I
Hemos vivido cosas como todos los cubanos, unas más grandes, otras más pequeñas, pero todas con un sentido profundísimo. Nos hemos preguntado por qué razón, si hemos vivido después del Moncada, la Sierra —antes de la Sierra, la clandestinidad — , después un 1959, un Girón, cosas enormes, ¿qué razón hay para que el Moncada sea algo distinto a lo otro? Y, esto no quiero decir que podamos querer más a uno que a otro.
Yo algunas veces he dicho —no sé si en alguna entrevista o con alguna persona con quien he hablado— que a mí esto se me reveló muy claramente cuando nació mi hijo. Cuando nació mi hijo Abel fueron momentos difíciles, momentos iguales a los que tiene cualquier mujer cuando va a tener un hijo, muy difíciles. Eran dolores profundísimos, eran dolores que nos desgarraban las entrañas y, en cambio había fuerza para no llorar, no gritar o no maldecir. Cuando ocurren dolores así, se maldice, se grita y se llora; ¿y por qué se tienen fuerzas para no llorar y maldecir cuando hay dolores? Porque va a llegar un hijo. En aquellos momentos se me reveló qué era el Moncada. A pesar de aquellos dolores, de aquella cosa que creíamos, sentíamos perdida, de aquel dolor, más dolor que cualquier dolor, ¿cómo no maldecíamos y cómo no llorábamos y cómo estábamos serenos? Pensamos que únicamente por la llegada de algo grandioso se pueden resistir esos dolores.
La llegada del hijo, el hijo quo esperamos, no se puede recibir llorando, ni gritando. Sobre todo cuando decía de lo primero, también hablaba del primer hijo. No se quiere al primero más que al segundo ni más que al último; pero sí el primero es distinto: no estamos preparados para recibirlo, no sabemos si resistiremos los dolores, no sabemos si seremos buena madre, no sabemos si sabremos criarlo. Y eso nos produce una cosa distinta al segundo y al tercero y a los que vengan después, porque ya sabemos que sí podemos resistir, que sí sabemos criar; queremos a ese segundo o tercero igualito que al primero, pero ese primero es lo inesperado, es para lo que una no está preparada.
Y ahí se me reveló muy claramente qué había sido el Moncada. No era el hecho que más pudiéramos amar, ni el más grande, pero sí el primero, ese primero que no sabíamos cómo podíamos enfrentarnos a él, hasta dónde seríamos capaces de resistir. Y tal vez íbamos preparados para ver morir, para dejar allí a los que debían haber vivido muchos años. Pero también surge lo inesperado: no estábamos preparados para vivir lo que vivimos allí.
Hasta aquellos momentos sabíamos que podían existir cosas terribles, habíamos oído hablar mucho de lo que eran capaces los hombres. Pero nuestra fe en los hombres siempre nos hizo pensar que eran hombres; por nuestra fe en los hombres no podíamos pensar que una sociedad podía convertir a hombres en monstruos. Y fue un choque, un dolor, una alegría, que cambió nuestra vida totalmente; tanto, que siempre hablamos de antes y de después.
Cuando hablamos muy naturalmente de cualquier cosa insignificante, decimos: “Esto nos pasaba antes”, o decimos: “Esto nos pasaba después.” Y ese antes y ese después es antes del Moncada y después del Moncada.
La transformación después del Moncada fue total. Se siguió siendo aquella misma persona, pudimos seguir siendo aquella misma persona que fue llena de pasión, y pudimos, se pudo seguir siendo una apasionada; pero la transformación fue grande, fue tanta que si allí no nos hubiéramos hecho una serie de planteamientos hubiera sido difícil seguir viviendo o por lo menos seguir siendo normales.
Allí se nos reveló muy claramente que el problema no era cambiar un hombre, que el problema era cambiar el sistema; pero también que si no hubiéramos ido allí para cambiar tal vez a un hombre, no se hubiera cambiado un sistema.
Allí pensamos cuánto podíamos seguir haciendo y la enorme voluntad que teníamos que seguir teniendo. Porque recordamos siempre —lo recordamos como si fuera ese primer día— cuando Abel nos decía: «Después de esto es más difícil vivir que morir, por lo tanto, tienes que ser más valiente tú que nosotros; porque nosotros vamos a morir y ustedes, Melba y Haydée, tienen que vivir, tienen que ser más fuertes que nosotros, es más fácil esto que lo otro”. Aquello nos ayudó a pasar las horas más terribles que podamos haber vivido, pero también nos ayudó a vivir.
Tal vez sea, para ustedes los estudiantes, un poco difícil comprender el porqué, ya que hoy todo es distinto, ya que hoy ir al combate es distinto. Hoy vamos al combate con todo el respaldo de un pueblo, con todo el respaldo de los seres queridos. Allí nos preparábamos para un combate, no con ese respaldo del pueblo que pudiéramos haber tenido o no haber tenido —no sabemos — ; ni siquiera con el respaldo de la familia. Y es difícil prepararse para un combate así.
Hoy nuestros padres se sienten orgullosos de vernos coger un rifle para ir a combatir al enemigo. En aquellos momentos éramos unos locos, en aquellos momentos llevábamos el dolor a las personas que tanto queríamos; y sentíamos el dolor de quedar y que no nos comprendieran, sentíamos el profundo dolor de quedar y de que nuestros niños nos recordaran como una locura, como un grupo de locos.
Esto no quiere decir que no tuviéramos fe en nuestro pueblo y en nuestros niños, pero es que los hechos quedan, cuando quedan, también del hecho, algunos hombres firmes. Porque el Moncada se hace grande por la firmeza de los que mueren y por la firmeza de los que viven. El Moncada no hubiera sido nada sin la firmeza de los que murieron y sin la firmeza de los que vivieron.
