Para matar a ciertas criaturas no hay más remedio que dirigirles una última mirada desde el aire: los afganos, los iraquíes, los palestinos. Para mirar a ciertas criaturas, al contrario, no hay más remedio que matarlas de un palmotazo: las moscas, las abejas, los aviones. Y luego están las flores. Reconozco que he llegado a una edad en que me parecen mucho más espectaculares las rosas que las carreras de coches y mucho más excitantes las hojas de un ciruelo que una pasarela de modas. Túnez, el país donde vivo, tiene pocos museos y pocas librerías, pero basta esperar con paciencia para que todos los años sus calles se vean invadidas por las más refinadas y vanguardistas obras de arte: la primavera. Todas las mañanas de este mes de mayo hago mi peregrinaje floral, localizo nuevos brotes imprevistos, registro cambios en los muros y visito religiosamente el callejón de la Aurora y la rue de Boulogne, donde ‑ascendente y descendente- una sucesión espumosa de blancos, rosas, naranjas, lilas y fucsias estalla al final en el suavísimo malva nocturno de una jacarandá lentísima. En las selvas hay verdes húmedos que envenenan el alma; en la plaza de Mendes France hay un rojo tan irracional, tan inmoral, que puede volver loca a una mente frágil. Si se quiere conservar el juicio hay que explicar ese color o compartirlo y para ello no caben atajos: o se lleva a empujones a los amigos al pie del arbusto y se les obliga a mirarlo o se dedican minutos ‑y minutos- a describirlo pacientemente. Nada que podamos contemplar en una pantalla es tan espectacular, exigente y amenazador como un ciprés que sangra bouganvillas por todas sus ramas ‑o un flamboyán en llamas.
Digamos que los humanos tenemos tres tipos de memoria.
Una, documental, puramente cronológica, que nos permite recordar la fecha de las guerras, las revoluciones y los cumpleaños de los seres queridos; y que es importante para orientarse en el tiempo; es decir, para recordar cuán viejos son ya los recién nacidos y qué jóvenes seguimos siendo los todavía viejos.
La segunda, colectiva, tiene que ver con las respuestas sociales rutinarias, enraizadas en el cuerpo y en el discurso, a los embrollos de la vida en común. ¿Cómo comportarse en un museo? ¿Cómo tratar a un anciano? ¿Cómo enterrar a los muertos? Este tipo de memoria, materializado en modales, ritos de paso, ceremonias e instituciones, permite actuar correctamente sin necesidad de pensar, lo que constituye la condición misma de toda existencia compartida. No pensar, claro, es indispensable cuando se trata de tomar medidas ya establecidas frente a una situación de urgencia ‑un ciclón o un terremoto‑, pero es peligroso si lo que impone es, al contrario, tradiciones insensatas, como la ablación del clítoris o el confinamiento de las viudas. Por eso la memoria colectiva debe ser revisada y racionalizada cada cierto tiempo.
Tenemos, por último, la memoria individual , sedimentada en torno a costumbres y a objetos. Lo que verdaderamente marca nuestro carácter está de alguna manera sumergido en nuestro cuerpo: todo ese flujo de repeticiones y conchitas, de gestos fatigosamente renovados y canicas, de rutinas largas y de astillas diminutas. El camino de la escuela, el reclamo operístico del vendedor ambulante, el roce de los pantalones de franela, la luz invernal sobre el mueble heredado del abuelo, el olor a naftalina, el jarrón chino que sobrevivía a todas las mudanzas, el rojo ‑sí- de la buganvilla que nos retenía en un callejón poblado de basuras ‑y de malandros que fumaban. Esa memoria ‑idiosincrásica y meteorológica- se puede traducir incluso al chino, porque tiene que ver con los cinco sentidos, patrimonio compartido, y con los cuatro elementos, suelo colectivo, pero no se puede traducir sin un enorme esfuerzo introspectivo y lingüístico. Uno de los nombres que recibe ese esfuerzo ‑para rescatar lo común encerrado en el propio cuerpo- es “poesía” y, en general, “literatura”.
