Cuando yo hacía, con la bendita pasión juvenil del descubrimiento, mis primeros estudios de Derecho Penal, descubrí entre los delitos de peligro para la vida la figura de la omisión del socorro o, lo que viene a ser lo mismo, de la denegación de auxilio. Aún recuerdo lo escrito por el profesor correspondiente: castiga el Código al «que no socorriere a una persona que se hallare desamparada y en peligro manifiesto y grave». Estas cosas suelen quedar gravadas en el fondo del alma, porque a mí me ha venido instantáneamente esa figura delictiva a la memoria al leer que el Gobierno del Sr. Zapatero ha decidido retirar la ayuda de 426 euros (¡426!) a todo parado que entre las edades de 30 y 45 años sea soltero y no tenga cargas familiares. Se trata de un colectivo que, según reza en la estadística, puede superar los cuatrocientos mil individuos. A este cerca de medio millón se le condena por los socialistas, al menos teóricamente, a la extinción radical.
Sé también desde aquellos tiempos que las figuras delictivas no deben ser consideradas de una forma analógica y extensiva con el fin humanísimo de evitar la injusticia por abuso en el juzgador. Por lo tanto, yo debería no extender más allá de la intención del legislador la referencia a tal figura delictiva. Pero ¿cabe alegar este reparo ante lo que voy a decir en un tiempo en que muchos ciudadanos son encarcelados, y no pocos con tortura, alegando los tribunales puras inducciones ideológicas y escandalosas extensiones solamente apoyadas en una voluntad puramente política?
Procedamos, pues, a hacer la primera afirmación acerca del asunto: a mí me parece delictivo, esgrimiendo la obligación de socorro o la denegación de auxilio, que un Gobierno eyecte hacia la nada a miles de trabajadores que víctimas de un paro que no han gestado ellos han de sufrir un total e ignominioso «desamparo y estar en peligro manifiesto y grave». Si la quema de un buzón vasco se eleva a delito de terrorismo, ¿acaso no debiera considerarse de voluntad delictiva muy grave retirar el auxilio mínimo a un ciudadano al que llevan al altar del sacrificio portando además la propia leña, o sea el paro, para consumar el sacrificio? Ha de tenerse en cuenta que ese poder inhumano y criminoso ‑hablemos en términos sustanciales- acude con presteza y escándalo social en auxilio de banqueros y gente de la finanza que ha desmochado en el curso de una acción repugnante de atesoramiento y poder el edificio de la economía colectiva.
El Sr. Zapatero, que hace solamente dos o tres meses afirmaba, con voz y gestos arcangélicos, que la resurrección de la economía se haría sin tocar ni uno sólo de los beneficios sociales conquistados por las masas, lleva semanas royendo las seguridades mínimas de los trabajadores, desde el empleo hasta el salario. Y lo hace además con voz que quiere transmitir el sacrificio personal ‑o sea, la pérdida del cargo- a la población que en muchos casos aún le presta una bobalicona asistencia por confundir el socialismo con el obrerismo de antaño. El Sr. Zapatero, que desayuna con el Sr. Botín y merienda luego trabajadores, debería pensar si emplear en ello esfuerzo hercúleo ‑y si no que lo consulte al Sr. Blanco‑, si se puede expulsar hacia la nada a unos ciudadanos que solamente aspiran a un trabajo básico sin considerar siquiera la explotación de que son objeto cuando lo consiguen. Trabajo, además, que normalmente constituye una forma de servidumbre que debería avergonzar a todo gobernante o empresario, ya que son ambos la misma cosa. ¿Retórico el alegato del asendereado y pobre escritor? Posiblemente sí, pero dado que no tiene a mano arma adecuada y necesaria para defender la justicia debida a la humanidad doliente, bueno será que dispare con ruido y rebomborio la única arma que posee, que es la palabra con ira. No digan ante esto la tropa de los serviles, como suelen hacer, que el grito no es propio de un demócrata civilizado. Ante esa argumentación ha de sostenerse que la palabra discreta y ponderada ha sido remojada por el agua sucia de la ley o del poder y no sirve ya, porque no lleva a lugar alguno en que pueda obtener el remedio pertinente. Esa palabra hay que hincharla con otro gas que no sea el gas pobre de parlamentos e instituciones, para que el globo de la protesta suba sobre el horizonte.
Pero dejemos estas cuestiones de urgente filosofía del lenguaje y volvamos al tajo. Se opera desde el poder con un cinismo atosigante. El Sr. Blanco, que le da como buen gallego curial al botafumeiro en la Moncloa, pensando en la sucesión mitrada, acaba de argüir que unos servicios públicos -«desde la sanidad a la educación»- que se quieran homologables con la eficiencia europea demandan una elevación fiscal de rango europeo. ¡Nada más y nada menos! Pero en ningún momento cavila públicamente este socialista, transformado en mantillo del poder, que los impuestos han de relacionarse muy prudentemente con los salarios, sobre todo con los salarios de aquellos que reciben la llamada soldada mínima interprofesional. Inverecundia viene a ser, Sr. Blanco, esta reflexión que usted ha hecho. Porque usted sabe que el salario mínimo interprofesional español figura en el quinto lugar de los salarios europeos si usted los cuenta por la cola. De los 1.610 euros que cobra mínimamente un trabajador luxenburgués, la relación numérica se va desmoronando hasta los 633 que recibe un trabajador español. Entre ambas cifras están los 1.462 euros de Irlanda, los 1.357 de Holanda, los 1.136 de Bélgica, los 1.321 de Francia, los 1.148 de Gran Bretaña, incluso los 681 de Grecia…Tras España están Portugal, Polonia, Rumanía y Bulgaria. Por ejemplo. Inverecundo es, pues, el argumento, Sr. Blanco. No hagamos, pues, ecuaciones con falsificación de la igualdad. Quizá debería pensar, señor ministro, en mantenernos y mejorarnos unas contadas prestaciones básicas a cambio de no desollarnos el monedero. Tal como nos han movido por la historia constituimos un país africano endeudado para adquirir el vestido de fiesta. De ese exceso de faralaes se duelen, entre otras importantes cosas, las naciones vasca y catalana, que se ven en mejor situación merced a su esfuerzo histórico por salvaguardarse de España. No podemos soportar tanta gloria y procesión «desde lo militar a lo institucional y escénico» a base de comer el pan mojado en amargura. Es la hora en que al pueblo hay que convocarle no para que vote remoquetes históricos, sino para que tome en sus manos la propia gobernación para edificar una modernidad que podamos financiar. Una modernidad hasta ahora impedida por cuatrocientos años de fantasías imperiales. Las auténticas llaves de Utrech se las quedaron los flamencos.
Usted imagina, Sr. Blanco, la conmoción de los ciudadanos equilibrados cuando hace unos días escuchaban al Sr. Almunia, socialista también, dándole apoyo a usted con su defensa de la subida española de impuestos para hacer frente a nuestras necesidades. El Sr. Almunia, arrellanado tras su mesa de comisario europeo… Busquen ustedes a quien desmanteló con delito la ya pobre economía española para soñarse financieros americanos. Y procedan a convocarles a juicio. No se puede desayunar con los prebostes y luego abrigarse con la bandera del socialismo obrero. Ahí sí que tienen ustedes que homologarse con los socialistas muertos por la causa de los trabajadores. Pero ¿quién se acuerda ya de aquellos socialistas enterrados en tierra sin nombre? Ustedes, no.
Dejen ustedes de enredar con los impuestos y procedan de una vez a relacionarlos con los que hurtaron la riqueza, como anunció ‑vuelo de mariposa- el Sr. Zapatero.