nada, la aceptación de la derrota, la aceptación del destino y por tal se entiende la imposibilidad de la insumisión, de la resistencia y de la lucha. La “sumisión” se produce cuando, tras ser vencido se aceptan las condiciones del vencedor y de renuncia al derecho a la resistencia. Desde esta perspectiva, una persona “sumisa” es una persona “desgraciada” que no va a gozar de la felicidad humana, porque el secreto de esta es la “lucha”, lo opuesto de la “sumisión”. Bajo las condiciones de derrota, de existencia de una ley impuesta que se hace permanente porque nuestra “sumisión” facilita su continuidad, en esta situación, el ser humano no puede desarrollar sino cualidades muy pobres, limitadas y siempre encadenadas por el alambre de espino que es la “sumisión”. La victoria del enemigo y la derrota propia condicionan desde el mismo inicio toda la vida colectiva e individual, y al poco tiempo la “sumisión” se vuelve rutina y hasta normalidad porque el ser se ha hecho “ser sumiso”. Ya aquí, las cualidades humanas, desde la creatividad hasta el placer, pasando por la moral, son simples parodias excéntricas toleradas por el poder dominante para que los sumisos desahoguen periódicamente sus frustraciones y tensiones acumuladas, para que no estallen. Estas cualidades han sido degeneradas e integradas en el sistema dominante convirtiéndose en cloacas, sumideros, alcantarillas por las que la dignidad humana reprimida en disuelta en la podredumbre de “sumisión”. Así, al sumiso no sólo se le tolera la fiesta “transgresora” sino que se le ordena hacer fiesta, como se le ordena ir a misa o ser carne de cañón.
El sumiso es necesariamente infeliz. Toda la psicología crítica lo sabe y ha demostrado su lógica. El sumiso es un desgraciado que necesita de una felicidad externa a él, proveniente de un ser o de una causa superior, ajena y por ello incontrolable, contingente y azarosa: “dios nos lo da, dios nos lo quita”, se resignan los cristianos. Una vez concluida la fugaz felicidad prestada por el poder dominante, el sumiso vuelve a lo que es, un esclavo infeliz que se cree feliz porque sigue viviendo gracias a la voluntad del poder dominante: “dios aprieta pero no ahoga”, se consuelan los cristianos. Cuando esa felicidad prestada no es el opio religioso, es cualquier otra droga material y/o ideal, y cada vez más es ese círculo de fuego formado por el consumismo compulsivo, la esclavitud asalariada, la misoginia y el racismo y los espectáculos violentos. Incluso las propuestas reformistas que pretender romper este círculo y crear otra felicidad cotidiana, desde el alternativismo hasta la mística, pasando por la “vida sana”, el deporte, el voluntariado social en ONGs institucionales, etc., incluso estas propuestas no resuelven nada serio porque, de un lado, están dentro de la industria del ocio, cada vez más importante; de otro lado, son mercancías de cada vez más rápida obsolescencia por la creciente competencia en el mercado del ocio, y, por último, porque la gratificación así obtenida es sólo un suspiro en un universo de eterna alienación.
La única forma de romper con las cadenas de oro de la falsa felicidad del sumiso moderno no es otra, según Marx, que “la lucha”, en concreto la lucha revolucionaria. Se ha encasillado a Marx en múltiples escuelas ético-morales y filosóficas, y se le ha intentado encasillar en otras muchas más, pero esta escueta respuesta, así como la entrevista que analizamos y su obra entera, también la de Engels, demuestra sin lugar a dudas la originalidad de ambos amigos, su irrupción en la historia de la Ética como un punto cualitativo de no retorno a partir del cual hay que revisar críticamente toda la Ética, la anterior, la contemporánea y la futura. Que esta cualidad explosiva no puede ser aceptada por la casta de profesionales de la Ética es algo sabido pero debe ser recordado por sus terribles consecuencias, según veremos en un capítulo posterior al analizar la decisiva tesis marxista del derecho/necesidad de la violencia defensiva de las masas oprimidas.
Afirmar que la lucha es el ideal práctico de la felicidad es inaugurar una perspectiva nueva, que no tiene en absoluto nada que ver con concepciones filosóficas que, a veces, hablan de “lucha” pero desde criterios opuestos, sobre todo la corriente que empieza básicamente en Schopenhauer y llega con Nietzsche a su punto máximo. Es más, existe un corte total entre ambas corrientes que se expresa, en síntesis, en el problema del poder de clase, y también en el de género y el nacional. Aunque hablar de lucha es hablar de poder, desde el marxismo tanto “lucha” como “poder” nos remiten directamente al problema de la propiedad privada de los medios de producción. Desde esta perspectiva, la práctica de la felicidad es un proceso ascendente o descendente inserto en el proceso superior ascendente o descendente de conquista o pérdida de la socialización de los medios de producción en sus interacciones dialécticas con el contenido progresista o reaccionario de las relaciones sociales de producción. La felicidad se construye en el proceso mismo de autoorganización, autogestión y autodeterminación del colectivo y de la persona.
Las implicaciones causadas por esta nueva concepción ético-moral sobre la valoración de los sentimientos y de los actos humanos, son totales. Por ejemplo, ¿qué felicidad puede haber en una lucha que, muy probablemente, en cuanto lucha revolucionaria, acarrea efectos represivos más o menos duros, y siempre incomodidades y asperezas de todo tipo, por no hablar de la tortura? Por ejemplo, ¿qué felicidad puede existir cuando en su proceso de avance práctico, en cuanto avance revolucionario individual y colectivo, llega el momento de decidir actos y movilizaciones que muy probablemente deriven en choques más o menos violentos, con sus secuelas de dolor? Por ejemplo ¿qué felicidad puede haber en la forma más consecuente de lucha revolucionaria cuando se ha de renunciar al propio al amor más hondo y deseado, y se ha de reducir el placer sexual a un sucedáneo nunca pleno? Estas y otras muchas interrogantes surgen de la misma vida cotidiana siempre que esta es practicada como vida no sumida, insumisa e insurgente, sean en y de una mujer golpeada y agredida diariamente que decide divorciarse y debe por ello enfrentarse al poder patriarcal, sean en y de un pueblo oprimido negado en todos sus derechos, y/o sean en las luchas sociales de la clase trabajadora, por citar los tres grandes y definitorios bloque que estructuran la lógica de la explotación de la fuerza de trabajo social por la burguesía. No son disquisiciones abstrusas de la casta profesional sobre las diferencias entre la ética neopositivista o la existencialista o la fenomenológica o la neotomista o.… Tampoco son florituras alambicadas y churriguerescas al estilo de las disputas entre las dos corrientes neokantianas, la de Friburgo o Baden y la de Marburgo.
Sin embargo, Marx nos legó un desgarrador pero definitivo documento, entre varios más que no podemos citar, a este respecto. En una carta a S. Meyer del 30 de abril de 1867, a requerimiento de éste de porqué no contestó nunca a una misiva anterior, Marx responde:
“¿Que por qué nunca le contesté? Porque estuve durante todo este tiempo con un pie en la tumba. Por eso tenía que emplear todo momento en que podía trabajar para poder terminar el trabajo al cual he sacrificado mi salud, mi felicidad en la vida y mi familia. Espero que esta explicación no requiera más detalles. Me río de los llamados hombres “prácticos” y de su sabiduría. Si uno resolviera ser un buey, podría, desde luego, dar las espaldas a las agonías de la humanidad y mirar por su propio pellejo. Pero yo me habría considerado perfectamente no práctico si no hubiese terminado por completo mi libro, por lo menos en borrador”.
Marx se refería al Primer Libro de El Capital. Su opción era tan vital y esencial a su personalidad que esperaba que S. Meyer no requiriera más detalles por su explicación, porque se explicaba a así misma.
Marx insistió dos veces en el concepto de praxis en esta contestación. En la primera críticamente, contra el buey humano que es capaz de aguantarlo todo sin enfrentarse a nada. Pero la segunda, la que hace referencia a su propia práctica, como una obligación exigida por su conciencia, que le dictaba la necesidad de acabar el libro, aunque fuera en borrador, ya que de no hacer quedaría condenado a ser realmente un ser “no práctico”. Recordemos que El Capital pasa por ser un libro teórico y nada práctico, duro de leer e incluso abstruso, según algunos burgueses. Sabemos que Marx hizo lo imposible para que pudiera circular entre los obreros, y hasta aprobó que se editase en folletines pequeños para que circulara más fácilmente. Pero aquí nos importan cinco cosas. Una, Marx sacrificó su salud, felicidad y familia a la redacción del libro; dos, asumió éticamente y practicó moralmente que su decisión causara un deterioro dramático y hasta trágico por la muerte por hambre y enfermedad de hijos suyos recién nacidos; tres, despreciaba a los bueyes humanos; cuatro, la “teoría” –El Capital– sólo podía surgir tras un tremendo esfuerzo “práctico” colectivo, pues no era sólo su trabajo, sino el esfuerzo de su familia y la práctica social de la clase trabajadora, y quinto, esa “teoría” debía ascender luego a otra “práctica” superior del proletariado.
Para entender plenamente esta concepción hay que entender el concepto de vida, de temporalidad vital, de años de existencia consciente en una sociedad cargada de contradicciones antagónicas y podrida por ellas. Solamente desde esta visión, que abarca a toda la existencia consciente y libre del sujeto, aunque esté exiliado puede seguir militando, y aunque esté encarcelado también pero a otra escala –en otro capítulo volveremos sobre esto – , de modo que incluso en las peores condiciones siempre queda un espacio, un resquicio, para la “práctica” del ideal de felicidad, siempre que por ello se entienda algo totalmente diferente al concepto burgués de felicidad. Desde la perspectiva humana, la felicidad es el proceso de coherencia personal dentro del encuadre sociohistórico objetivo. Como proceso, es dialéctica de contradicciones, y la felicidad es tanto más tendente a su mejora y realización nunca plena del todo y sí ascendente en espiral infinita, cuanto más capacidad adquiere su “práctica” para ir superando esas contradicciones e ir guiando esa dialéctica objetiva mediante la consciencia subjetiva. Durante los sucesivos tránsitos y pasos de una a otra fase, el ascenso no tiene porqué ser automático, sino que frecuentemente se producen descensos y caídas al infierno de la desgracia y del dolor. Pero el peor averno, la peor condena y la más terrible de las infernales desgracias es estar en ellas y no saber que se está atrapado por ellas, y creer que se vive en la gloria, en la del esclavo sumiso, servil y crédulo. .
La vida cotidiana de cualquier persona que, por las razones que fueran, empieza siquiera a ponerse de rodillas tras su anterior total postración ante el poder, el que fuera, esta vida empieza a ser sometida a presiones de todo tipo simplemente por el hecho de arrodillarse, si este gesto humillante y humillado en sí mismo no es aceptado por ese poder. ¿Qué decir entonces cuando empieza a erguirse? ¿Qué decir además cuando no se trata de la resistencia de personas individualmente consideradas, sino de la insurgencia social de la clase trabajadora, o más aún, de la rebelión nacional de un pueblo trabajado? ¿Qué decir, entonces, cuando vemos que todas estas reflexiones esencialmente prácticas y con efectos directos sobre la felicidad humana, son fulminantemente excluidas de la Ética capitalista porque su máximo exponente, Kant, rechaza algo vital como el derecho a la resistencia –por no hablar de la dialéctica marxista del derecho/necesidad– de la gente machacada? ¿O es que a estas alturas de la historia alguien es tan crédulo como para comulgar con la rueda de molino según la cual la felicidad humana es una gracia concedida por duendecillos caprichosos? Para cortar de cuajo las posibilidades no ya de que las masas pasen a la violencia justa, sino de que ni siquiera se debata socialmente el simple derecho a la resistencia, la burguesía ha montado una impresionante tramoya destinada a ocultar la realidad de fondo de que, en la práctica, y por mucho que Kant dijera lo contrario, los burgueses ejercitaron ese derecho a la resistencia, a la revolución y a la guerra progresista.
De entre los muchos textos marxistas al respecto, hemos escogido uno de Engels a Bebel, la carta del 18 de noviembre de 1884. Tras analizar el comportamiento violento de los diversos partidos burgueses en las sucesivas crisis revolucionarias; tras insistir en que todos se reservan el derecho del recurso a la violencia, y tras afirmar que incluso los centristas reconocen a la Iglesia como un poder más elevado que el propio Estado, un poder que en situaciones especiales tendría el “deber” de recurrir a la revolución, afirma que:
“Y esos son los partidos que nos exigen que nosotros, sólo nosotros de entre todos, declaremos que en ninguna circunstancia recurriremos a la fuerza, y que nos someteremos a toda opresión, a todo acto de violencia, no sólo cuando sea legal meramente en la forma –legal según lo juzgan nuestros adversarios– sino también cuando sea directamente ilegal.
Por cierto que ningún partido ha renunciado al derecho de la resistencia armada, en ciertas circunstancias, sin mentir. Ninguno ha sido capaz de renunciar jamás a este derecho al que se llega en última instancia.
Pero una vez que se llega a discutir las circunstancias en las cuales un partido se reserva este derecho, el juego está ganado. Entonces puede hablarse con claridad. Y especialmente un partido al que se ha declarado que no tiene derechos, un partido, en consecuencia, al que se le ha indicado directamente, desde arriba, el camino de la revolución. Tal declaración de ilegalidad puede repetirse diariamente en la forma en que ocurrió esta vez. Exigir una declaración incondicional de esta clase de un partido tal, es totalmente absurdo”.
Luego Engels sostiene que en el contexto de 1884, el proletariado alemán no tiene todavía fuerzas suficientes en lo militar, por lo que es mejor seguir avanzando con los medios mantenidos hasta entonces, pero siempre desconfiando de la burguesía:
“Entretanto, las elecciones han demostrado que no tenemos nada que esperar de condescendencias, esto es, de concesiones de nuestros adversarios. Sólo por la resistencia desafiante hemos ganado respeto y nos transformado en una potencia. Sólo el poder es respetado, y únicamente mientras seamos un poder seremos respetados por los filisteos. Quien haga concesiones no podrá seguir siendo una potencia y será despreciado por él. La mano de hierro puede hacerse sentir en un guante de terciopelo, pero debe hacerse sentir. El proletariado alemán se ha convertido en un partido poderoso; que sus representantes sean dignos de él”.
Engels no tiene empacho en afirmar que, primero, la legalidad la juzga e impone la burguesía; segundo, el derecho a la resistencia es admitido por todos los burgueses pero negado al proletariado; tercero, que encima es ilegalizado; cuarto, que no porque no haya condiciones para vencer militarmente a la burguesía, no por eso hay que renunciar al derecho a la resistencia, sino que hay que esperar a esas condiciones; quinto, que mientras tanto no hay que confiar en la burguesía sino en las propias fuerzas, sexto, que hay que ganarse el respeto con la resistencia desafiante; séptimo, sólo mientras el proletariado sea un poder, será respetado por la burguesía; octavo, no hay que hacer concesiones porque entonces se pierde el respeto burgués; noveno, debe hacerse sentir la mano de hierro proletaria y décimo, los representantes han de estar a la altura del partido proletario.
No hace falta ningún esfuerzo para trasladar estas recomendaciones y afirmaciones engelsianas, que serían aceptadas por Marx en caso de que estuviera vivo, extraídas de las experiencias de muchos procesos políticos analizados rigurosamente, a la vida cotidiana individual, a los problemas cotidianos de cualquier persona que debe y quiere detener el avasallamiento y la explotación que padece. Tampoco hace falta para comprender la total coherencia de estas tesis con la defensa marxista de la lucha como felicidad humana, y de la sumisión y el servilismo muestras de desgracia y defecto humanos. Y menos aún para comprender que esas recomendaciones se basan en una radical y total certidumbre de la naturaleza criminal de la burguesía, de su doble moralidad, de su falta de respeto absoluto a los derechos proletarios a no ser que esta clase, y la población trabajadora en general, se haga respetar con su fuerza y su poder desafiante.
