En aquellos pueblos de mi infancia se gastaba poco y se cantaba mucho. Las mozas gorjeaban las canciones de moda mientras tendían la colada y los labradores – cuando la faena lo permitía- hacían gala de sus voces entonadas. Aquella afición al canto tenía vistosas expresiones grupales: juntos cantaban los auroros que nos despertaban con sus arpegios o la mocina que, reunida en la plaza, hacía de la sobremesa festiva una exhibición polifónica. Cuatro sardinas viejas, unas guindillas y algunos tragos bastaban para que las tabernas se convirtieran en un remedo cutre del Odeón.
La afición al canto que yo conocí en aquella Nafarroa rural estaba muy arraigada en toda Euskal Herria: Olentzero, las rondas de Año Viejo, Santa Águeda, las pastorales… La vieja afición al canto facilitó la eclosión coral que se produjo a finales del siglo XIX. A nuestro pueblo, que vivía entonces bajo el trauma de la reciente usurpación foral, le dio por cantar. Surgió un importante movimiento cultural que pretendía salvar con las artes lo que nos habían robado con cañones y bayonetas. Unos con la pluma y otros con las corcheas defendían nuestra identidad. En el contexto urbano fueron surgiendo los orfeones que desempeñaron un importante papel político; el Orfeón Pamplonés trasladó a Gernika la indignación navarra contra el expoliador ministro Gamazo. Surgieron también multitud de coros que, en aquellos tiempos de dura confrontación identitaria e ideológica, servían para diferenciar a los hijos de Sabino Arana de los de Pablo Iglesias; hasta éstos tenían un toque vasquista y daban a conocer las canciones de la tierra. Superada aquella fase, la música coral ha sido un importante elemento aglutinador por encima de siglas y tendencias.
Jose Antonio Agirre, en junio de 1937, pensó que todo se acababa. Casi como testamento, encargó que organizaran coros para que ‑con sus melodías- recordaran ante el mundo a un pueblo «que murió por su libertad». Por suerte, la realidad no fue tan sombría. Con el paso de los años, el euskara comenzó su recuperación y, con la lengua, el canto. Los promotores de las ikastolas acostumbraban a salir por las calles para cantar en nuestra lengua y socializarla: «Jalgi hadi plazara». Hace 14 años, los euskaldunes de Biarritz iniciaron el «Kantuz kantu»; casi inmediatamente siguieron su ejemplo los baioneses. A partir de 1998, Euskal Herria fue conducida a un túnel represivo que todavía continúa. Francia y España reactivaron la inquisición y dieron casi por concluida la asimilación de los vascos. Estos, como en parecidas ocasiones, respondieron cantando. Hoy son cientos los grupos que se reúnen de forma periódica para cantar por las calles en euskara: ejercicio colectivo de recuperación cultural, respuesta a la intolerancia, encuentro entre diferentes, terapia grupal, reafirmación identitaria, construcción nacional… Kantuz no es la única, pero sí una de las columnas ‑armoniosa y festiva- en las que se va asentando la restauración de nuestro Estado.
En Nafarroa se sigue entonando esta jota: «Pueblo que canta, no muere/dicen que dijo el juglar/y, si es verdad lo que dijo,/ Vasconia no morirá».
Fuente: Gara