Ya que andamos de bicentenario, siempre será bueno recordar que el fracaso de las luchas por la independencia de América hispana (y su posterior balcanización en 20 repúblicas más la colonia de Puerto Rico), fue el triunfo de James Monroe sobre Simón Bolívar.
Las luchas contra el imperio español (hipócritamente apoyadas por yanquis y británicos) dejaron a nuestros pueblos desangrados, y a sus economías en quiebra total (1810−30). Y luego, los buitres del «progreso» y la «civilización» pescaron en río revuelto. Estados Unidos (que durante las contiendas se proclamaba «neutral») tenía cuatro centros de conspiración antibolivariana:
México (embajador Joel R. Poinsett), John B. Prescott (Buenos Aires y Chile), William Tudor (Lima) y William H.Harrison (Bogotá). Y Washington contó, además, con el apoyo de grandes traidores de bronce: Agustín de Iturbide (México), Bernardino Rivadavia (Buenos Aires), José de la Riva Agüero y José Bernardo de Tagle (Perú), y Francisco de Paula Santander (Colombia), piedras basales de los patriciados oligárquicos.
Cual más, cuál menos, todas las oligarquías latinoamericanas registran densos historiales de irracionalidad política, entreguismo económico, alienación cultural y refinados mecanismos de racismo y discriminación social. Pero de todas, las de Colombia fueron las que mejor cumplieron con la agenda imperial.
En 180 años de historia republicana (y a diferencia de otras naciones), Colombia jamás tuvo un gobierno que no fuera represivo, o tibiamente comprometido con las clases desposeídas. Sus épicas rebeliones populares marcharon parejas con las muchas constituciones que las oligarquías diseñaban para sí mismas, en tanto el territorio era convertido en una gran fosa común atiborrada de generaciones y generaciones de campesinos, indígenas, obreros, jóvenes estudiantes, y luchadores sociales.
En días pasados, el país que a García Márquez le permitió probar que la ficción apenas puede dar cuenta de su sanguinosa realidad, nos presentó al nuevo presidente: Juan Manuel Santos, miembro conspicuo del patriciado liberal, a quien el buen humor de sus compatriotas apoda Chucky.
Observémoslo con detenimiento. ¿No guarda un inquietante parecido con el muñeco diabólico que animó la saga de las películas escritas por el guionista de Hollywood Don Mancini? Chucky es un juguete poseído por el espíritu de un feroz asesino serial que, acorralado por la policía, traspasa su alma a la de un muñeco de moda. Una mamá compra el juguete para su hijo que, obviamente, contiene el alma del asesino serial.
Intercambiando los roles, podemos imaginar que si el presidente Santos encarna la tortuosa personalidad de Chucky, el asesino serial sería Álvaro Uribe Vélez, su antecesor en el mando. Político servil de la oligarquía, Uribe hizo carrera política bajo la cobertura de los grandes capos del narcotráfico, y el temible accionar paramilitar en el decenio de 1990.
Tras bambalinas, los gringos. En el famoso «Documento de Santa Fe» (1980), primero de los cuatro redactados por el grupo ultraconservador de republicanos que orientaron la política exterior de Washington en las dos presidencias de Ronald Reagan y la de George Bush padre, leemos:
«En Colombia, Estados Unidos debe ir más allá del fortalecimiento de su sistema judicial y apoyar a los tribunales especiales bajo el control conjunto del Ministerio del Interior y de las fuerzas armadas, para enfrentar la doble amenaza de la subversión y el narcotráfico, que representan una guerra abierta contra el régimen democrático» (propuesta número 4).
«Estos tribunales deberán disponer de poder significante como para juzgar con celeridad y recluir en centros especiales de detención controlados por el ejército a los subversivos y narcotraficantes que operan actualmente contra la soberanía del pueblo colombiano. El problema de El Salvador se repetirá aquí en una escala mayor si no se adoptan prontamente medidas enérgicas. El apoyo oportuno de Estados Unidos y un financiamiento adecuado pueden, por lo tanto, prevenir mayores insurrecciones y una guerra civil».
Treinta años y 200 mil muertos después, sería ingenuo creer que los estrategas del imperio miran al país sudamericano con actitud distinta a la de Monroe, quien escribía con pluma de ganso: bañada por dos océanos, Colombia limita al norte con el canal de Panamá, penetra con profundidad en la floresta amazónica y la cordillera de los Andes, posee importantes yacimientos de petróleo, carbón, oro, minerales y piedras preciosas y, last but not least, exporta 400 toneladas anuales de cocaína a Estados Unidos.
Entre los entendidos, menudean las conjeturas. Los unos aseguran que Santos tomará distancia con el asesino serial que lo precedió en el cargo, y al que sirvió como ministro de Defensa. Y los otros dicen que Washington no instaló en Colombia ocho bases militares para cruzarse de brazos. Lo único cierto es que Chucky (juguete made in USA) tiene cuerda para rato.