3.4. CONTRA LA CREDULIDAD Y POR LA PRAXIS CONSCIENTE
Séptima: “¿EL DEFECTO QUE TOLERA MEJOR?”: “LA CREDULIDAD”
Llegamos así al problema de la “credulidad”, problema que está en la base de muchos errores de las izquierdas y, sobre todo, en uno decisivo como es el de renunciar al del derecho/necesidad de ocurrir a la violencia justa. Una vez más, la experiencia de la Comuna de París es terriblemente aleccionadora tanto para las luchas colectivas como para las individuales. Hay una carta de Marx a Beesley del 12 de junio de 1871 que es obligado citar porque resume no sólo el terrible problema causado por la “credulidad” de los revolucionarios parisino en la burguesía, sino también la valía de la experiencia acumulada por Marx en su vida de militante revolucionario que pasó por años de clandestinidad. Tras contarle a Beesley algunas cosas sobre los planes y los pactos de Bismarck, precisa que:
“Una amiga mía parte dentro de tres o cuatro días para París. Le entrego pasaportes auténticos para miembros de la Comuna que todavía viven escondidos en París (…) Esta información me la entregó la mano derecha de Bismarck una persona que en su tiempo (de 1848 a 1853) había pertenecido a la sociedad secreta de la que yo era dirigente. Este hombre sabe que conservo en mi poder todos los informes que me envió de y sobre Alemania. Depende de mi discreción. De ahí sus continuos esfuerzos por demostrarme sus buenas intenciones. Es la misma persona la que me previno, como ya le dije a usted, que Bismarck había decidido arrestarme si yo volvía a visitar este año al Dr. Kugelman en Hannover.
¡Si la Comuna hubiese escuchado mis advertencias! Aconsejé a sus miembros que fortificasen el lado norte de las alturas de Montmartre, el lado prusiano, y entonces todavía tenían tiempo de hacerlo; les previne que de lo contrario caerían en una trampa; les hice conocer los verdaderos propósitos de Pyat, Grousset y Vesinier, les pedí que mandasen inmediatamente a Londres todos los documentos que comprometían a los miembros de la Defensa Nacional, para frenar en alguna manera la ferocidad de los enemigos de la Comuna: de esa manera se hubiera reducido a la nada el plan de la gente de Versalles”.
En esta carta de Marx tenemos varios aspectos interesantes que conviene reseñar, como son, primero, su militancia internacionalista plena, actuando contra la legalidad británica al enviar pasaportes auténticos para ciudadanos franceses perseguidos; segundo, su anterior militancia clandestina y la pertinencia veinte años después de las medidas de seguridad tomadas dos décadas antes; tercero, el chantaje descarado a un arrepentido, es decir, a un antiguo militante clandestino convertido dos décadas después en un agente de Bismarck; cuarto, la utilidad de las medidas de seguridad tomadas a raíz de las informaciones extraídas mediante chantaje, y, quinto y último, el comportamiento suicida y crédulo de los revolucionarios comuneros, que fueron fusilados sin piedad al ser descubiertos sus nombres en los documentos. Especial interés tiene para nosotros ña cuestión del chantaje a un militante arrepentido y convertido en mano derecha de un imperialista autoritario como Bismarck. Desde la ética dominante, Marx actuaba indebidamente, aprovechándose de una persona bajo el chantaje –“depende de mi discreción”– de verse descubierto su pasado revolucionario si Marx hacía públicos los documentos que guardaba.
El problema de la “credulidad” aparece aquí en todas sus implicaciones, más, encima, llevadas al extremo por tratarse de cuestiones de vida o muerte, y sobre todo por cuestiones de vida o muerte revolucionaria, que afectan a la felicidad presente y futura de miles de personas y a la estructura misma de la sociedad burguesa. En la militancia clandestina la “credulidad” es un suicidio porque el crédulo cae más temprano que tarde en las trampas y anzuelos de las fuerzas represivas y porque se pierde la decisiva noción de antagonismo mortal entre el opresor y el oprimido, que es la razón decisiva, y de la que depende la anterior. Pero, de hecho, estas lecciones de Marx valen para todas las circunstancias sociales sean colectiva o individuales, porque todas, también las más íntimas, están determinadas en última instancia por los mecanismos directos o indirectos de producción de plusvalía, como hemos explicado en páginas anteriores. Aunque la clandestinidad es un recurso último, cualquier mujer oprimida sabe que debe guardar sus secretos propios –todo secreto personal lleva el germen de la clandestinidad– si no quiere ser aún más pisoteada. Y la confesión es la primera medida opresora contra el derecho al secreto y a la intimidad y por tanto, visto procesualmente, contra el último derecho/necesidad de la clandestinidad.
Son sólo dos ejemplos de una lista de secretos personales y colectivos tan inagotable como inagotable es la dinámica de opresiones que generan esas resistencias y los secretos que de ellas surgen. En una vida supeditada al dictado de la producción de plusvalía, todos los segundos están en función del rendimiento último. Que el tiempo es oro ya lo afirmó Franklim, y lo demostró Marx al teorizar sobre la economía del tiempo de trabajo, y luego Engels volvió a recordarlo. Se quiera o no admitirlo, estamos ante leyes objetivas que rigen por encima y en contra de la voluntad de la mayoría de los humanos. Pues bien, una de las formas de recuperar el tiempo propio y de reducir el tiempo burgués pasa por la larga práctica liberadora y crítica, que no egoísta e individualista, de holganza, indolencia, rechazo del trabajo, absentismo, sabotaje laboral, tanto en casa como en la fábrica o la escuela. En estos casos, el disimulo, la ocultación, el secreto es una necesidad imperiosa que fácilmente se torna en incipiente clandestinidad. Para evitar y/o derrotar estas prácticas de autodefensa casi instintiva y espontánea, mucho más frecuentes y hasta masivas de lo que sospechamos, el sistema patriarco-burgués ha desarrollado todo un sistema de vigilancia, coerción, etc., en el que la “credulidad” ocupa un lugar destacado.
Crédula es la persona que cree ligera o fácilmente. Cree que el sistema es eterno; que la institución matrimonial y familiar, patriarco-burguesa, la sexualidad masculina, etc., son eternas; que siempre han existidos pobres y ricos, etc. Cree que el marido y el patrón son buenos y que cumplen sus deberes y promesas, pero que pierden los nervios cuando nos comportamos más, etc. Cree que este sistema tiene mecanismos internos de mejora y de justicia, pero que son las personas individualmente aisladas e incomunicadas las responsables de que las cosas le vayan mal. O la suerte, o los dioses, o el paro, esa cosa que no sabe por qué existe pero lo padece directa o indirectamente. Cree que su marido o novio le insulta y le pega porque está nervioso, o ella le ha puesto nerviosos con alguna impertinencia, y que basta con hablar o ser paciente, para que vuelva a tranquilizarse. Cree que la huelga no es buena y que es bueno votar al centro derecha. Y hay que ser una persona muy crédula, suicida y peligrosamente crédula para creer en la inmoralidad del derecho a la resistencia y, sobre todo, del derecho/necesidad a la violencia defensiva.
¿Quiere decir esto que ser kantiano es una desgracia de los crédulos, una desgracia peligrosa y suicida? Sí y no. Sí para las masas oprimidas y no para las minorías opresoras. De todas las consecuencias que se derivan de esta tesis, ahora sólo podemos analizar una en concreto, dejando varias más para otro capítulo. La “credulidad” es un defecto porque desarma intelectual, psicológica y moralmente a la persona crédula ante la aplastante maquinaria de la alienación, la mentira, la propaganda y la falsedad del poder opresor. Es la indefensión ideal que antecede a y justifica la indefensión material. Pero es una indefensión ideal que ha sido previamente impuesta por muy feroces opresiones materiales, crudamente físicas, que con anterioridad han destruido y limitado al máximo la práctica humana de pensamiento crítico y creativo. La especie humana no es crédula ni por designio divino, ni por determinismo genético. Es una síntesis social de contradicciones entre la incredulidad necesaria para descubrir e investigar lo nuevo y la “credulidad” impuesta por las relaciones de poder. En el desenvolvimiento de esa síntesis social contradictoria, y siempre relacionado con la práctica material no directa ni personalmente contrastable, surge el problema de la credibilidad, que puede llegar a ser en algunos casos un defecto, pero no siempre.
La disputa entre la credibilidad y la “credulidad”, disputa permanente en la historia social del pensamiento humano, sólo se resuelve con la praxis, es decir, y en palabras de Marx cogidas de su “II y III Tesis sobre Feuerbach”:
“2. El problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa en torno a la realidad o irrealidad del pensamiento –aislado de la práctica — es un problema puramente escolástico.
“3. La teoría materialista del cambio de las circunstancias y de la educación olvida que las circunstancias las hacen cambiar los hombres y que el educador necesita, a su vez, ser educado. Tiene, pues, que distinguir en la sociedad dos partes, una de las cuales se halla colocada encima de ella. La coincidencia del cambio de las circunstancias con el de la actividad humana o cambio de los hombres mismos, sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”.
¿Qué relación existe, entonces, entre el entendimiento racional como práctica revolucionaria y la “credulidad”? Querámoslo o no volvemos al problema del kantismo y de todas las corrientes neokantianas posteriores que, con múltiples matices, están dentro de la Ética capitalista como lo está en su sociología mediante Comte, Durkheim y Weber, en su economía política, etc. Sabemos que Platón, Aristóteles y Nicolás de Cusa separaron el entendimiento y la razón. Sabemos que en Kant esta separación adquiere su justificación burguesa más acabada al hacer que el entendimiento dé forma al contenido sensorial, surgiendo como apariencia y no como esencia. Ésta, la esencia, es incognoscible en sí misma pese a que la razón vaya a avanzado contenidos limitados que nos remiten en última instancia a las ideas sobre la “cosa en sí”. Sabemos que Hegel avanza al borde de la crítica radical del pensamiento burgués, pero parándose justo en ese momento, ya que, para él, el entendimiento, el polo negativo de la dialéctica del conocimiento, debe ser enriquecido por el polo positivo. De esta forma, llega al borde de la unificación dialéctica del entendimiento y de la razón, pero no lo logra. La importancia de este paso cualitativo dado por Marx y Engels radica en que, a partir de ahí, no sólo lo subjetivo y lo objetivo, el entendimiento y la razón, para usar la vieja terminología idealista, quedan dialécticamente unidas en el conocimiento teórico, sino que, fundamentalmente, este conocimiento teórico debe ser verificado por el criterio de la práctica porque únicamente ella tiene la fuerza material suficiente para romper las cadenas de alienación, miedo y angustia que están dentro de la “credulidad”, siempre predispuesta a aceptar la mentira del poder antes que la verdad de la libertad.
Marx y Engels, como todos los marxistas posteriores, eran muy conscientes de las enormes dificultades que lastraban, frenaban y hasta impedían la praxis revolucionaria. Conforme ampliaban sus conocimientos iban desarrollando más su visión crítica y dialéctica del progreso humano, visión que reconoce e integra la derrota y el retroceso histórico, la catástrofe, en su visión general; y que ya estaba latente pero poco desarrollada en sus duras denuncias de la civilización burguesa en los llamados escritos de juventud. Pues bien, de un lado, la “credulidad” se basa en la primacía del entendimiento sobre la razón, rompiendo la unidad del conocimiento y primando sus vacíos idealistas. Se refuerza así el componente dogmático y unilateral del pensamiento, ya denunciado por Hegel. Hundiéndose en este agujero negro, el sujeto crédulo pierde cualquier atisbo de capacidad crítica e independiente aumentado su sumisión al poder. Y de otro lado, para salir de este cenagal absorbente es fundamental que el sujeto crédulo se libere del mundo de los muertos que oprime el cerebro de los vivos, pise la terrenalidad y la materialidad del mundo y, además de descubrir las tremendas contradicciones sociales, también decida constituirse él mismo en parte de las contradicciones, en fuerza material de liberación que ha asumido la dialéctica de los subjetivo y lo objetivo en la misma práctica revolucionaria.
Aquí la “credulidad” no sirve para nada, al contrario, es un freno reaccionario que debe ser superado inmediatamente porque es lo antagónico a la dialéctica tal como la definió Marx en 1873 en el “Postfacio a la segunda edición de El Capital”:
“El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una mistificación, no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho ponerla de pie, y enseguida se descubre bajo su corteza mística la semilla racional (…) Reducida a su forma racional –la dialéctica– provoca la cólera y es el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada”.
Volveremos al problema de la “credulidad” al detenernos en la máxima preferida de Marx: De omnibus dubitandum, y en especial cuando pongamos como ejemplo la incapacidad de la ética burguesa para resolver el problema de las relaciones entre los intereses capitalistas de máximo beneficio y la filantropía en cuanto mito ideológico que, ya desde la edad media con la caridad cristiana de la Iglesia, hasta las actuales formas de la burguesía para reducir su parte de impuestos a la Hacienda capitalista mediante las “donaciones de ayuda social”.
3.5. EL COMUNISMO COMO ASCENSO DEL SER-GENERICO AL UOMO TOTALE
Décima: “¿SU AVERSIÓN?��: “MARTIN TUPPER”.
Decimosegunda: “¿SU HEROÍNA?”: “GRETCHEN”.
Decimotercera:“¿SU PROFETA PREFERIDO?”: “ESQUILO. SHAKESPEARE. GOETHE”.
Decimocuarta: “¿SU PROSISTE PREFERIDO?”: “DIDEROT”.
Decimoquinta: “¿SU FLOR FAVORITA?”: “EL LAUREL”.
Decimosexta: “¿SU PLATO PREFERIDO?”: “EL PESCADO”.
Decimonovena: “¿SU COLOR FAVORITO?”: “EL ROJO”.
Las respuestas a este bloque de preguntas nos sirven para comprender mejor la naturaleza práctica de la ética de Marx. No duda en citar a un repelente poeta inglés como el mayor objeto de su aversión. Y tampoco duda en reivindicar a un esclavo revolucionario y a un científico como sus héroes. También reivindica a Gretchen, y a su esposa Jenny y a Laura. La cita a autores como Esquilo, Shakespeare, Goethe y Diderot nos indica, además de la profundidad de sus bases intelectuales y artísticas, también un componente básico de su concepción renacentista del ser humano. Esta característica ha sido y es resaltada por muchos autores, y es cierta. El modelo de uomo totale del Renacimiento no es sino una adecuación a las ciudades-Estado del norte de Italia del modelo de la Grecia clásica, aquella cuyos autores eran leídos por Marx y Engels en su propia lengua antigua. Sin embargo, ambos amigos sabían muy bien que el uomo totale renacentista debía ser completado si quería sobrevivir en el feroz capitalismo del siglo XIX, aunque el resultado de ese enriquecimiento no podía destruir los logros humanistas.
El hombre total debe ser, en la concepción marxista, una síntesis superior de todas las cualidades de los seres humanos parciales. Tengamos en cuenta que bajo el capitalismo el ser humano está roto, troceado y escindido. Ya en una obra tan temprana y por ello tan significativa como “Manuscritos de París” de 1844, Marx analiza roturas tan profundas como, primera, la alienación del ser humano con respecto al producto de su trabajo; segunda, la alienación en la misma actividad productiva; tercera, la alienación del “ser genérico” del ser humano; cuarta, la alienación del ser humano con respecto a otro ser humano y, quinta, la alienación ideológica. Aunque en las obras posteriores Marx amplia y mejora su teoría, sobre todo en la crucial crítica de la economía política burguesa, en ningún momento de su intensa y extensa obra renuncia a la teoría de la alienación. Al contrario, la enriquece. La reunificación de las partes y trozos del ser humano va lográndose durante la superación de sus alienaciones concretas. El uomo totale resulta de ese proceso, pero también lo impulsa como ideal que, aun de forma mistificada, hunde parte de sus raíces en el pasado preclasista aunque adquiere su primera forma histórica concreta en la Grecia clásica, luego en el Renacimiento italiano y a partir de ahí en el proceso ascendente de la cultura burguesa progresista representada en los autores que cita Marx.
La reunificación es sólo una parte del proceso totalizador porque la otra parte es la aparición de un hombre nuevo, del que Che Gebara sólo pudo apuntar algunas de sus características básicas porque, en cuanto dialéctica humana, es en sí misma inacabable, infinita mientras perviva nuestra especie. Ahora bien, dentro de la historicidad que analizados, hay fases cualitativas que corresponde, en primer lugar, a las determinaciones objetivas insalvables impuestas por los modos de producción y, en segundo lugar, a las determinaciones objetivas impuestas por el origen histórico de la propiedad privada de las fuerzas productivas, empezando por el descenso y la desnaturalización de la mujer a simple fuerza sexo-económica de trabajo material y simbólico explotada por el patriarcado. Por tanto, siguiendo con esta perspectiva, todo lo relacionado con el uomo totale ha de ser visto en el braudeliano tiempo largo, por no decir larguísimo, ya que las raíces se hunden muy profundamente en el pasado del dolor y del sufrimiento de nuestra especie. Durante este largo devenir tanto las morales concretas y enfrentadas como las reflexiones éticas sobre esas morales, a la fuera e inevitablemente guardan relación directa con las contradicciones antagónicas impuestas por y desde la aparición de la propiedad privada. Pero, a la vez, con la práctica social colectiva de buscar una mejora directamente palpable en las condiciones de vida. Mejora no sólo en la alimentación sino, a partir de un determinado nivel de satisfacción de las necesidades básicas, también del placer.