Pues bien, una de las paradojas del capitalismo, y de sus tecnologías ancilares, tiene que ver con su potencia para erosionar estos tres tipos de memoria.
La memoria documental ha quedado muy debilitada por la propia capacidad tecnológica de registro y archivo. Todas las fechas, todos los datos, todas las estadísticas están almacenadas en soportes exteriores informáticos que de alguna manera han vaciado nuestras cabezas. En ese vacío, como en una sopa ligera, flotan algunos acontecimientos sin conexión, aislados de la historia, monumentalizados por unos medios de comunicación que producen, como Nestlé y Disneylandia, caramelos, juguetes y mercancías. El 11‑S se yergue en medio del magma originario como el gran fetiche enhiesto de un olvido colectivo. En un diálogo de Platón, un escriba egipcio le decía a Solón que los griegos eran como niños, porque no podían recordar más allá de tres generaciones, mientras que ellos, dueños de la escritura, se podían remontar, nombre a nombre y fecha a fecha, hasta el pasado más remoto. El capitalismo produce niños extraviados en un tiempo uniforme, sin límites ni orillas.
La memoria colectiva está asimismo muy dañada. Hablamos de las especies animales desaparecidas o amenazadas, pero nos olvidamos de todos los gestos milenarios, las ceremonias comunes, las respuestas colectivas desterradas para siempre de este mundo. Podemos pensar en oficios muertos o en liturgias ceremoniales extinguidas, pero también en formas de organización política y vínculos de solidaridad definitivamente deshechos. Las respuestas automáticas ‑ese tino social sin pensamiento- no las impone ya la tradición o la institución o la educación, con sus ventajas y sus riesgos, y mucho menos la razón o el socialismo, sino las multinacionales. ¿Cómo superar un duelo? La casa Roche te vende una pastilla. ¿Cómo enterrar a los muertos? La funeraria privada se encarga profesionalmente del residuo. ¿Cómo besarse, dónde divertirse, qué ropa vestir, qué comer, cómo viajar, qué mirar? Monsanto, Meliá, Zara, MacDonalds, El Corte Inglés, Disneylandia nos movilizan ‑permanente ciclón o terremoto- sin posibilidad de equivocación.
Pero por todo esto, se comprenderá, es absurdo pretender que el capitalismo es individualista . Todo lo contrario: sólo los pobres, los muy pobres, tienen todavía biografía. Las clases medias y sus imitadores más desfavorecidos tienen más bien una colección de souvenirs o un catálogo estándar de fotografías. La memoria individual ‑las repeticiones y las conchitas, las costumbres y los objetos- ha sido sustituida por un universal folleto publicitario en el que el sujeto de la experiencia, desprovisto de cuerpo, es intercambiable por cualquier otro. ¿Qué recordamos? El área de servicio de la autopista, la final del mundial de fútbol, el logo de Nike, la publicidad de Ford, el vestíbulo del Sheraton, las ofertas del Carrefour, el icono de página de inicio de Microsoft. El investigador Kevin Slavin calcula que hay en torno a 10.000 millones de fotos digitales colgadas sólo en Facebook. ¿Toda una floración individual? No, porque todas esas imágenes privadas pueden reducirse a un repertorio de cinco o seis clichés indiferentes: el viaje organizado, la fiesta de fin de curso, el cumpleaños en el Burger King, el día de compras.
¿Y las buganvillas rojas? Uno va a google y busca imágenes. Allí no corremos el peligro de volvernos locos ni nos vemos obligados al agotador esfuerzo, memorístico y literario, de describir y explicar su incendiada irracionalidad. Suprimidos los cinco sentidos y los cuatro elementos, se suprime al mismo tiempo, paradójicamente, la posibilidad de una experiencia personal y la posibilidad también de comunicarla.