El llamado «terrorismo» es una «lacra» hasta que triunfa o es derrotado. Es entonces que se explica, se comprende y, sobre todo, se historiza. Hay numerosos ejemplos acerca de los que ayer eran «terroristas» y hoy son héroes y hasta jefes de estado. Es lo que tiene la lucha de clases y la guerra de clases en sus fases agudas o atenuadas, agrias o mitigadas. En el Estado español ‑concepto este, ya lo dije, acuñado por el franquismo que aspiraba a crear un «Estado Nuevo» fascista more mussoliniano‑, al no haber ruptura democrática, se considera que ETA siempre fue «terrorista», antes y después del advenimiento místico de la «democracia». El monopolio de la violencia weberiana ‑como nos recuerda siempre el atormentado y ríspido gauleiter Joseba Arregi- es del estado y no hay más que hablar. Quien se oponga a él, con las armas en la mano, sobre todo si son armas obreras, es un terrorista, un forajido (fora exitus, un marginado). Si bien el torturador y colaborador de la Gestapo nazi Melitón Manzanas no ha sido considerado ‑o igual sí y no me he enterado- un demócrata, el hecho de que fuera ejecutado por ETA lo convirtió, automáticamente, en un «mártir» y una «víctima del terrorismo». O Carrero Blanco. La lucha armada de no importa qué sigla ‑siempre que sea revolucionaria- tiene la extraña virtud de convertir en demócratas a sus víctimas, aun a pesar de ellas mismas. Una rara metamorfosis. Hasta Jesucristo dijo al pescador Pedro que no blandiera la espada en Getsemaní cuando fue prendido por los romanos, o sea, que iban armados, al menos según San Marcos.
Hace ya algunos años el prestigioso y nada sospechoso de complicidad con organizaciones armadas, el antropólogo santurtziarra Juan Aranzadi, acuñó el vocablo «ideología antiterrorista» para desenmascarar la mistificación que suponía presentar la compleja problemática política contemporánea como una lucha maniquea entre la democracia y el terrorismo, entre el Bien y el Mal. Es decir, un combate escatológico entre buenos malos. Otrosí, la historia entendida y contada como un tebeo. La intelligentsia dominante no da más de sí. De la secularización de la teología en conceptos políticos modernos ‑del iusnaturalismo al iuspositivismo, del derecho divino agustiniano a Kelsen‑, como decía Carl Schmitt, se vuelve otra vez a la teología política: buenos y malos, amigo/enemigo, el eje del mal y Occidente (cristiano), choque de civilizaciones, fundamentalistas y civilizados… Una interpretación hollywoodiense de la historia, un neoinfantilismo de la misma propio de una película de Spielberg.
Incapaces de explicar nada, sabedores de su derrota política, moral e intelectual, responden igual que yo lo hago a mis hijas cuando vemos en la tele una peli de indios y vaqueros: «Aita, ¿los indios son los malos, no?». Y yo, baboso y babeante: «¡por supuesto!». No seré yo quien les abra los ojos a mis hijas explicando la verdad de las cosas para que acaben convertidas en unas «hijas de puta políticamente incorrectas» y no gente de provecho. ¿Qué clase de padre sería yo?