El uomo totale, parcialmente reflejado por Esquilo, Shakespeare, Goethe, Diderot y tantos otros admirados por Marx y Engels, sobre todo Spartacus y Kepler, como veremos, es un ser humano que no sólo se preocupa por su estómago sino, además, por su cuerpo, su gusto estético, su creatividad, sus relaciones, su amistad y su amor, su placer y, también y ante determinados problemas sobre todo, por su conciencia revolucionaria y su visión del mundo. Aunque esta segunda parte –la coherencia ético-polítca– la hemos analizado antes en lo relacionado con la lucha, y lo analizaremos inmediatamente después, y ahora vamos a centrarnos en el problema del placer, sí hay que adelantar, primero, que existe una tensión positiva entre placer y conciencia revolucionaria, y, segundo, que sólo creando una concepción materialista y humanista del placer podemos entender algo tan decisivo como el concepto de necesidad.
En la muy importante carta de Engels a Piotr Lavrov del 12 – 17 de noviembre de 1875, hace una crítica premonitoria de lo que luego sería la ideología socialdarwinista y neoliberal burguesa, una vez vuelta a la sociedad tras su paso por el reino animal:
“Toda la doctrina darwinisrta de la lucha por la vida no es más que una transposición de la sociedad a la naturaleza animada, de la doctrina de Hobbes sobre el bellum omnium contra omnes (la guerra de todos contra todos) y de la doctrina económico-burguesa de la concurrencia, unidas a la teoría demográfica de Malthus. Una vez ejecutado este truco de prestidigitación (…) se transponen de nuevo esas mismas teorías de la naturaleza orgánica a la historia y entonces se pretende que se ha demostrado su validez en tanto que leyes eternas de la sociedad humana”.
No se puede negar la tremenda actualidad de esta crítica. Pero ahora estamos en otro debate y no es un estudio histórico del actual neoliberalismo como forma contemporánea de la ideología genético-estructural de la burguesía que nos remite, pasando por Malthus, a Adam Smith, como hemos visto en el capítulo primero al estudiar la mercancía, la plusvalía y la ley del valor-trabajo como bases ontológicas, epistemológicas y axiológicas, respectivamente, de la Ética capitalista.
Pero la importancia de la carta, además de esta cita frecuentemente “olvidada” en el debate actual sobre el neoliberalismo y también sobre el postmodernismo, radica en varias cuestiones más de entre las que ahora sólo recogemos una de ellas, la del placer; y más adelante volveremos a otra, la de la necesidad del odio y su relación con el “instinto social”. En el parágrafo nº 4, Engels se extiende así:
“La diferencia esencial entre la sociedad humana y la sociedad animal es que los animales, en el mejor de los casos, recogen, mientras que los hombres producen. Esta diferencia, única, pero capital, basta para impedir la pura y simple transposición de las leyes de las sociedades animales a las humanas (…) en determinado estadio, la producción humana alcanza un grado tal que no solamente produce las cosas necesarias, sino también los placeres superfluos, si bien al principio exclusivamente para una minoría. La lucha por la vida –si concedemos por un momento algún valor a esta categoría– se transforma por consiguiente, en una lucha por los placeres, y no como simples medios de existencia, sino como medios de desarrollo que están producidos socialmente, y en este nivel ya no cabe aplicar las categorías del reino animal. Pero si ahora, como es el caso, la producción en su forma capitalista produce una cantidad de medios de existencia y de desarrollo muy superiores a lo que la sociedad capitalista puede consumir porque mantiene artificialmente a la gran masa de productores reales a distancia de estos medios de existencia y de desarrollo; si esta sociedad está obligada por la misma ley de su existencia a aumentar continuamente esta producción que ya es excesiva para ella, y en consecuencia debe destruir periódicamente, cada diez años, no sólo una masa de productos, sino también de fuerzas productivas, ¿qué sentido puede tener seguir hablando de “lucha por la vida”? En tal caso, la lucha por la vida sólo puede consistir en lo siguiente: que la clase productora arrebate la dirección de la producción y del reparto de los bienes de las manos de la clase a quien hasta ahora ha estado confinada, pero que es incapaz de realizarlo, y eso no puede ser más que una revolución socialista”.
Muchos son los aspectos importantes de esta cita. En síntesis, define el antagonismo entre los diversos pero unitariamente básicos hedonismos de las éticas dominantes, desde los griegos hasta ahora, y la ética marx-engelsiana. Los primeros se caracterizan por despreciar o no valorar suficientemente la esfera de la producción, centrándose en la de la circulación, es decir, en la de los bienes que producen placer, y siempre desde el individualismo de las clases dominantes. Incluso entre las mezclas tan frecuentes de hedoniosmo y utilitarismo, desde Bentham y Mill en adelante, la producción social y sobre todo la propiedad privada de las fuerzas productivas está menospreciada o ausente del todo. También lo está, como no podía ser menor, en la corriente idealista inglesa representada por G. E. Moore y su “Ética” (Labor 1989), que se mueve en el reino de la indefinición última de conceptos fundamentales como “bien” o “mal”, de modo que, al final, la solución se encuntra o bien en las emociones o bien e una opción tpica del análisis lógico. Basta lee su capítulo 5: “resultado de las pruebas de lo justo y lo injusto”, para darse cuenta de ello, y también para certificar su distancia –su oposición práctica a– de Engels.
La segunda, la marxista, insiste, como hemos visto, en que los placeres, primero, son una construcción social sobre unas bases biológicas objetivas; segundo, por ello, son inseparables de la evolución de las fuerzas productivas y de las contradicciones sociales, cuando estas existen; tercero, en este marco, más la influencia de la base biológica, los placeres se convierten en medios de desarrollo humano-genérico; cuarto, por ello mismo existe una lucha por los placeres porque existe una lucha por el poder de producción; quinto, por tanto, los productores deben poseer los medios de producción para mejorar cualitativamente su desarrollo mediante la producción de placeres superiores cualitativamente, y sexto, que la revolución socialista no tiene futuro si no integrar esta concepción materialista del placer como medio de desarrollo humano a la vez concreto y genérico.
Ahora bien, ¿qué es el placer? Aunque más adelante nos extenderemos al respecto por la importancia de esta respuesta, sobre todo en lo que concierne a las relaciones entre el placer y la felicidad, por un lado, con la entropía y la segunda ley de la termodinámica, y el proceso que va de la ley del mínimo esfuerzo a la ley de la productividad del trabajo, y sus contradicciones y encorsetamientos bajo la dictadura inhumana de la ley del valor-trabajo en el capitalismo, por otro; aunque lo haremos, ahora sí queremos resaltar el que incluso autores de la calidad de E. Fromm, en modo alguno profundizan tanto como Engels en esta carta. En su libro “Ética y psicoanálisis” (FCE 1992) no hace ninguna sola referencia a las relaciones del placer con y dentro de la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, si bien tiene el mérito innegable de adelantar unas definiciones de la felicidad que asumimos:
“La felicidad es la indicadora de que el hombre ha encontrado la respuesta al problema de la existencia humana: la realización productiva de sus potencialidades siendo simultáneamente uno con el mundo y conservando su propia integridad. Al gastar su energía productivamente, acrecienta sus poderes, “se quema sin ser consumido””.
Arriba hemos visto la importancia de comprender la economía del tiempo de trabajo –el tiempo es oro — y ahora, tras la cita de Engels, vemos que la productividad del gasto energético tiene, según Fromm, directa relación con la felicidad y el placer. En el fondo, nos encontramos ante el problema crucial del control humano de la entropía, del desgaste y disipación de la materia y de la energía como la tendencia más probable de los procesos, mediante, en el ámbito social, el aumento de la productividad del trabajo humano y el desarrollo creativo del método científico-crítico. Aquí debemos introducir el papel liberador de la cultura humana como producción y administración colectiva de los valores de uso. Puesto ya en este marco, el placer y la felicidad sí aparecen como lo que son, medios de desarrollo cualitativo humano producidos socialmente por los productores autoadministrados. Obviamente, la definición de placer y de felicidad que subyacen a esta segunda interpretación, no tienen nada que ver con las interpretaciones hedonistas ni tampoco con los conceptos a uso del placer, dictados por la ideología patriarco-burguesa.
Un uomo totale que enarbola la bandera roja de la revolución, que asume el símbolo de la iniciativa, de la ofensiva, de la acción hacia delante destinada a tomar el cielo por asalto, sin esperar a que dioses o grandes hombres, reformadores o la simple espera agradecida al destino, consiga el sueño eterno pero hasta ahora no conseguido de conquistar el comunismo. Los cristianos tienen a su dios para lograrlo, a la espera de que él lo desee, cosa que hasta ahora nunca ha sucedido ni sucederá. Los comunistas tenemos el rojo de las masas revolucionarias.
3.6. SPARTACUS: UN PASADO PRESENTE EN LA REVOLUCION ACTUAL Y FUTURA
Decimoprimera: “¿SU HÉROE?”: “SPARTACUS. KEPLER”.
¿Qué podía significar Spartacus (113−71 adne) para Marx teniendo en cuenta que no sólo habían transcurrido casi dos mil años de historia sino que, fundamentalmente, ambos personajes estaban distanciados por dos modos de producción tan distintos como el esclavista y el capitalista? ¿O es que hay algo que se mantiene por debajo de esas diferencias de manera que Spartacus, que dirigió una guerra revolucionaria de los esclavos contra los amos romanos, siendo vencido al final no tanto por la superioridad militar romana sino por desunión de los esclavos? ¿Qué podía encontrar Marx de positivo para la lucha revolucionaria de la clase obrera industrial en las decisiones colectivistas y de justicia social aplicadas por los esclavos spartaquistas, que según muchos datos llegaron hasta atraer a sectores de campesinos, trabajadores urbanos y artesanos romanos libres empobrecidos y explotados, causando pánico en la clase dominante romana? ¿Qué aportaciones puede dar al socialismo moderno la decisión de Spartacus de suprimir el oro y la plata, de imponer precios moderados y asequibles para los artículos de consumo, de desarrollar una forma de vida que primaba la calidad humana antes que lo que hoy llamaríamos consumismo, y que ya en esa época, desde la Segunda Guerra Púnica, imperaba en las clases ricas romanas; de buscar la cohesión internacionalista entre galos, germanos, helenos, italianos, sirios, tracios, africanos, etc.; de mantener vivos a los prisioneros romanos de modo que al ser derrotados los esclavos las legiones de Craso encontraron 3000 romanos en el campamento de Spartacus; de atraerse el apoyo de las clases libres trabajadoras romanas intentando acabar con las venganzas y saqueos de los esclavos enfurecidos; de armar a todos los esclavos liberados enseñándoles a luchar contra el poderoso ejército romano, etcétera?
En síntesis, ¿qué pueden significar para hoy como para el pasado y el futuro, las profundas sensaciones de pánico y terror que los rebeldes esclavos liderados por Spartacus causarion entre las clases esclavistas? ¿Qué reflexiones ético-morales sobre la “libertad de todos” pueden provocarnos? ¿Debemos hacernos la pregunta “libertad para qué”, “para explotar a los otros individuos”, como se las hace L. Geymonat en “La Libertad” (Edt. Venceremos )? O la inversa ¿qué pueden significar ahora las profundas sensaciones de placer y felicidad, de tranquilidad por poder comer y dormir, de los esclavos armados y expropiadores de las tierras y riquezas de los amos? La libertad de los esclavistas era incompatible con la libertad de los esclavos, como lo es la libertad de los burgueses frente y contra la libertad de los proletarios.
Obviamente, no podemos responder aquí a estas y otras preguntas pese a su interés, pues lo iremos haciendo en las paginas siguientes, por lo que vamos a resumir muy apretadamente cinco grandes reflexiones. La primera versa sobre la ética práctica y el derecho/necesidad de la rebelión violenta de los explotados tras dos mil años de historia, según este ejemplo concreto. ¿Qué otra cosa podían hacer? Las luchas desesperadas de los explotados se habían producido desde hacía mucho tiempo, y la rebelión dirigida por Spartacus era una más, muy importante, pero una más. También había habido revueltas violentas de los campesinos, trabajadores urbanos y artesanos libres romanos, pero los esclavos –sobre todo las esclavas– eran la base sobre la que descansaba la pirámide de explotación esclavista romana, y por ello sufrían todas las consecuencias y carecían de prácticamente todos los derechos. La violencia aparecía en esta situación no como un derecho, que les era explícitamente negado, sino como una pura y cruda necesidad de supervivencia humana. Y, desde la perspectiva esclava, en cuanto necesidad de supervivencia era por ello mismo un derecho inalienable. Para ellos era un derecho/necesidad y una necesidad/derecho, aunque desconociesen estos conceptos y la filosofía dialéctica que los envuelve y emplea. Llegados a este punto crucial, pierden sentido el resto de disquisiciones sobre derechos en abstracto y alternativas pacíficas posibles destinadas a evitar el uso de la violencia defensiva.
La segunda reflexión comienza aquí, en saber porqué se define a esta violencia como defensiva. Es cierto que los esclavos tomaron la ofensiva y la mantuvieron siempre que pudieron. También es cierto que, en otros momentos, Spartacus logró convencer a sus lugartenientes que era mejor permanecer a la defensiva en zonas seguras. Pero estos cambios tácticos entre el ataque y la defensa corresponden al arte y estrategia militares. El problema es otro, es ético-político y consiste en saber –no en creer — quien tiene la razón y la justicia histórica. Para los amos, la sublevación esclava fue un ataque, una ofensa, una agresión a sus derechos. Para los esclavos fue un acto de defensa ante una injustificable agresión exterminadora. Antes de que se les unieran trabajadores romanos, la inmensa mayoría de ellos eran extranjeros, habían sido invadidos en su propio país, derrotados militarmente y llevados por la fuerza bruta y brutal a un país extraño para ser allí sobrexplotados en condiciones inhumanas hasta la muerte. El grueso de los esclavos, por lo que se sabe, quería volver a su nación, aunque todo indica que Spartacus pensaban crear un Estado libre y hasta en liberar toda la península italiana. Militarmente, tomaron varias veces la ofensiva y atacaron ofensivamente a los opresores, pero en lo decisivo, en la razón histórica de su violencia ésta era defensiva y justa, de autodefensa colectiva, con un determinante contenido de liberación etno-nacional y, por supuesto, de género, ya que las esclavas eran también beneficiadas por esa lucha. Luchaban por algo material pero simbólico, por recuperar lo que sabían que era suyo y les había sido arrebatado por los invasores romanos. Tenemos ya, por tanto, un primer criterio para enjuiciar lo que es la razón histórica que justifica la violencia defensiva, por dura que sea.
La tercera reflexión comienza también aquí, en saber relacionar el derecho/necesidad y la razón histórica de la violencia justa con la definición de progreso humano. Para los esclavos condenados a ser gladiadores, la vida quedaba reducida a escasos combates. Se salvaban muy pocos, los muy buenos y siempre que fueran sumisos hasta la humillación delante de sus amos. Conocemos las inhumanas condiciones de los esclavos en aquellos siglos en los que todavía eran abundantes y a las legiones romanas les resultaba fácil llenar de bestias humanas los mercados de Italia. En esta situación, cualquier mejora en las condiciones de vida era algo gozoso e increíble por la simple razón de que disminuía el dolor y, aunque poco, aumentaba el placer. Ya se tratase de un poco más de comida, de menos azotes, de algo más de descanso y sueño, lo que fuera, eso poco era una inmensidad. Como veremos al analizar más en detalle la relación entre la lucha revolucionaria y la felicidad humana en el capitalismo, y sin caer en filosofías hedonistas ni utilitaristas, definir el progreso humano exige comparar en cada marco sociohistórico la distancia entre el dolor y el sufrimiento humano y la capacidad social existente ya en ese momento además de la potencial activable con otras políticas socioeconómicas, para reducirlos y aumentar el placer. La violencia defensiva de los esclavos redujo sus sufrimientos y aumentó su calidad de vida y un ejemplo de ello lo tenemos en que sus conquistas materiales convencían no sólo a otros esclavos sino a trabajadores libres empobrecidos y explotados, y otro lo tenemos en la feroz resistencia que presentaron para no volver a caer en la esclavitud. 6000 de ellos fueron crucificados, y que ninguno delató Spartacus, que no fue apresado. Aparentemente y en primera instancia la rebelión fue aplastada y ahogada en sangre, y las cosas volvieron a ser como antes.