Y ese temor lo teníamos, y esa preocupación la teníamos: si quedamos todos, ¿cómo pensarán de nosotros por lo menos estos primeros años? Aquel dolor era profundo, era infinito, porque íbamos a darlo todo e íbamos a obtenerlo todo.
Sabemos que haber ido allí no fue tampoco una cosa heroica, sino un privilegio. Muchas mujeres, si hubieran tenido la oportunidad que tuvimos nosotros de tener cerca un Abel, un Boris, un Fidel —y tantos, que nombrarlos solo sería una lista interminable— hubieran podido ir. No tuvieron ese privilegio.
Pero era difícil también. ¿Qué muchacha hoy de 18, 20 ó 25 años tiene ese temor? El temor no es de empuñar el rifle, el temor es de qué dice su hijo si no empuña el rifle, el temor es de qué dice su sobrino pequeño si no empuña el rifle; ese es el temor de hoy.
Recordamos que en aquellos momentos para nosotros era una preocupación tremenda qué diría de nosotros una sobrinita, que en aquellos momentos tenía dos años, cuando fuera mayor. Aquella niña significaba para Abel y para mí mucho, y nos preocupaba qué pudiera decir. ¡Qué distinto es hoy! Hoy la preocupación es cuando mi hijo Abel le pregunta a su padre: «¿Y por que tú no te vistes de verdeolivo?» Por eso he querido expresar esto, para que entiendan también qué distintos eran los tiempos.
En aquellos momentos un hijo podía decir: “Mi padre no me quería, me dejó, se fue allá, me dejó sin comer, me dejó sin casa». Porque era en aquellos momentos. Pero en estos momentos —¡qué distinto es!— el hijo pregunta: «¿Eres vanguardia, fuiste al campo, fuiste a Girón, eres miliciano, por qué no vistes de verdeolivo?» Hoy nuestros hijos nos empujan más todavía, a pesar de la mucha pujanza que podamos tener nosotros.
Allí era el dolor, era el dolor de oír decir a Tassende, José Luis: «A mi hija, que siempre la quise; que no la abandoné; que por lo mucho que la quiero vine aquí». Él no tenía la seguridad de que su hija iba a saber eso, en cambio lo decía y lo repetía.
Oíamos a otros compañeros cuando decían: «Tal vez mi madre crea que no la quiero porque le doy este dolor, y tal vez en este momento la quiera más que nunca la he querido.» Hoy para las madres, el orgullo es distinto, aunque el dolor sea igual.
Ahí nos ponemos a pensar qué difícil era aquello y qué contradicción, porque con qué facilidad hacíamos todo. Y poco tiempo en nuestras vidas ha podido ser más feliz que cuando aquel pequeño grupo nos preparábamos para el Moncada. No sabíamos qué iba a ser el Moncada, pero no importaba, porque de todas maneras sería un Moncada.
Pocas veces hemos podido ser más felices, que cuando grupos como aquel, un grupo pequeño… Sobre todo tal vez esté recordando en este momento a los que visitaban en 25 el apartamento que teníamos Abel y yo, que por no tener trabas familiares, que por no tener problemas de ninguna clase, todo iba allí, todo se hacía allí. Allí vivimos, no momentos tristes; allí vivimos días, meses, tal vez como nunca jamás hemos vivido. Porque después la lucha fue mayor, los grupos fueron mayores, y la lucha se extendió para suerte de todos en la Isla entera.
Pero al estar concentrados, al ser un grupo, concentrados allí en aquel pedacito de apartamento —porque era un pedacito de apartamento — , cabíamos todos, comíamos todos, vivíamos todos, y éramos felices todos. Nunca hemos saboreado comidas más sabrosas que aquellas; nunca hemos compartido como compartíamos aquella pequeña cosa. Cocinábamos para cinco y llegaban 20, y los 20 comían, por lo menos sentían que comían, porque era muy poco lo de cinco para 20; porque ya lo de cinco también era escaso. Pero la alegría de estar allí todos, la alegría de compartir todo… En aquel pedacito dormíamos todos y cabíamos todos. El suelo nos parecía a todos los colchones que más muelles puedan tener en la vida.
Por eso les digo que fue fácil, aunque el pensamiento de la familia, el pensamiento de lo que se avecinaba, el pensamiento del dolor y —lo más duro tal vez— de la incomprensión, también venía a nuestras mentes, a la mente de todos; aunque sabíamos que el deber era aquel y que tarde o temprano nos iban a entender, o por lo menos teníamos que pensar eso.
A aquel apartamento, que recordamos siempre lleno de vida, que recordamos siempre lleno de hombres, nos ha sido difícil volver a ir nada más que porque nos tortura pensar que ahí no hay vida.
Hoy está arreglado,» se arregló, como en aquellos días, ¡pero no hay vida! Tal vez, si en vez de arreglar eso así solamente, hubiera vida, fueran estudiantes, estuviera siempre lleno, viéramos vibrar allí a aquellos mismos hombres —que hoy son estos — , fuera fácil ir allí. Pero no podemos nunca pensar que no hay vida donde hubo tanta vida.
De allí —como muchos o todos sabrán porque lo habrán leído muchas veces— se partió en distintos grupos a Santiago. Si allí hubieran podido quedar grabadas tantas conversaciones, tantos hechos y tanta vida, sería algo inmenso; porque por mucho que se hable, por mucho que se quiera decir, hablar de tanta vida no se puede ni en cien años.
Fragmento de Haydée habla del Moncada. Instituto del Libro, La Habana, 1968. Pp. 15 – 22
Charla ofrecida por la compañera Haydée Santamaría sobre el asalto al Cuartel Moncada, en la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de La Habana. 13 de julio, 1967. “Año del Vietnam Heroico”. |