Las Sturmtruppe imperiales están saliendo de Iraq. Han debido salir mucho antes. Cada minuto que permanecían allí añadía más ignominia a esta nueva derrota del Imperio. Lleva varias recientemente: la del Líbano, la de Gaza, la de Afganistán. Apenas tuvieron un respiro con el alevoso zarpazo de Honduras y alguna que otra revolución de color en Europa del Este, que comienzan a revertirse, tal es la brutalidad de los gobiernos que surgen de ellas. Son tan bestias que aquí pasaría lo mismo si llegan a regresar al poder. Se portarían con tal patanería que no durarían mucho tiempo, como en abril de 2002.
Estas Sturmtruppe, ‘tropas de choque’, dejan tras sí una estela de muerte y destrucción. Sin un solo hecho glorioso. Arrasaron casi completamente ciudades como Faluya, en un bombardeo que dejó a Guernica como un juego pirotécnico. Sembrada de uranio, se ha cuadruplicado la incidencia de cáncer, 12 veces en los niños. No solo fue Faluya, las Sturmtruppe dejaron sembrado gran parte del territorio iraquí de uranio empobrecido, con su secuela de cáncer y deformaciones congénitas. Deja una secuela de bombazos, unos de resistencia, otros de origen poco claro. Deja una secuela de mutilados físicos y mentales, como sus propios soldados, que al regreso a los Estados Unidos se suicidan en masa. Estos nuevos bárbaros acabaron con una invalorable riqueza cultural de la humanidad que se albergaba en la Biblioteca del Bagdad. El cálculo de iraquíes muertos se eleva a cientos de miles. Algunos hablan de cerca de un millón. Los muertos iraquíes no se cuentan, como Billy The Kid, que a los 21 años ya había matado a 21 hombres, “sin contar mexicanos”, como relata Jorge Luis Borges, tan simpático.
Apenas lograron capturar y matar a su pupilo Saddam Hussein, en un linchamiento que avergonzaría al mismo Ku Klux Klan. No pudieron apoderarse enteramente de su petróleo, el fin real de la invasión. La industria petrolera necesita paz, pues no tiene sentido económico poner un soldado cada diez metros para proteger un oleoducto, por ejemplo.
Últimamente el Imperio está perdiendo guerras en las que tiene nominalmente la ventaja militar. A veces, como en Gaza, sin recibir un tiro. El problema está en la imposibilidad de ocupar el territorio, como descubrió Hitler en Europa, donde no pudo mandar debido a la resistencia de la población invadida. Un soldado invasor en medio de una ciudad hostil es un blanco fijo, fácil, indefenso, visible, un sitting duck, un ‘pato sentado’. En cambio la población civil nativa es invisible, pues no se sabe qué individuo de ella será el atacante súbito e inesperado. De allí la necesidad de arrasar ciudades enteras, como Faluya. O sitiarlas de modo criminal, como a Gaza. Fácil es bombardear, difícil es ocupar el territorio. Con Gaza no pudieron a pesar del fósforo blanco, los aviones no tripulados, el uranio empobrecido, que nuestra oposición piensa que solo dará cáncer a los chavistas si nos llegan a invadir.
Nota bene: El grito de “¡non fuyades, cobardes!” fue el que lanzó Don Quijote a los molinos de viento y añadía: “¡Que es un solo caballero el que os acomete!”. Cervantes usaba deliberadamente la forma ya entonces antigua fuyades en lugar de huyáis, unos de los modos que tuvo para parodiar el estilo arcaizante de las novelas de caballerías.