La cuarta reflexión comienza precisamente a partir de esta derrota terrible, y consiste en saber si en realidad fue una derrota estratégica para los esclavos o no. Es cierto que la esclavitud continuó y que se necesitarían mucho siglos hasta su desaparición, pero no es menos cierto que al poco tiempo los romanos empezaron a suavizar las condiciones de explotación, y a conceder determinados derechos a muchos esclavos inconcebibles antes de las grandes rebeliones y guerras esclavas. Las razones que explican esta democratización parcial y relativa son complejas y atañen, entre otras cosas, a la reducción drástica del número de esclavos y al aumento de su precio, pero también a la que los amos se dieron cuenta que era mejor conceder algunos beneficios que desactivasen la presión y permitiesen ciertos niveles de integración. Al fin y al cabo, desarrollaron y aplicaron a Roma lo que Aristóteles había recomendado a los oligarcas atenienses que hicieran con los ciudadanos empobrecidos y explotados. Pero los efectos positivos fueron mayores aún visto a escala histórica y, sobre todo, desde la perspectiva de las masas explotadas que desde entonces hasta bien entrado el siglo XIX de nuestra era, seguía creyendo en que surgirían líderes individuales como Spartacus y otros, e incluso reyes vengadores, bandoleros buenos, monjes, ermitaños y hasta niños y doncellas milagrosas –Juana de Arco– que les dirigieran en sus ruegos, peticiones, quejas, protestas, motines, revueltas, sublevaciones y hasta revoluciones.
La aplastante derrota de los esclavos en el año 71 adne plantea una cuestión crucial como la de la misma posibilidad histórica real de victoria: ¿era objetivamente posible que los esclavos revolucionasen el esclavismo y avanzaran hacia otro sistema de producción en el siglo I adne? Entonces no. Incluso en los siglos IV y V, cuando se hundió el imperio romano de occidente, las grandes luchas esclavas, campesinas, nacionales y los grandes espacios liberados de las legiones romanas, apenas pudieron asegurar tiempos de libertad hasta la llegada de las criminales legiones a reinstaurar el orden podrido. Tuvo que unirse la llegada de los llamados bárbaros con las luchas internas y el caos casi total de la economía imperial con la despoblación urbana, para acabar con el Imperio. Pero esto no resta un ápice a la grandeza ético-moral y a los logros conquistados en 73 – 71 adne, como tampoco a las conquistas menores y relativas obtenidas posteriores, y menos aún al impacto en la memoria y tradiciones de las masas trabajadoras a lo largo modos de producción basados en la propiedad privada. De hecho, una de las obsesiones de todos los poderes opresores siempre ha sido borrar y exterminar la memoria de lucha de las masas, una de las insistencias de éstas es conservarla, y una de las primeras medidas de los nuevos poderes liberadores es recuperar la memoria de los antiguos luchadores. ¿Por qué? La respuesta nos conduce en directo al debate ético-político de las formas de validación histórico-práctica de la violencia defensiva de las masas oprimidas en general, y de sus formas concretas en particular.
La quinta y última reflexión, también la más extensa, se inicia en este momento, cuando tras las cuatro reflexiones anteriores podemos y debemos preguntarnos sobre ¿por qué tanto reconocimiento implícito o explícito a la perduración de la memoria de lucha? ¿Por qué tanto esfuerzo para acabar con ella, para que las masas olviden la historia de la violencia defensiva de sus propios padres y hermanos y hermanas mayores, y hasta de sus propios abuelos y abuelas? ¿Qué fuerza misteriosa tiene la memoria de lucha parta que sea objeto de tanta persecución? Más aún. ¿Tiene ello algo que el sempiterno problema de los criterios de valoración de la efectividad práctica de la autodefensa de las masas?
Marx era consciente de esta relación y además la asumía no sólo por su romanticismo revolucionario, otro elemento de su concepción, que también, sino además por su contenido praxeológico y ético-político. En efecto, como hemos visto pero es conveniente recordarlo ahora, por debajo de la realidad capitalista subsiste una explotación previa, la de las masas trabajadoras en cuanto seres humanos directamente negados en su esencia sociohistórica, y a pesar de los 2000 años transcurridos, la lucha de Spartacus enlazaba con la lucha de los mineros ingleses de 1863, en Durnham, por ejemplo, en algo tan elemental como el disponer o no de buenos sitios para dormir, para descansar, para estudiar, para amar. Ahora mismo, y salvando las distancias, la moderna esclavitud de las ETTs, de la explotación infantil y de las mujeres, del trabajo negro y sumergido, de la trata de mujeres y el tráfico de emigrantes, estas y otras prácticas recuperadas por el capitalismo más moderno, nos traen a la memoria las lecciones ético-políticas praxeológicas y de Spartacus. Solamente los desalmados e ignorantes pueden negarlas.
Los recuerdos de las luchas sostenidas contra esta explotación y de los conquistas logradas, aparecen en la memoria de las masas como hitos que demuestran que luchar es posible, y que si se lucha es posible mejorar la situación. Y en determinadas circunstancias lo posible se hace probable y entonces, y según las contradicciones, luchar por lo probable va avanzando de ser una necesidad abstracta a ser necesidad concreta y urgente, una necesidad ético-política. Naturalmente, aquí interviene tanto el llamado factor subjetivo, la conciencia y la voluntad de lucha de las masas, como el sistema de autoorganización interna de lo subjetivo, que es la organización política revolucionaria, ella misma un factor objetivo desde el momento en que, dentro de las masas, potencia su fuerza material emancipadora. Pero aquí no podemos trata esta vital cuestión, simplemente nombrarla e insistir en que ella misma es también una parte sustancial de la fuerza ético-política.
Llegado ya a este nivel de acumulación de memoria práctica, de memoria de lucha, de capacidad contrastada para volver a aplicar la violencia defensiva como ultima ratio, en este nivel, el opresor, el que fuera y en el nivel concreto de problemática que queramos citar, en este nivel, se lo pensará dos y hasta muchas veces antes de endurecer sus posturas. E incluso se paralizará por el miedo, y se dividirá y hasta se romperá su unidad y coherencia interna. Muy difícilmente los oprimidos hubieran llegado a disponer de tantas fuerzas y ventajas, al margen de otros factores, de no haber acumulado paciente y heroicamente una caudal histórico de advertencia, de aviso, de demostración de fuerza, hábito, tradición, costumbre, decisión y facilidad de pasar a la lucha más decidida en defensa de sus derechos y en conquista de sus necesidades. En sentido general, esta experiencia incumbe a prácticamente la totalidad de las personas oprimidas, analizadas colectiva e/o individualmente. Los ejemplos abundan por donde se mire, y hemos preferido recurrir a estas significativas palabras de Engels en “El papel de la violencia en la historia” de 1888, para hacernos una idea exacta de la transcendencia de lo que tratamos. Engels estudia la situación de 1870 – 71 en Europa y en concreto la guerra franco-alemana, y afirma:
“París capituló, pagó 200 millones de contribución de guerra; los fuertes fueron entregados a los prusianos; la guarnición depuso las armas a los pies de los vencedores y entregó su artillería de campaña; los cañones de las fortificaciones fueron desmontados de las cureñas; todos los medios de resistencia pertenecientes al Estado fueron entregados uno a uno. Pero no se tocó a los verdaderos defensores de París, la guardia nacional, el pueblo parisino en armas; nadie se atrevió a exigirle sus armas ni sus cañones. Y para anunciar al mundo entero que el victorioso ejército alemán se había detenido respetuosamente frente al pueblo armado de París, los vencedores no entraron en la ciudad, se contentaron por ocupar durante tres días los Campos Elíseos –¡un jardín público!– ¡en que se hallaban vigilados y bloqueados por centinelas de los parisinos! Ningún soldado alemán entró en el Ayuntamiento de París, ninguno pudo pasear por los jardines y los pocos, que fueron admitidos al Louvre para admirar las obreras de arte, hubieron de pedir permiso para ello, a fin de no violar las condiciones de la capitulación. Francia había sido derrotada, París se moría de hambre, pero el pueblo parisino se había ganado con su glorioso pasado tal respeto que ningún vencedor se atrevió siquiera a exigir su desarme, ninguno tuvo el valor de entrar en sus casas para hacer un registro y profanar con una marcha triunfal esas calles, campo de batalla de tantas revoluciones”.
Y esta es ya la primera victoria práctica de la violencia defensiva, dicho en forma positiva, haber acumulado suficiente respeto como para impedir que el opresor u opresores de turno ataquen y empeoren las condiciones de vida y de opresión. Es, desde luego, una victoria insegura y que exige que en todo momento, en cada conflicto, las masas oprimidas mantengan su meritorio prestigio de indómitas y rebeldes porque a la primera muestra de acomodamiento, cansancio, duda o miedo, el poder opresor, el que fuere, pasa a la ofensiva o redobla sus ataques. No existe ningún problema humano individual o colectivo que no haya pasado alguna vez por una situación así a lo largo de su existencia. Dicho en forma negativa, se trata de haber introducido el suficiente miedo en el opresor para que este dude de atacar o se paralice incluso ante el avance liberador de las masas oprimidas. Lógicamente, este enunciado negativo, también se cumple en los casos colectivos e individuales. Desde una mujer golpeada, maltratada o simplemente despreciada a diario, hasta una guerra revolucionaria de liberación nacional pasando por una huelga obrera o por una sentada pacífica y no violenta en una acción cívica, en estos y en todos los restantes casos, puede llegar a ser decisivo para la victoria de las masas oprimidas haber acumulado el prestigio suficiente, el haber demostrado su indómita personalidad y el haber amedrentado al opresor.
Pero hacerse respetar, aun siendo vital por la razón que diremos, es insuficiente porque puede llevarnos al acomodamiento y a la integración/desintegración en el sistema explotador. Antes de entrar a esta segunda cuestión, es imprescindible hacerse respetar porque, primero, indica que se ha mantenido una lucha anterior, que se tiene una personalidad fuerte y valiente, que no es un sumiso y un pusilánime, y todos estos son valores, para la ética marxista, de un crucial contenido ético-político; y segundo, porque indica que, lo más probable, ese respetable colectivo o persona individual, ha aprendido de sus fracasos y sobre todo de sus victorias, que es consciente de lo que puede perder y de lo que ya ha ganado si mantiene viva su voluntad de no dejarse avasallar. Vivir libre siempre es una victoria, y esta conquista sólo la saborean quienes están dispuestos a los más duros sacrificios para mantener o para conquistarla, y así lo demuestran cotidianamente. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de la gente sólo se cerciora de esta verdad objetiva cuando ha perdido su libertad, del mismo modo que sólo apreciamos la salud cuando sufrimos la enfermedad, y apreciamos el agua cuando padecemos sed. Únicamente deja de ser esto una verdad objetiva cuando nos hemos alienado, cuando hemos perdido tanto nuestras facultades humanas que nos encontramos cómodos en el dolor, pasivos en la miseria y complaciente con el opresor. Aquí debemos recurrir a un componente decisivo en todo problema ético-político como es el tema de la organización revolucionaria y sus varias funciones en los temas que estamos tratando, pero por la importancia que damos a este aspecto lo analizaremos en un capítulo específico.
Sin embargo, como decimos, quedarnos en esta fase es correr un serio riesgo porque un poder opresor mínimamente astuto –los intelectuales de izquierda tienen a menospreciar y subestimar la capacidad de adaptación del poder opresor– suele tener instrumentos de integración/desintegración de las luchas de las masas oprimidas, sobre todo cuando no puede acabar con su coherencia y unidad y promueve la división, el abandono de la lucha por parte de un sector y su aceptación del orden establecido tras haberlo reformado superficialmente. Si el poder opresor, el que fuera, desde el marido hasta el patrón, pasando por el Estado nacionalmente opresor, o los tres a la vez, inicia una campaña de promesas, de reformas aparentes e incluso de cambios de algún calado, en una situación así, nada extraña en la historia de los conflictos individuales y colectivos, la parte oprimida no puede limitarse a hacerse respetar sino que debe aumentar sus presiones siempre por delante de las falsarias promesas del opresor, y sobre todo de sus oportunistas reformas. La razón es muy simple de entender. El hacerse respetar, siempre necesario, va quedando arrinconado como método cuando se agudizan las contradicciones, cuando el poder opresor idea nuevas salidas a su crisis y, obviamente, sólo comunica una parte muy reducida de esas medidas a las masas oprimidas. La mentira y la ocultación de los objetivos verdaderos van unidas a una mezcla cínica e interesada de amenazas y advertencias contra los más conscientes junto a halagos y loas a los oportunistas, reformistas y cansados de entre los oprimidos, que siempre existen.
Si en estas condiciones, los oprimidos se limitan a mostrar sus fuerzas, sin acrecentarlas, sin ampliarlas y sin aumentar sus aliados mediante el convencimiento práctico de que sólo el pueblo trabajador puede resolver la crisis, si comete este error tan frecuente en el comportamiento reformista, entonces no sirve de nada el hacerse respetar, que se ha convertido en una simple pose, en algunas manifestaciones cada vez más aburridas y menos movilizadoras. En esta situación, el hacerse respetar retrocede hasta quedarse en un simple recuerdo añorante de glorias pasadas, mientras que en el presente se va ya por detrás del poder, aceptando uno a uno sus proyectos y decisiones, aunque con ligeros cambios que sirven para legitimar al sector reformista y desmovilizador. Mientras degenera y se estanca la lucha popular, se incrementa proporcionalmente la tendencia sustitucionista, la de primar la negociación con el poder, el burocratismo interno y la paulatina aceptación del orden imperante, embellecido con lazos democráticos. Insistimos en que este proceso tan triste y desmoralizador, se vive o mejor decir se malvive en todos los conflictos una vez que han llegado a un alto grado de antagonismo.
Llegamos así al punto crucial en esta quinta reflexión, a saber, el método de valoración de la efectividad última de la violencia defensiva de las masas oprimidas, o de las personas individualmente consideradas. Hablamos de efectividad última, es decir, de los resultados definitivos de la lucha sostenida, no sólo de los resultados transitorios que deben ser analizados como partes del proceso general. Hemos visto en el capítulo dedicado al contenido mercantil de la Ética capitalista, cómo sus determinantes de valoración están impuestos objetivamente, al margen de la voluntad subjetiva, por el dictado de la mercancía como expresión absoluta de lo humano-burgués, y hemos visto, además, que el desenvolvimiento de la Ética capitalista está marcado por su dependencia irracional hacia la irracionalidad superior y genético-estructural de la mercancía, y, para concluir, que este cosmos de egoísmos enfrentados hasta el mutuo despedazamiento sólo puede sobrevivir gracias a la disciplina feroz que impone la ley del valor-trabajo a unos –los más débiles– en detrimento de los más fuertes, los propietarios de los medios de producción y la fracción burguesa dominante en el bloque de clases dominante, de modo que, como síntesis, la Ética capitalista es la legitimación de esta escabechina permanente desde y para la lógica de la acumulación ampliada.
Desde esta perspectiva, comprendemos que el dicho de ‘si bis pacem parabellum’ surge de la experiencia acumulada durante generaciones sometidas a la explotación y, también, de la conciencia de las clases dominantes de que si querían y quieren mantener su poder han de prepararse para defenderlo. Defenderlo, en primer y decisivo lugar, de sus ¡propios explotados y en segundo lugar, de otros competidores internacionales, de otras potencias opresoras. Spartacus no hubiera sobrevivido un día si no hubiera aplicado ese dicho, como no hubiera sobrevivido ninguno de los procesos de emancipación habidos antes y después. Lo que ocurre es que el principio “si quieres la paz prepárate para la guerra”, está redactado por las clases dominantes, que hablan de paz cuando ellas mismas producen las guerras. Realmente el principio ha de ser: “SI QUIERES JUSTICIA PREPÁRATE PARA LA GUERRA”. En la práctica este es el principio –inseparable de la definición de justicia por los explotados y por ello inaceptable por las clases explotadoras–, y nunca otro aunque el capítulo posterior veremos cómo este principio no exige ciega ni dictatorialmente la guerra, al contrario, está pensado para, en primer lugar, llegar a la libertad minimizando las posibilidades de la guerra y, en segundo lugar, si hay guerra, que sea lo menos cruel y lo más corta posible. Spartacus, por lo que sabemos, siguió este principio. Su derrota no anula su validez, puesto que confirma que no lo aplicó –no pudo, objetivamente — del todo. Recordemos en este sentido que la crítica de Marx a la Comuna de París de 1871 consistió en que no fue coherentemente radical.
Dado que en todo problema ético –y por tanto político, desde el marxismo– la violencia defensiva contra la explotación, la opresión y la dominación, según hemos visto en un capítulo anterior, es una posibilidad siempre presente que deviene probable con relativa facilidad y que asciende hasta ser lucha de liberación individual y/o colectiva en determinadas circunstancias, dado este proceso, no se puede responder a la cuestión crucial que aquí analizamos –el método de valoración de la efectividad última de la violencia defensiva– sin hacer hincapié en la dialéctica de lo individual y de lo colectivo porque, desde su origen en la Grecia clásica, la Ética ha respondido a la necesidad de aplacar las dudas de los hombres de las clases explotadoras sobre la licitud de sus privilegios, y en estas disquisiciones y en el posterior desarrollo la individualidad juega un creciente papel, aunque nunca hasta llegar a ser absoluto aniquilando la función rectora de lo colectivo, en la medida en que las masas explotadas han ido creando una conciencia propia colectiva e individual opuesta a la de la minoría opresora. El menosprecio de la dialéctica individuo/colectivo ha llevado a prácticas inhumanas por clases explotadoras y castas burocráticas, y a posturas pasivas e indiferentes frente a la explotación, por ello inhumanas, desde el individualismo absoluto.
El correcto uso de las categorías propias de la dialéctica individuo/colectivo es fundamental en todas las luchas. Cuando la resistencia individual, la que fuere, se endurece y cuando personas a su alrededor, desde familiares, hijos, amigos, hasta vecinos y compañeros de trabajo, terminando con el resto, son afectados en diversos grados de tensión afectiva, personal, y hasta económica y social, situaciones muy frecuentes en divorcios, enfermedades largas y graves, paro estructural, relaciones de injusticia interpersonal, etc.; en estos casos tan frecuentes, es imprescindible dominar el uso de esa dialéctica para poder valorar la efectividad de la lucha de esa persona. Significativamente, la burguesía ha creado un amplio ejército represor y disciplinador formado por especialistas en psicología, psiquiatría, psicoanálisis, sexología, familia, pedagogía, religión, abogacía, criminología, delincuencia, sociología en todas sus gamas, etc., encargado de impedir, por un lado, que las personas en lucha puedan analizar por sí mismas estas cuestiones y caigan en las telas de araña de los especialistas burgueses; y, por otro lado, puedan relacionarse y unir sus fuerzas de lucha con otras personas afectadas por esos problemas, imponiendo un aislamiento total y sólo dejando esas “terapias de grupo” funcionales a la disciplina concreta de que se trate, desde la psicologías hasta las confesiones colectivas, pasando por la sociología del trabajo aplicada a los grupos toyotistas de calidad. El objetivo, como se ha dicho, es impedir que los sujetos afectados se relacionen entre ellos y generen su propio conocimiento crítico de los problemas que padecen. No hace falta decir qué terribles son las consecuencias ético-morales, y consiguientemente políticas, de esta dictadura de los especialistas burgueses.
Pero es en las luchas colectivas cuando se hace si cabe más imprescindible el dominio de la dialéctica entre lo individual y lo colectivo, porque en estas luchas colectivas es más fácil y rápida la ascensión de fases en la radicalización emancipadora. Cuando la violencia defensiva de las masas va adquiriendo formas tácticas ofensivas progresivamente más duras que tensionan las relaciones, que rompen amistades, que crean distancias y choques interpersonales, que producen gastos económicos y destrucciones materiales, que causan sangre y cuestan vidas, que afectan a terceras personas no directamente relacionadas con el conflicto, etc., cuando asistimos a este proceso aparece la decisiva importancia de las relaciones entre lo colectivo y lo personal. Los especialistas en imponer la extrema individualización también intervienen en contra de este proceso, pero además, significativamente, la burguesía ha creado otros medios que complementan y mejoran a los anteriores al abarcar más áreas sociales. Además de las fuerzas represivas directas y de los aparatos estatales, para y extraestatales y de todos los sistemas de orden, integración e intimidación existentes, ha creado un sistema pedagógico –fábrica de educación, como lo llamaba Marx– y una industria político-mediática que lanza al mercado de la alienación mercancías ideológicas que ensalzan al héroe individual en detrimento del héroe colectivo. Se trata de desprestigiar todo esfuerzo colectivo y de hacer creer a las masas oprimidas que la historia les producto de los méritos individuales. No hace falta decir qué terribles son las consecuencias ético-morales, y consiguientemente políticas, de esta dictadura de los especialistas burgueses.
Teniendo esto en cuenta, la importancia de lo individual dentro de lo colectivo, podemos responder muy sintéticamente, avisando que desarrollaremos el grueso de estas respuestas en los capítulos posteriores. Primero, la lucha individual y colectiva sólo puede comprobase como plena y definitivamente efectiva en un proceso como mínimo tan largo como duren los efectos materiales, ético-morales, sociales y culturales de la injusticia que se sufre y/o que se ha sufrido. Olvidar este criterio elemental y caer en meros análisis precipitados e inmediatistas, de plazos muy cortos, hacerlo así es menospreciar toda la experiencia histórica, atentar contra ella y caer en la trampa ideológica de la Ética y de la Política capitalistas. Segundo, partiendo de esta visión de la temporalidad de lucha y atendiendo a los puntos más débiles como son los de las personas menos concienciadas o con menos capacidad psicológica de racionalización de los conflictos en ascenso, hay que valorar continuamente si el impacto negativo de la lucha, especialmente sus tácticas más duras, sobre la personalidad de esos sujetos, conociendo la capacidad de manipulación del poder opresor, es superior a los efectos positivos a medio y largo plazo, y no sólo a corto. Se critica la violencia defensiva recurriendo sólo al efecto inmediato sobre la psicología de determinados sectores sociales especialmente indefensos a la manipulación sensiblera de imágenes sanguinolentas convenientemente descontextualizadas por la industria político-periodística. Siguiendo este criterio, Spartacus tendría que haber renunciado a la guerra de liberación desde la primera gota de sangre.
Tercero, aún así, el criterio anterior exige un cuidado mayor conforme la lucha va adquiriendo importancia y, por ello, serán más dañinos los errores cometidos, por lo que hay que evaluar en todo momento cómo se relacionan las tácticas más duras, consideradas en cada fase específica del conflicto, con otras tácticas no violentas, pacíficas, individuales, etc., que también se practican por el sujeto individual y/o colectivo en lucha. Muy cínica, hipócrita y tramposamente, quienes rechazan el derecho/necesidad a la violencia defensiva mienten negando que las masas oprimidas practican todas las formas de defensa, silenciando las pacíficas y no violentas y magnificando unilateralmente las tácticas más duras y manipulables. Sin embargo, históricamente, tanto las personas como los colectivos han tendido a interrelacionar todas las formas de defensa posibles. Significativamente, uno de los aparatos más efectivos de los poderes esclavistas, feudales, absolutistas y burgueses ha sido el cristianismo oficial y su pacifismo colaboracionista, obsesionado por condenar con el infierno eterno y antes con la hoguera, toda interrelación de formas de lucha. Actualmente, muchos pacifismos burgueses cumplen esta función en respuesta al debilitamiento relativo del efecto paralizante del terrorismo ético-moral del cristianismo oficial. Este punto tercero es especialmente importante en lo relacionado con el sufrimiento ético-moral y la dominación política de centenares de millones de seres humanos alienados por el opio religioso, condenados a la pasividad del pacifismo y a su fracaso estratégico, y convencidos de que el derecho/necesidad a la violencia defensiva es un pecado mortal.
Cuarto, precisamente para ascender del debilitamiento relativo al absoluto del terrorismo ético-moral cristiano y del colaboracionismo político pacifista, es siempre necesario demostrar en la práctica que esas tácticas duras, vistas en cada fase de la lucha, son conformes a y entran dentro del principio del mal-menor-necesario –que lo analizaremos en detalle en otro capítulo – , es decir, del control lo más medido posible de los efectos no deseados sobre terceros según, desde y para la exigencia de acabar cuanto antes y al menor costo posible con la opresión evitando el mal-mayor-innecesario. Spartacus no mataba en masa, sino que personaba la vida a la inmensa mayoría de los prisioneros, y de hecho, como hemos visto, 3000 de ellos fueron liberados por los romanos tras la derrota de los esclavos. Este ejemplo es uno de entre los miles que demuestran que las masas oprimidas son muy conscientes del valor práctico concienciador, aglutinador y emancipador del principio del mal-menor-necesario. No sucede lo mismo, sino lo opuesto, cuando se trata de la violencia opresora. Los esclavistas crucificaron a 6000 rebeldes esclavos y antes remataron sin piedad a un número incalculable de heridos en el campo de batalla. La experiencia humana de lucha violenta defensiva confirma por pasiva y negativamente, o por activa y positivamente esta doble lección ético-política de la guerra justa y progresista de 73 – 71 adne.
Quinto, ahora bien, en sí misma esta necesidad no resuelve todos los problemas. Más aún, dado que es una necesidad no sólo su incumplimiento acarrea problemas sino que su satisfacción exige de una teoría que guíe la satisfacción de la necesidad, si quiere se una satisfacción correcta. Naturalmente, esa teoría es el marxismo, única teoría capaz de explicar el cómo y el porqué de la aplicación del mal-menor-necesario dentro de la dialéctica entre el objetivo necesario, la estrategia elegida y la interrelación de todas las tácticas empleadas. Si algo no sirve en la violencia justa y liberadora es precisamente el empirismo que desprecia la especificidad relativa de la teoría revolucionaria siempre sujeta, por la misma naturaleza del pensamiento humano, a la primacía de la práctica como criterio incuestionable de validación última. Mientras que en el fascismo y restantes violencias contrarrevolucionarias burguesas, el empirismo es la única forma de justificar los genocidios injustificables de otro modo, en la liberación de las masas oprimidas sólo la teoría revolucionaria puede explicar el sentido ético-político del mal-menor-necesario y los infranqueables límites objetivos y subjetivos que le oponen al mal-mayor-innecesario practicado por las clases explotadoras de toda la historia. Más aún, dentro de la propia teoría marxista existe una subteoría general encargada de mostrar cómo y por qué hay que explicar lo que aquí hemos explicado.
Sexto y último, la función de esa subteoría general, formada por el conjunto de tesis político-revolucionarias específicamente surgidas de la práctica de valorar cómo avanzaban o retrocedían las luchas revolucionaras, algunas de las cuales ya fueron creadas por revolucionarios burgueses, otras por socialistas utópicos y por anarquistas, pero todas ellas integradas y subsumidas por el marxismo, no es sino la de saber evaluar con el rigor teórico necesario si se avanza en la línea histórica de emancipación con su coherencia ético-política o, por el contrario, si debido a una aplicación de tácticas incorrectas se superan los límites del mal-menor-necesario y, como efecto de ello pero también de otros factores que no podemos analizar porque entrar ya en el campo de lo político-económico, del contexto internacional, etc., el proceso se estanca y comienza de inmediato a retroceder. Es cierto que estos otros factores también tienen sus connotaciones ético-morales en sí mismos, entre ellos y con el problema en su totalidad concreta, pero aquí damos por supuesto que son secundarias ahora mismo con respecto a la parte del problema que tratamos. De todos modos, lo que estamos diciendo confirma por otro camino la necesidad de la teoría revolucionaria para evaluar el avance o retroceso humano, y también confirma por otro camino la necesidad del primer punto, o sea, la de tener en cuenta un tiempo largo en el análisis de la violencia justa y defensiva porque sólo con el tiempo se pueden desarrollar todas las interrelaciones existentes dentro de las partes que forman la totalidad del problema opresivo que ha generado la respuesta violenta de las masas explotadas.
Para comprender la importancia de esta problemática, que surge además de sus directas implicaciones sobre la felicidad humana, también de otros muchos problemas entrelazados con ella, como son , por citar sólo dos, la intervención del Estado dominante con sus fuerzas represivas y la intervención de los sistemas de orden médico con sus fuerzas de control y vigilancia, tenemos precisamente relacionado con el tema del mal-menor-necesario el larguísimo debate histórico ya in inaugurado por Platón en “La República” (Alahambra 1990) cuando justifica que el Estado y sólo el Estado mienta al pueblo en su beneficio, como hemos visto en el capítulo segundo, y desde otra perspectiva, la tesis de Engels defendida en su carta a Marx del 5 de octubre de 1866:
“Muchas veces se está obligado a elegir un mal menor, el medicamento, para evitar un mal mayor, o sea, un síntoma que, en sí mismo, es causa de un peligro directo de la misma manera que un cirujano destruye los tejidos cuando no tiene otro remedio, y 2º que hay que recurrir a los medicamentos hasta que no se encuentre nada mejor”.
El medicamento puede ser agrio y difícil de tomar, e incluso si es una inyección puede hacer daño, puede doler, y si son muchas, puede doler mucho, y las gotas de sangre pueden salpicar. También las personas circundantes, las cercanas al enfermo, pueden sufrir por esa enfermedad, incluso pueden ser contagiadas. Esto es sabido, y es sabido que conviene ataja el mal antes de que siga creciendo, sobre todo antes de que aparezca. La medicina preventiva es la menos-mala-posible de todas, la menos dolorosa, aun siéndolo, porque se adelanta, p no espera a los acontecimientos peores y más dañinos, a los que pueden desencadenar otros sufrimientos aún más dolorosos. Esperar a que todo empeores sí es el mal-mayor innecesario. Esperar es inhumano.
Queremos decir que la interacción de problemas particulares en cualquier debate sobre la violencia justa y defensiva de las masas oprimidas, esta interacción sólo puede solucionarse correctamente desde una teoría revolucionaria que pivote alrededor del problema crucial de la humanidad desde el surgimiento de la explotación. Hemos visto que Platón representaba a una parte o bando muy decididamente posicionado en un bando, y sabemos que Engels se sitúa, junto con Spartacus, en el contrario. Vemos que ambos recurren al símil médico-enfermo para argumentar posturas reaccionarias o revolucionarias. ¿Cómo salir de este aparente, solo aparente, círculo cerrado? Con la dialéctica marxista del conocimiento.
3.7. SOLIDARIDAD, ODIO Y AMOR REVOLUCIONARIO CONTRA ODIO BURGUÉS
Decimoséptima: “¿SU MÁXIMA FAVORITA?”: NIHIL HUMANI A ME ALIENUM PUTO.
(NADA DE LO HUMANO ME ES AJENO).
Pero las consideraciones que la respuesta de Marx sobre Spartacus –de Kepler, hablaremos luego– nos ha permitido desarrollar serían incompletas de no extenderse a su máxima favorita: nada de lo humano me es ajeno. ¿Cómo se puede compaginar esta máxima con el supuesto relativismo absoluto que se atribuye a la ética marx-engelsiana? Por ejemplo, ¿con la insistencia que hace Marx en la “Crítica del Programa de Gotha” de 1875 sobre la desigualdad de todos los seres humanos? : Veamos la respuesta que Marx porque tiene unos alcances realmente revolucionarios que solamente empiezan a ser tenido en cuenta u ahora, cuando los movimientos populares y sociales, el feminismo, etc., exigen ya el derecho/necesidad a la llamada “discriminación positiva”, una solución ya defendida por Marx pero con un alcance más profundo históricamente:
“Pero unos individuos son superiores física o intelectualmente a otros y rinden, pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más tiempo; y el trabajo, para servir de medida tiene que determinarse en cuanto a duración o intensidad, de otro modo, deja de ser una medida, Este derecho igual es un derecho desigual para trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de clase, porque aquí cada individuo no es más que un obrero como los demás; pero reconocen, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales aptitudes de los individuos, y, por consiguiente, la desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de una medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no fueran desiguales) sólo pueden medirse por la misma medida siempre y cuando se les enfoque desde un punto de vista igual, siempre y cuando se les mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en el caso concreto, sólo en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Prosigamos: unos obreros están casados y otros no,; unos tienen más hijos que otros, etc., etc. A igual rendimiento y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, unos obtienen de hecho más que otros, unos son más ricos que otros, etc. para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual sino desigual”.
Marx continúa afirmando que:
“Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado”.
Solamente el desarrollo cualitativo y cuantitativo de las fuerzas productivas y de otras relaciones sociales de producción permitirán superar estos defectos y pasar al reino práctico del principio: “De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades”.
Osea, es una solución histórica orientada no sólo a no acabar con la natural desigualdad de los seres humanos sino a desarrollarla y ampliarla conforme la sociedad alcanza un grado tal de productividad que pueda aplicar un derecho desigual para humanos desiguales. A. Sainz Pezonaga ha tratado correctamente esta problemática en su reciente texto “Contra la Ética, Por una ideología de la igualdad social”(Debate 2002), pero no ha desarrollado en su plena y contundente riqueza crítica todas las potencialidades teóricas implícitas en la dialéctica de la igualdad/desigualdad, dialéctica esencial para entender el entero mensaje marxista de la “Crítica del Programa de Gotha”.
Pero esta tesis cierta no puede ser analizada desde la ideología burguesa, sino desde otra antagónica. La burguesa consiste en el individualismo absoluto y unilateral, que niega el contexto social e histórico y sólo enfrenta a un individuo abstracto y sin historia a otro igualmente abstracto e intemporal, siendo uno de ellos propietario casual de capital, y el otro casual carente de todo excepto de su fuerza de trabajo. La marxista, por contra, enfrenta a una minoría explotadora y propietaria de los medios de producción, a una mayoría explotada y sólo dotada de su fuerza psicosomática de trabajo. La preocupación por todo lo humano nace del entendimiento de que son las contradicciones sociohistóricas las que determinan que unos pocos se impongan a unos muchos. Lo humano-genérico va pasando de ser una potencialidad históricamente muy restringida a los pocos humanos que se enfrentan en la lucha contra la explotación –por ejemplo, Spartacus y sus seguidores– para ir aumentando en la medida en que aumentan las luchas revolucionarias. Lo humano-genérico crece en la medida en que crece el sujeto revolucionario individual y colectivo.
La construcción de lo humano-genérico en cuanto proceso social es por ello mismo una construcción humana, una autogénesis, marcada por la dialéctica de interacciones materiales y concretas, que no ideales y abstractas. La evolución de los debates éticos no ha tenido en cuenta este proceso de construcción, aunque llega a un punto culminante al borde de lograrlo con Hegel, tras superar a Kant, pero vuelve a caer desde Feuerbach hasta llegar a Marx y Engels, como hemos visto. En otro capítulo veremos cómo la Ética capitalista ha vuelto a sus andadas y cómo la stalinista se estancó para empezar a retroceder minada por sus contradicciones burocráticas. Ahora nos interesa desarrollar esta cuestión tal cual la practicaron Marx y Engels. Para ello no he escogido la típica discusión metafísica sobre la bondad sino la muy concreta y cruda práctica social del odio. ¿Por qué? Porque el odio revolucionario, el odio a la explotación, el que sienten y racionalizan las masas explotadas, este odio liberador ha hecho infinitamente más por la felicidad humana que la bondad y el amor abstracto predicado por la clase dominante. Sería muy interesante e ilustrativo estudiar la historia del odio social desde la perspectiva de las masas que llevan siglos humilladas, explotadas y sometidas a toda serie de sistemas de control y represión. Sacaríamos en este caso lecciones muy esclarecedoras. Pero no podemos hacerlo aquí, así que vamos a citar sólo tres citas de Engels al respecto, cronológicamente expuestas.
En la carta a Piotr Lavrov del 17 de noviembre de 1875, antes citada, podemos leer:
“Sin negar las ventajas de su método de exposición, del que diré que es un método “psicológico”, yo, por mi parte, habría elegido otro. Todos nosotros estamos más o menos influenciados por el medio intelectual en que solemos movernos. En el caso de Rusia, donde usted conoce su público mejor que yo, y para un diario de propaganda que se dirige al sviazujuscij affekt (sentimiento de solidaridad), el sentimiento moral, seguro que su método es el más adecuado. En Alemania, donde el falso sentimentalismo ha causado siempre estragos, no sería correcto, sería mal entendido y falsamente interpretado en un sentido sentimental. En nosotros, el odio es más necesario que el amor –al menos en una primera fase– y es fundamental derruir los últimos vestigios del idealismo alemán, instalar las realidades materiales en su derecho histórico”.
Llama la atención el exquisito cuidado de Engels por comprender las diferencias entre Rusia y Alemania; por respetar las diferencias de ritmo entre uno y otro país; por aceptar los consejos de personas que conocen mejor la realidad distante y poco conocida por él; por precisar muy bien la especificidad alemana que exige la intervención del odio que, empero “es más necesario que el amor”, o sea, no dice que el amor haya dejado de ser necesario definitivamente y para siempre; por precisar que el odio es transitoriamente necesario: “al menos en una primera fase”, que no siempre, y, último, por la lucha teóricopolítica contra el idealismo alemán. Estas precauciones engelsianas son muy reveladoras en cuanto al rigor interno del materialismo histórico, pero también indican el rigor del método concreto en lo ético y en lo moral. Porque hablar d la necesidad del odio, no es un problema cualquiera, sino crucial, y por eso exige de una serie de requisitos, de consideraciones anteriores que eviten la precipitación y la superficialidad. Preocuparse por todo lo humano también exige, al menos desde el marxismo, preocuparse por los efectos de la moral dominante sobre las masas dominadas, por los efectos de la ideología del amor abstracto y falso sobre unas masas que no ha sentido ningún amor verdadero y concreto por parte de la minoría que las explota, por los estragos sociales causados por el hipócrita sentimentalismo burgués.
A la vez, la inquietud por la maldad de la clase dominante, disfrazada de moralidad y amor abstractos, también de falsa racionalidad y equilibrio sociales –una materialización del odio burgués es, por ejemplo, el presupuesto general del Estado capitalista y el conjunto de medidas antipopulares que siempre aparecen en él–, debe superar su contenido de crítica negativa, sólo denunciar la opresión, y pasar a la crítica positiva, es decir presentar un programa revolucionario de liberación, o lo que es lo mismo, mostrar teórica y prácticamente la concreta fuerza liberadora del odio revolucionario. Todo el esfuerzo marxista, comunista, va en este sentido. Y no es casual el que hayamos hablado de comunismo porque en la raíz física y psicológica esencial de la especie humana hay un determinante contenido colectivista, socialista, comunal y comunista formado durante cientos de miles de años de vida gregaria, de supervivencia y de lucha por el placer colectivo antes y por encima del dolor y del sufrimiento, como hemos visto en el capítulo anterior. No podemos hablar nunca de las relaciones entre el amor y el odio sin tener en cuenta esta dialéctica histórica de la construcción social de especie humana y el papel fundamental jugado por la ayuda mutua, por el apoyo solidario, por la amistad colectiva.
Precisamente, en el parágrafo nº 6 de la carta a Lavrov, Engels dice:
“En cambio, no puedo estar de acuerdo con usted cuando dice que la brojba vsech portiv vsech (lucha de todos contra todos) es la primera fase en la evolución humana. En mi opinión, el instinto social (Gesellschaftstrieb) fue una de las palancas más esenciales del desarrollo del hombre a partir del mono. Los primeros hombres debieron vivir en hordas, y por más lejos que nos remontemos comprobamos que así fue”.
Si el “instinto social” fue decisivo en la hominización ¿qué relaciones de prioridad guarda ese “instinto” con el odio, más acorde, se supone con el principio de “lucha de todos contra todos”? Queda claro que, desde esta perspectiva materialista confirmada por toda la investigación antropológica hasta nuestros días, lo prioritario, lo decisivo es la sociabilidad de nuestra especie, y luego, en un lugar que depende de varios factores pero siempre luego, la dialéctica del amor/odio. Avanzando un paso más, lo realmente significativo es que sea un marxista que no duda en afirmar la necesidad transitoria del odio, la necesidad de lucha contra el idealismo, etc., el que afirme antes que nada y prioritariamente la primacía de la sociabilidad humana, mientras que sean los burgueses, olvidándonos ahora de Lavrov intoxicado por la ideología capitalista, que tanto hablan del amor y de la moral, los que defiendan a sangre y fuego el individualismo del más fuerte, la ley de la selva del y en el mercado capitalista y la sociobiología racista y genetista.
Nueve años después, en la carta de J.P. Becker del 14 de febrero de 1884, Engels, tras hacer un repaso irónico del miedo de la burguesía alemana pese a la represión contra los socialistas y pese al silencio de prensa, afirma:
“La policía le ha abierto a nuestra gente un campo realmente espléndido: la ininterrumpida lucha contra la policía misma. Esta se realiza siempre y en todas partes con gran éxito y, lo que es mejor, con gran humor. Los policías son derrotados y obligados a buscar desesperadamente una transacción. Y yo creo que esta lucha es la más útil en las actuales condiciones. Sobre todo mantiene encendido en nuestros muchachos el odio al enemigo. Peores tropas que la policía alemana no podrían enviarse a nuestro encuentro: incluso allí donde tienen una posibilidad de ganar sufren una derrota moral, y entre nuestros muchachos crece día a día la confianza en la victoria”.
Tenemos aquí, primero, una brillante anticipación de lo que sería en el siglo XX la célebre teoría de la “acción-represión-acción”, de la que veremos algo concerniente a su contenido ético-político en el último capítulo de este texto; segundo, una descarada apología de la relación entre la felicidad, el humor y la lucha revolucionaria, en este caso contra la policía, con el placer añadido que ello supone; tercero, una reafirmación del proverbial cuidado táctico marxista por analizar cada lucha en cada contexto y coyuntura buscando el no caer en los errores de defecto o de exceso; cuarto, una reafirmación explícita y contundente de la importancia del odio revolucionario: “sobre todo mantiene encendido en nuestros muchachos el odio al enemigo”, algo que es sistemáticamente olvidado o negado por cualquier reformismo; quinto, una reafirmación de la dialéctica entre lucha material y resultados morales, de modo que aun sufriendo una derrota táctica los revolucionarios al ganar la policía, pese a ello pueden obtener una victoria moral, lo que es muy importante para la lucha considerada como un proceso, y sexto, la interacción de todos estos factores anteriores aumentando la confianza en la victoria.
Las séxtuple consideración forma una lección única que gira alrededor de la dialéctica entre la lucha y la represión, y en su interior, el papel clave que juegan cualidades humanas decisivas como son el humor, el odio, la moral de lucha, la confianza en la victoria, etc. Cualidades definidas desde una concepción de la especie humana como la que estamos analizando en estas páginas a raíz de las respuestas de Marx y de otros comentarios suyos y de Engels. El ser humano-genérico desarrolla todas sus potencialidades en y durante el proceso ininterrumpido de rotura de las cadenas que le constriñen, que le impiden multiplicar su potencial y crear nuevas aptitudes. El párrafo citado muestra una síntesis perfecta de la llamada “filosofía de la praxis” marxista porque explica las interacciones entre cualidades humanas decisivas y la propia acción consciente en algo decisivo para la historia social como es la lucha contra la opresión.
Pero, sin negar la importancia de lo dicho, su transcendencia definitiva se basa en algo en lo que no hemos insistido hasta ahora, el que Engels hace referencia a una lucha sostenida en, bajo y contra un régimen represivo que ha prohibido al acción legal de la socialdemocracia, que le ha condenado a la ilegalidad y a la clandestinidad. No podemos pasar por alto este hecho crucial, que es más que un matiz y que una circunstancia accesoria. Es en la lucha clandestina revolucionaria cuando las cualidades ético-morales y teórico-políticas humanas entran en máxima tensión creativa, aunque su efectividad política última tiende a quedar por debajo de la que se logra en un régimen de libertad tolerada y vigilada por la burguesía como siempre es el régimen democrático-burgués. Llegamos aquí a un tema –la forma política exterior y su régimen económico-dictatorial real, interno y básico, y las “facilidades” que ofrece o no a la lucha revolucionaria– que no podemos desarrollar en este texto, aunque sí vamos a extendernos, por su importancia, en el papel del reformismo como instrumento de control de desmovilización y desactivación del odio revolucionario, y hasta de represión.
Las cualidades humanas básicas aquí vistas son ferozmente combatidas por la clase dominante y por el reformismo, que no sólo es un instrumento político-sindical de aceptación del sistema dominante, sino también una fuerza alienadora y difusora de muchos componentes esenciales de la alienación ideológica y de la estructura psíquica burguesa y pequeño-burguesa entre el pueblo trabajador. La personalidad humana, definida desde el marxismo, con las cualidades vistas y otras más como la creatividad estética, por ejemplo, es incompatible con la sumisión reformista, como hemos explicado arriba. Pero en el tema de la preocupación humanista por los demás humanos –“nada de lo humano me es ajeno”– tiene un valor innegable el reconocimiento y l aceptación de esos otros humanos de su derecho/necesidad a y de la violencia justa, defensiva y progresista. Es decir, todo el debate sobre la solidaridad hacia y con los demás seres humanos nos debe conducir al reconocimiento oficial de que tienen el derecho/necesidad de luchar físicamente para resolver sus problemas. Si no se reconoce este derecho/necesidad no sirve de nada ninguna preocupación, ninguna solidaridad por ellos. Pues bien, la tarea del reformismo en este crucial problema no es sólo oponerse a cualquier lucha práctica contra la opresión sino, previamente, combatir la personalidad humana en lo que concierne a su capacidad y voluntad de lucha, la que fuera. Por aún, es la de movilizar a los oprimidos contra los revolucionarios.
En la carta a Sorge del 18 de enero de 1893, Engels critica muy duramente a los reformistas británicos y dice:
“En medio de toda clase de basura han hecho algunos buenos escritos de propaganda, en realidad lo mejor en su tipo es de los ingleses. Pero cuando aplican su táctica específica de ocultar la lucha de clases, todo se torna podrido. De aquí también su odio sectario contra Marx y todos nosotros: debido a la lucha de clases”.
Una vez más, volvemos a encontrarnos con el cuidado exquisito de Engels por aceptar la verdad tal cual es, no teniendo ningún problema en reconocer que los reformistas han hecho alguna buena propaganda. Pero inmediatamente después, ataca sin concesiones. Cualquiera que haya leído los textos de Marx y Engels desde la década de 1871 en adelante, conoce que entre el conjunto de preocupaciones y problemas que les absorbían, destacaba la lucha tenaz contra el reformismo político y sindical, y dentro de este reformismo cada vez más la lucha contra el poder de absorción y alienación de la “población trabajadora” compuesta por “campesinos, artesanos, obreros agrícolas e industriales”, según la definió Engels en una carta a Turati en enero de 1894, que el capitalismo estaba consiguiendo gracias a las sobreganancias obtenidas por la explotación colonial en todo el mundo, sobreganancias que permitían al capital integrar a la aristocracia obrera, como denunciaban especialmente en el caso británico.
En estas condiciones, el odio a Marx y a los revolucionarios, aparece como un instrumento de dominación de clase de la burguesía ejercido por el reformismo, que impacta muy negativamente sobre la población trabajadora, sobre los campesinos, artesanos, obreros agrícolas e industriales. Pero lo más interesante de esta cita es que la lucha de clases aparece justo como pivote argumentativo ya que el odio a los revolucionarios está directamente relacionado con la ocultación de la lucha de clases, y el odio revolucionario a la opresión, como estamos viendo, está directamente relacionado con la visibilización y activación de la lucha de clases. No se puede hacer un planteamiento más concreto, directo y crudo de la relación entre la ética y la política en los problemas vitales humanos, como tampoco se puede hacer una síntesis tan precisa de la relación de los dos odios enfrentados –el del opresor y del oprimido– y por extensión de dos amores antagónicos, con la máxima favorita de todo revolucionario: NIHIL HUMANI A ME ALIENUM PUTO partiendo desde la realidad objetiva de la lucha de clases. Si es cierto que nada de lo humano me es ajeno, y si también es cierto que el odio revolucionario es una fuerza emancipadora, entonces ¿cómo se logra discernir en la práctica diaria el sujeto y el objeto del odio revolucionario? Mediante la praxis. Pero antes de pasar a desarrollar esta última cuestión que responde a la divisa preferida de Marx: DE OMNIBUS DUBITANDUM, hay que precisar que el odio liberador está supeditado a las prioridades de la práctica revolucionaria, que ella misma se rige por la máxima de que nada de lo humano me –nos– es ajeno, mientras que, por el puesto irreconciliablemente antagónico como es el burgués, el supuesto “amor” sólo es la adoración del máximo beneficio material y simbólico.
Preocuparse por todo lo humano es saber que, primero, lo humano está corroído por la contradicción entre las potencialidades creativas de la especie, y la explotación y alienación capitalista; segundo, nosotros mismos somos parte de esa contradicción, simultáneamente sujetos y objetos de ella, y no podemos permanecer al margen de ningún conflicto por lejano que esté porque, de hecho, la mundialización de las relaciones capitalistas y nuestra misma animalidad humana, esta dialéctica, hace que cada pequeño y lejano problema termine repercutiendo en nosotros y que nuestra pequeña acción termine repercutiendo en cada problema ajeno por lejano que esté; tercero, en esta dialéctica, debemos y tenemos que optar por el oprimido porque la mundialización capitalista hace que nuestra acción no sólo repercuta sobre éste, sino que además, también su acción termina repercutiendo sobre nosotros, de modo que el principio de solidaridad internacionalista es a la vez principio de luchar por uno mismo y viceversa; cuarto, en esta interacción permanente no es el criterio egoísta el que motiva la acción sino el criterio revolucionario de acabar con el capitalismo; quinto, por esto mismo, la aplicación del odio revolucionario siempre ha de ser medida por y estar sujeta al objetivo buscado, no superando sus límites y siendo pedagógicamente explicados sus fines en todo momento; sexto, en esta lógica, el objeto sobre el que se practica del odio revolucionario, el opresor, no es tanto una persona concreta cuanto una expresión y muestra de relaciones sociales objetivas y objetivadas en ese sujeto; séptimo, desde esta lógica, la aplicación de medidas represoras contra el opresor ha de basarse, además de en la aplicación de la libertad colectiva, también en la superación histórica de las bases materiales y simbólicas de la propiedad privada de los medios de producción como causa directa de la violencia social, y último, octavo, precisamente como concluye Sánchez Vázquez en su “Filosofía de la Praxis” (Grijalbo 1967), toda violencia de signo positivo trabaja por ello mismo para superar toda violencia humana.
3.8. LA DUDA MARXISTA Y LA PRAXIS HISTÓRICA COMO CRITERIO DE VERDAD
Decimoctava: “¿SU DIVISA PREFERIDA?”: DE OMNIBUS DUBITANDUM.
(DUDANDO DE TODO).
La permanente evaluación de estas prácticas es sólo una parte de una evaluación más amplia. Fijémonos en que cuando le preguntan a Marx sobre su héroe, éste no responde sólo citando a Spartakus sino que también nombra a Kepler, un impresionante científico astrónomo que vivió entre 1571 y 1630 y que descubrió tres leyes decisivas para conocer el movimiento de los astros. No es ninguna casualidad que Marx citara a dos personajes tan distanciados en el tiempo y aparentemente tan dispares en sus cualidades como Spartacus y Kepler, porque en realidad están unidos por valores que Marx apreciaba en grado sumo. Según la mentalidad burguesa, basada entre otras cosas en la escisión mente/mano, trabajo intelectual/trabajo físico, Kepler, como buen científico debería representar sólo e la superioridad de lo intelectual, mientras que Spartacus la de la iniciativa práctica. En modo alguno es así. La iniciativa, la valentía personal, la reflexión, el pensamiento crítico, etc., eran patrimonio de ambos aunque cada cual los aplicó en su contexto sociohistórico vital. Lo importante no es tanto la forma externa de su práctica, sino el contenido interno de las cualidades ético-morales de ambos personajes tan diferentes en la apariencia superficial. Sobre estas reflexiones pero con otras palabras diferentes, insiste Engels en una carta a Marx del 10 de mayo de 1868 hablándole de Schorlemmer, un renombrado científico:
“Realmente es una de las personas mejores que he conocido desde hace tiempo: carece de absoluto de prejuicios hasta el punto de que esta cualidad parece innata en él, pero, en realidad, sólo puede basarse en una reflexión abundante e intensa. Además es de una modestia excepcional”.
Marx y Engels, que han dejado múltiples pruebas del alto valor que daban a estas cualidades humanas tanto para ellos mismos, como para el resto de las personas, siendo a veces extremadamente duros en la crítica de fondo a quienes se comportaban de otro modo, superficialmente, como filisteos que sólo buscaban su ganancia personal; tenían una muy clara conciencia del importante papel de la personalidad humana en la evolución social. En una carta a Kugelmann del 17 de abril de 1871, Marx afirma:
“Sería por cierto muy fácil hacer la historia universal si para iniciar la lucha se esperase que las perspectivas fueran excepcionalmente favorables. Por otra parte, la historia tendría una naturaleza muy mística si el “azar” no desempeñase ningún papel. Estos mismos accidentes intervienen, como es natural, en el curso general del desarrollo y son compensados a su vez por otros accidentes. Pero la aceleración y el retardo dependen en gran medida de todos los “accidentes”, como el carácter de las personas que al principio están a la cabeza del movimiento”.
Esta tesis general del materialismo histórico para los grandes y decisivos acontecimientos sirve también para las pequeñas circunstancias diarias de las personas, para la cotidianeidad más íntima en la que cualquier persona ha de enfrentarse a sus problemas y ha de decidir si espera a que las perspectivas sean “excepcionalmente buenas” o no, o empieza a luchar incluso en malas condiciones y sin tener segura la victoria última. De igual modo, vale para saber si debe esperar a iniciar la luchar a que su evolución ulterior esté totalmente controlada y marcada, anulando las sorpresas desagradables, el azar y los accidentes, las contigencias, de manera que la victoria está ya asegurada desde antes incluso de haber empezado la lucha, la que fuese. Ni Spartakus ni Kepler esperaron a que las condiciones fueran óptimas y, salvando las diferencias secundarias nacidas por sus campos de acción específica, se caracterizaban por la virtud de la iniciativa. Interviene aquí el carácter de la persona como fuerza subjetiva importante en el desenvolvimiento de los procesos. Toda la obra marxista reivindica este fundamental valor moral de la personalidad, indisolublemente unido al valor de la lucha e irreconciliablemente enfrentado a la sumisión, al servilismo y a la credulidad.
Y hablando de la credulidad tan criticada con razón antes, llegamos a la divisa “de omnibus dubitandum” perfectamente lógica con la denuncia de la credulidad. Pero ¿no existe una contradicción entre esta divisa tan “relativista” y el resto de la concepción de Marx y Engels que afirma la existencia del método científico-critico y de las verdades concretas? Incluso ¿cómo se imbrica esta duda metódica con la visión crítica, optimista, feliz, placentera y esperanzada de la vida marxista? ¿O se trata de otra duda metódica que aunque cause alguna desazón lógica por la incertidumbre de toda duda, sin embargo la viva desde y para otra praxis existencial? A la altura de las reflexiones que estamos realizando hasta ahora, no se puede seguir con la ingenuidad de que los conceptos y las palabras aisladas tienen el mismo sentido para el marxismo que para la ideología burguesa.
Se ha criticado mucho, sobre todo en ética, el relativismo marxista, pero sin tener en cuenta la totalidad de la obra teórica. O sea, se denuncia como relativista a la ética de Marx pero desde el relativismo consistente en no estudiar el marxismo como totalidad, es decir, como un sistema que integra lo relativo en una dialéctica de lo absoluto/relativo. Un ejemplo de las limitaciones de esa crítica lo tenemos en P. Singer y su “Ética practica” (Cambridge 1995), en donde no hace ningún esfuerzo por analizar las relaciones entre el relativismo ético marxista, parcialmente existente, con la teoría de la explotación, que enmarca los límites histórico-sociales de esa relatividad ética. Es más, no dice una sola palabras sobre esa teoría crucial para entender la ética marxista, y peor aún, su capítulo 8 sobre “ricos y pobres” (sic) parece que está directamente escrito contra esa teoría. Podríamos enumerar una larga lista de estudiosos de la Ética que, sin embargo, no se dignan ellos mismos cumplir con el mínimo requisito de imparcialidad ante Marx, al menos intentando reflejar lo básico de su obra para así criticarla con la objetividad necesaria. Mientras en Engels, como hemos visto, este principio doble, epistemológico y también ético, era escrupulosamente aplicado, el grueso de la intelectualidad oficial es fielmente incumplido.
La duda metódica marxista –dudando de todo– sólo es comprensible desde dentro de la entera obra teórica y muy especialmente desde la insistencia que hacen sus fundadores en la “filosofía de la praxis” anunciada en las “Tesis sobre Feuerbach”, y luego desarrollada durante toda sus vidas. Es cierto que se han realizado esfuerzos apreciables por resolver esta falsa contradicción desde una perspectiva eticista, en el sentido de no tener apenas en cuenta el decisivo componente socioeconómico del marxismo también en la ética –y desde cierta perspectiva, sobre todo en la Ética– llegando a construir interpretaciones interesantes sobre la “ética dialéctica”, como es el caso de Juliana González en “Ética y Libertad” (FCE 1997); pero en la medida en que no queda plenamente resulta la integración de lo ético-moral en la teoría de la explotación, y apenas en la práctica explotadora, en esta medida, además de otras críticas que no se pueden hacer aquí, la “ética dialéctica” aunque interesante para resolver la acusación de relativismo, queda desgraciadamente coja en los puntos decisivos del enfrentamiento material con la burguesía, que es de lo que se trata.
Antes de nada, y para ir respondiendo ya a las interrogantes anteriores, hay que afirmar que la duda metódica marxista, que es un componente parcial integrado en su concepción general, no tiene nada que ver ni con la pasividad, la indiferencia, el nihilismo, ni tampoco con el existencialismo. La duda metódica, si quiere ser revolucionaria, ha de basarse en un permanente esfuerzo práctico destinado a aprender los más recientes avances del pensamiento científico-crítico y, sobre esa base de certidumbre según la teoría marxista del conocimiento, intervenir sobre la vida y sobre sus más duros problemas de una manera y con unos objetivos cualitativamente superiores a los burgueses. En la carta del 15 de marzo de 1883, Engels narra a Sorge la muerte de Marx:
“Todos los hechos que ocurren por necesidad natural traen consigo, por terribles que sean, sus propios consuelos. Así fue en este caso. La pericia de los médicos podría haberle dado algunos años más de existencia vegetativa, la vida de un ser impotente, agonizante –para victoria del arte médico– no súbitamente sino pulgada a pulgada. Pero nuestro Marx no lo hubiera podido soportar. Vivir con todas sus obras incompletas ante su vista, martirizado por el deseo de terminarlas sin poder hacerlo, habría sido mil veces más amargo que la dulce muerte que tuvo. Citando a Epicuro, solía decir que “la muerte no es una desgracia para el que se va, sino para el que se queda”. Y ver a ese poderoso genio postrado como un despojo físico para la gloria de la medicina y escarnio de los filisteos a quienes tan a menudo había puesto en vereda en la plenitud de sus fuerzas; no, es mejor, mil veces mejor que haya ocurrido así, mil veces mejor que dentro de dos días lo llevemos a la tumba donde reposa su mujer. Y después de todo lo que había ocurrido, acerca de lo cual los médicos no saben tanto como sé yo, en mi opinión no había otra alternativa”.
La dialéctica entre la duda metódica y el conocimiento exhaustivo de la vida y del pensamiento de su amigo, es resuelta por Engels de manera tan magistral en estas pocas palabras que rebosa un profundo conocimiento de los factores internos que condicionan la evolución del problema al que se enfrenta. En el devenir del problema, en este caso la enfermedad y muerte de su amigo, Engels va avanzando por entre dudas y respuestas, búsquedas y hallazgos hasta alcanzar verdades concretas, a partir de las cuales volver a más dudas e interrogantes hasta llegar en el momento crítico del fallecimiento de su amigo a disponer de una respuesta cierta y verdadera, algo más que una hipótesis cualquiera, que explica qué ha sucedido y porqué. Además, en este proceso ascendente de superación paulatinas de dudas, juega un papel central la propia relación de amistad con Marx, su relación de amistad revolucionaria que le permite al final disponer de una visión global del proceso superior a la de los médicos. De la misma forma que el resumen del materialismo histórico que hace la carta de Marx a Kugelmann antes citada, la del 17 de abril de 1891, puede ser aplicado a cualquier problema humano, también puede ser aplicado a cualquier problema el método ahora expuesto. De hecho, este fue también el método aplicado por Marx para resolver en cada problema concreto al que se enfrentaba la integración del relativismo inherente a la duda metódica con la producción de pensamiento científico-crítico dirigido a mejorar la praxis revolucionaria.
Que la duda metódica marxista es capaz de avanzar en el conocimiento crítico y que, además, eso produce placer, ya se lo dijo Marx a Engels el 1 de febrero de 1858, cuando haciendo una irónica y satírica crítica de Lassalle, reconoce que:
“La interpretación hegeliana expuesta en la pesada fraseología legal se justifica, en contra de las falsas interpretaciones hechas por los filólogos debido a su falta de conocimiento especializado. De esta manera tenemos el doble placer, en primer lugar, de ver cosas dialécticas que ya habíamos olvidado, reconstruidas en toda su amplitud; y en segundo lugar, de que esa “herencia especulativa” sea reivindicada (…)”.
No hay aquí posibilidad de continuar con una duda anterior a ese descubrimiento doblemente placentero. Hay aquí la necesidad de seguir avanzando sobre una base nueva, y aunque una parte había sido conocida anteriormente, sin embargo fue olvidada y luego recordadas y reconstruidas en toda su amplitud. Además, vuelve a reivindicarse la dialéctica hegeliana. Y ambos avances producen placer. Inmediatamente después volverá a ponerse en funcionamiento la divida de que hay que dudar de todo. Esta es la espiral infinita del conocimiento. Una de las razones de la fuerza expansiva de este método es, como vemos, la intervención del placer que produce conocer algo nuevo. La pedagogía actual ha confirmado esta tesis, pero lo fundamental radica en la concepción cualitativa que vertebra una praxis capaz de saborear con placer sus propios resultados.
Mientras que para la burguesía el conocimiento y la ciencia es una parte del capital constante, como denunciara Marx, para éste es un placer expansivo y, más concretamente, como dijo Engels en el Discurso en su entierro el 22 de marzo de 1883:
“Para Marx la ciencia es una fuerza histórica en movimiento, una fuerza revolucionaria. Por pura que fuese su alegría ante un nuevo descubrimiento en una ciencia teórica cuya aplicación práctica era quizás todavía imprevisible, era de una naturaleza totalmente distinta la que experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento que intervenía inmediatamente de manera revolucionaria en la industria, en la evolución histórica en general. Por consiguiente, siguió muy de cerca la evolución de los descubrimientos en el campo de la electricidad, y muy recientemente aún los de Marc Deprez…”.
Ahora bien, la realidad cotidiana era mucho más dura que lo que se puede pensar leyendo esta cita sin conocer la larga práctica de ambos amigos. Ya hemos visto arriba la extrema precariedad de la vida de Marx tal cual se ha contado el mismo a Meyer. Pero esto es una parte del problema, porque otra parte aunque ya más propia del método marxista, es la dificultad inherente a la teoría revolucionaria. En carta a Engels del 2 de agosto de 1862, Marx reconoce las dificultades de comprensión del método que ha desarrollado:
“En el primer fascículo –se refiere a El Capital– la forma de expresión era ciertamente muy poco popular. Esto se debía en parte a la naturaleza abstracta del tema, al copo espacio que se me concedía y a la finalidad del trabajo. Esta parte es más fácilmente inteligible, ya que trata de cosas más concretas. Ensayos científicos escritos con vistas a revolucionar una ciencia no pueden ser nunca realmente populares. Pero una vez puesto el cimiento científico, es fácil hacerlos accesibles a un público popular...”.
Marx era muy consciente de las dificultades de las masas trabajadoras para acceder a nuevos conocimientos teóricos, sobre todo cuando eran de gran profundidad científica. Esta certidumbre le acompañó toda su vida y uno de los méritos y a la vez objetivos del “de omnibus dubitandum” era el de aumentar el espíritu crítico y de aprendizaje de las masas y reducir esa “credulidad” que tanto detestaba. La duda metódica marxista es fundamental en este sentido, pero no solamente porque agudiza el espíritu crítico, como hemos dicho, sino porque también afecta al funcionamiento interno del método científico en cuanto tal.
Tanto en esta cita de Marx como en la inmediatamente anterior de Engels, distante casi 22 años en el tiempo, tenemos enunciada con la terminología de la época la base de una teoría de las revoluciones científica, algo que mucho más tarde, junto un siglo después, desarrollaría T. Kuhn. En la teoría marxista del conocimiento científico, la revolucionarización de una ciencia se produce por razones que, además de integrar las de Khun, también van más lejos que las de este, que se despreocupa casi totalmente del contexto sociohistórico y productivo de la institución científica. Pues bien, una de esas razones, la que ahora nos interesa, es el papel impulsor de la dialéctica de la duda metódica, papel difícil de desarrollar porque se enfrenta a los enemigos racionales e irracionales que se oponen fanáticamente a la dialéctica materialista. Para comprender radicalmente todo que aquí está en juego, desde el objetivo del debate ético-político, hay que entender no sólo los problemas internos a la institución científica y al paradigma en cuestión, sino también los impulsos sociopolíticos y ético-morales que las diversas clases sociales hacen sobre y/o contra la institución tecnocientífica. Esto que empieza a ser estudiado ahora por la llamada “sociología de la ciencia”, ya era aplicado por los movimientos obreros, populares y sociales con antelación, y también por el feminismo, el ecologismo, etc.
Nos hacemos una idea de la magnitud del esfuerzo crítico que exige el método marxista, además de lo ya visto en las páginas anteriores, siguiendo el orden cronológico del proceso de choque friontal entre el método marxista y el burgués abierto por Marx y Engels con la publicación del Primer Libro de El Capital. En el Prólogo a esa primera edición, el 25 de julio de 1867 Marx afirma:
“Acogeré con los brazos abiertos todos los juicios de la crítica científica. En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que jamás he hecho concesiones, seguiré ateniéndome al lema del gran florentino: Segui il tuo corso, e lascia dir la genti”.
Analizando la época, todo indica que Marx esperaba un debate científico riguroso como respuesta a su libro. Un año después, en la carta a Kugelmann del 11 de julio de 1868, su enfado es patente:
“La economía vulgar no tiene la más leve idea de que las relaciones reales y cotidianas del intercambio no necesitan ser directamente idénticas a las magnitudes del valor. Lo característico de la sociedad burguesa consiste precisamente en esto, en que a priori no hay una regulación consciente, social de la producción. Lo racional y lo necesario se producen en la naturaleza sólo como un término medio que opera ciegamente. Y entonces el economista vulgar cree haber hecho un gran descubrimiento cuando proclama con orgullo, en lugar de revelar la interconexión, que en apariencia las cosas parecen diferentes. En realidad, alardea de que se atiene a la apariencia y la toma por la última palabra. Siendo así, ¿por qué debe haber ciencia? Pero la cuestión tiene también otro fundamento. Cuando se comprende la conexión entre las cosas, toda creencia teórica en la necesidad permanente de las condiciones existentes se derrumba antes de su colapso práctico. En este caso, por consiguiente, está en el interés de las clases dominantes perpetuar esa huera confusión. ¿Y para qué otro fin se les paga a estos charlatanes serviles que no saben proclamar otra cosa científica que la de que en la economía política no se debe pensar?”.
Queda claro que la duda metódica marxista desborda y supera a los charlatanes serviles burgueses. La razón no es sólo el interés de clase, que también, sino la propia naturaleza del marxismo, que le hace extremadamente difícil de aplicar por los serviles charlatanes. En la carta a Engels del 10 de octubre de 1868, Marx le explica que:
“Sólo sustituyendo los dogmas en controversia por los hechos en conflicto y las contradicciones reales que forman su funcionamiento interno, podemos transformar la economía política en una ciencia positiva”.
Este método es general y obligado al método humano de pensamiento científico-crítico, y no sólo a la economía política, y es una de las bases de la revolucionarización periódica de las ciencias concretas. Ahora bien, es un método muy exigente tanto para los sujetos que se enfrentan a los dogmas, por las barreras que ha de destruir, como a quienes los defienden tanto por los intereses burocráticos y crematísticos en juego, como por el miedo que sienten al perder la protección psicológica que todo dogma otorga. Caso cuatro años después de 1868 e insistiendo en las dificultades de comprensión de las primeras hojas de El Capital, Marx afirma en el Prólogo del 18 de marzo de 1872 a la edición francesa de ese libro que:
“En la ciencia no hay calzadas reales, y quien aspire a remontar sus luminosas cumbres, tiene que estar dispuesto a escalar la montaña por senderos escabrosos”.
Después, el 24 de enero de 1873 vuelve a salir en defensa de la dialéctica materialista en el Posfacio a la segunda edición, como hemos visto arriba.
Las cuatro citas directas al método científico-crítico materialista y dialéctico, realizadas entre julio de 1867 y enero de 1873, además de su obra general –recordemos, sólo por poner un ejemplo, la crítica de la “mierda del positivismo” de Comte y la defensa de la superioridad de Hegel, hecha en julio de 1866 – , muestran la preocupación de Marx por echar al basurero de la historia el dogmatismo charlatán de los intelectuales serviles, confirmando mediante el debate científico la superioridad de su método sobre el burgués. Este repaso histórico muestra cómo la duda metódica marxista no contradice sino que exige la lucha por la demostración de la coherencia científica de la crítica de la economía política. Los dogmáticos no dudan en absoluto; sólo se cuestionan sus ideas quienes están seguros de disponer de un método seguro que les exige y permite, les asegura, la mejora de su pensamiento mediante sucesivos saltos revolucionarios en el proceso cognitivo, superando lo viejo y descubriendo lo nuevo. Marx, antes de la década de 1861, esperaba que la intelectualidad burguesa se dignase debatir su libro, pero no fue así porque esa intelectualidad era –es– dogmática. Hoy sabemos que ambos amigos se pusieron de acuerdo para azuzar un debate en la prensa, y que Engels envió a los periódicos cartas criticando ácidamente el libro para, de esa forma, agitar el morbo burgués.
Pero la necesidad interna de la duda metódica marxista no fue flor de un día, ni se debilitó en la medida en que envejecía y moría Marx. Se mantuvo siempre viva y fue ampliada también por Engels quien en la cata a Schmidt del 19 de julio de 1878, le avisa que:
“En su momento, me concederé el honor de someter su conferencia a la crítica despiadada que puede hacerse desde mi punto de vista, el único digno de una ciencia libre, y que cada espíritu científico debe considerar como bienvenida, aunque se aplique a sí mismo”.
Muy mal tenía que ver Engels la situación científica en esa época para hablar de una “ciencia libre” capaz de aplicar y aplicarse a sí misma la crítica despiadada. El 23 de agosto de 1881, en una carta a Kautsky, Engels nos ofrece una idea muy precisa del panorama real:
“En la revista Nature encontrará un discurso pronunciado aquí por John Simon en el Congreso internacional de medicina. Es un auténtico alegato de la ciencia médica contra la burguesía. J. Simon es medical officer to the Privy Council (médico sanitario en el Consejo de Estado), de hecho, jefe del conjunto de la policía médica británica; Marx le cita a menudo muy elogiosamente en El Capital. Este hombre –quizá él último representante de los viejos funcionarios de los años 1840 – 1860 que tenían una conciencia profesional– se ha enfrentado por doquier con los intereses de la burguesía, principal obstáculo al cumplimiento de su deber y se ha visto obligado a combatirlos. De ahí su odio instintivo contra la burguesía, tan violento como explicable. Y de aquí que esta misma burguesía, dirigida por los curas, acaba de inmiscuirse en su propia especialidad médica, con el movimiento antivivisección. Y él responde inmediatamente en los mismos términos: en lugar de hacer, como Virchow, unas peroratas tan tibias como insípidas, ataca a su adversario, opone a algunas experiencias científicas de los médicos sobre los animales las gigantescas experiencias comerciales de la burguesía sobre las masas populares, planteando de este modo por primera vez el problema en el terreno justo. Un extracto de este discurso sería un excelente artículo para el folletón del S(ocialmokrat)”.
Estas palabras están muy por delante tanto en contenido de compresión radical de los problemas de la ciencia a finales del siglo XIX como de conocimiento de las necesidades globales de las masas trabajadoras, que lo que un siglo más tarde logrará la corriente “Ciencia, Tecnología y Sociedad”. Véase por ejemplo el texto homónimo de F. Tezanos y A. López (Edit. Sistema 1997) que precisamente por reivindicarse de la socialdemocracia muestran el terrible retroceso sufrido con respecto al marxismo clásico. Además de volver a recordarnos la función progresista y la causalidad social del odio liberador, en este caso en defensa de la salud de las masas populares, Engels se mete de lleno con los curas, según el sano y necesario anticlericalismo marxista y tan coherente con una visión ético-moral de la dignidad humana. La entera cita compagina perfectamente con la función de la duda metódica marxista dentro de la praxis liberadora de la ciencia-crítica, porque la defensa que hace J. Simon de la experimentación práctica sólo puede entenderse desde la teoría de la espiral del conocimiento. Un siglo más tarde, tanto la corriente de la “sociología de la ciencia”, con sus diversos programas duros, blandos y enclenques, como de la CTS, siguen enredadas en discusiones mientras Engels ya había tomado partido. Y una de sus lecciones radicaba en que para entrar a debatir sobre las implicaciones ético-morales de los descubrimientos científicos y técnicos hay que disponer, previamente, de un conocimiento suficiente que permita pensar, valorar y juzgar con independencia crítica. Para aumentar el pensamiento independiente de las masas populares, Engels recomendó a Kautsky la publicación del artículo de J. Simon en la prensa socialdemócrata.
La máxima “de omnibus dubitandum” exige el máximo conocimiento posible anterior al desarrollo del potencial creativo de la duda, del interrogante. Cuanto mayor es el conocimiento acumulado, y cuanto mayor es su componente de verdad que hay que contrastar con los nuevos descubrimientos, tanto más productiva será la duda. Y este principio epistemológico no se ciñe sólo al método científico natural, sino también al social, y sobre todo al conocimiento de la historia, es decir, del compendio de conocimientos acumulados por la praxis colectiva humana. Marx insistió una y otra vez en la necesidad del estudio riguroso y crítico de la historia, y en una fecha tan significativa como el 5 de agosto de 1890, en un período en el que Engels redobla sus esfuerzos por explicar el materialismo histórico reafirmando su esencia dialéctica e interactiva y atacando el reduccionismo economicista y determinista, éste escribió lo siguiente:
“Y si este hombre –Engels critica a M. Wirth, típico ignorante que cree saberlo todo– no ha descubierto todavía que si bien la forma material de la existencia es el primun agens (causa primera) esto no excluye que los dominios ideales vuelvan a actuar a su vez sobre ella, aun cuando con efecto secundario (…) Y la concepción materialista de la historia también tiene hoy un montón de amigos a quienes les sirve de excusa para no estudiar historia. Diré lo mismo que acostumbraba a decir Marx a propósito de los “marxistas” franceses de fines de los 70: “Todo lo que yo se es que no soy marxista””.
Llegar a disponer de un conocimiento suficientemente riguroso cuando menos de la historia del problema que estamos intentando resolver, de su evolución histórica, es una de las exigencias metodológicas básicas para que la duda metódica pueda desenvolverse en sus sucesivos pasos dialécticos e interconectados de las verdades a los conocimientos superados, y de estos, en un proceso de saltos en el conocimiento, a nuevas verdades. Este principio es fundamental para disponer del mínimo rigor en el momento de tener que optar por una u otra decisión moral y, especialmente, para disponer de conocimientos críticos suficientes para enjuiciar éticamente las acciones morales nuestras y ajenas. Tenemos el ejemplo de las trampas burguesas para pagar menos impuestos a su propia Hacienda. Se nos ha educado en el mito de la caridad, de la efectividad de la caridad, cuando la experiencia demuestra es, a lo sumo, es pan para hoy y hambre para mañana; y que quien más se beneficia de la caridad es la burocracia que la gestiona, la Iglesia católica y otras protestantes, y las ONGs modernas. Pero el mito de la caridad tiene otro peligro, que es el de las “buenas obras”, las “donaciones” y las “ayudas sociales” de los llamados ricos, o “gente bien”, o “buenas personas”. Esta ideología, en realidad subideología específica dentro de la ideología burguesa sobreviviente del medievo y adaptada a las necesidades de la burguesía, permite legitimar el permanente y masivo fraude fiscal que realiza esta clase. Con la excusa de las “ayuda sociales” se escatima a su propia Hacienda, inmensas masas de capital. Sin embargo, la ideología es tan fuerte que ni hasta los escribientes en ética se dan cuenta.
B. Williams ha escrito en su “Introducción a la ética” (Cátedra 1982) que:
“Uno que da dinero con destino a obras benéficas meramente para mejorar su reputación ante el Club Rotario, para aligerar sus propias culpas, no actúa más moralmente que si hubiera empleado el dinero en sus propios gustos. (El ejemplo ilustra por qué era oportuno hablar de “acción intencional” y distinguir ésta de la cuestión del motivo. El empresario autointeresado que extiende un talón destinado a los fondos para la lucha contra el hambre, lo hace intencionadamente, y su intención es que el dinero se destine a aliviar el hambre: si con su acción se alivia el hambre, esto no será un accidente en relación con su pensamiento al actuar así. La cuestión no es que su motivo no era la preocupación por aliviar el hambre, sino la preocupación por su propia reputación o comodidad”.
A no ser que entendamos por “comodidad” y “propia reputación” dos eufemismos que se refieren en realidad a la salud de su cuenta de beneficios, es decir, a su tasa de ganancia y a su capital acumulado, a no ser que fuera así, este párrafo y todo el libro, toda la ética burguesa, como hemos visto en los dos capítulos anteriores, está pensado para ocultar directamente la realidad del funcionamiento de la ética burguesa. El empresario sabe de sobra que las “buenas obras” desgravan en el fisco, tanto en el fisco terrenal, que es el realmente importa y en el celestial, que importa bastante menos y a algunos nada. Cualquiera que haya leído algo de la historia concreta de los sistemas de lucha contra la pobreza desde Roma, por no hablar de la Grecia clásica, sabe que las inversiones en alimentar a los menesterosos y pobres han sido siempre cuestiones políticas, preventivas contra revueltas y motines y antecesoras de las políticas de seguridad social burguesa, bien privada y subvencionada por los individuos y las “donaciones privadas” con suculentos descuentos en el fisco y con toda clase de ventajas directas o indirectas,; bien de seguridad social pública. Estatal. Sobre todo, cualquiera sabe que la evolución de estos sistemas dependen fundamentalmente de los resultados de la lucha de clases, es decir, de la violencia justa de las masas contra la violencia injusta de la clase explotadora. Por tanto, no se puede hacer ningún estudio ético-polçítico mínimamente riguroso olvidando esta contundente realidad histórica y planteándolo sólo desde la perspectiva individualista del empresario que t que piensa en su comodidad o en su reputación.
Sin embargo así lo ha hecho B. Williams. De este modo, la “credulidad” de las masas explotadas se refuerza porque ven como otro insigne escribiente de ética analiza un problema importante para la calidad de vida de las masas –los sistemas de “seguridad social” y “justicia social”, cosas que no pueden existir plenamente nunca en una sociedad angustiada por la incertidumbre y la injusticia originadas por la propiedad privada de los medios de producción, como veremos en el siguiente capítulo sobre ética socialista– desde la perspectiva dominante y oficial, la del individualismo, sea el del “buen samaritano” que ayuda a los demás obedeciendo a su dios, o la del “buen patrón” que ayuda a sus empleados con sobre sueldos bajo manga, fuera de la declaración de renta, etcétera. El empresario que da dinero contra el hambre está ejerciendo el principio Ético capitalista del máximo beneficio mediante el acto moral burgués del fariseo convencido de su “buena obra”. Toda otra interpretación es palabrería destinada a confundir y aumentar la “credulidad” de las masas alienadas que antes que nada necesitan desintoxicarse de tanto opio empezando a aplicar la máxima “de omnibus dubitandum”.
Por si fuera poco, ese principio Ético capitalista exige para su correcta aplicación de la intervención del Estado de clase, una maquinaria de violencia opresora, la única que puede garantizar in extremis, por cuanto es el centro cohesionador estratégico de los múltiples aparatos del poder burgués, que las masas explotadas no se rebelen y acepten su suerte, su dependencia definitiva, su incertidumbre existencial siempre sujeta a los vaivenes de las crisis cíclicas y endógenas del capitalismo y a los vaivenes de las medidas antiobreras impuestas por ese Estado. La dialéctica entre ambos factores explica que la Ética capitalista sea una Ética del odio a priori, anticipado, adelantado a los propios acontecimientos, como hemos demostrado en el capítulo sobre la acumulación originaria de la Ética capitalista. Por tanto, cuando B. Williams y otros éticos peroran sobre el “bien”, etc., sólo están ocultando mediante la inversión ideológica la realidad subyacente, estructurante, que es el odio de clase –y el miedo de clase, de género y nacional– que siente el Capital contra el Trabajo.
Este ejemplo nos ha permitido sintetizar en un solo problema todas las características exclusivas de la ética de Marx y de Engels: que todo problema político es socioeconómico y viceversa, y que cuando se analiza desde la vertiente ético-moral, inseparable de la dialéctica de las anteriores, hay que ir a la raíz del problema que no es otra que la explotación de la fuerza de trabajo por una minoría. No hay Ética posible sin esta previa y permanente constatación.
Iñaki Gil de San Vicente
EUSKAL HERRIA
2002/9/29