Ciu­da­da­nía – Jon Odriozola

El revo­lu­cio­na­rio bur­gués Robes­pie­rre pen­sa­ba que un hom­bre no pue­de ser libre si no goza de los medios de sub­sis­ten­cia para una vida huma­na dig­na. Y, en cohe­ren­cia, abría su país a cuan­tos lo nece­si­ta­ron. Hoy, cla­ro, es dis­tin­to. No hay más que ver al con­tra­rre­vo­lu­cio­na­rio bur­gués Sar­kozy expul­san­do a ciu­da­da­nos «comu­ni­ta­rios» de etnia gita­na. Anto­nio Álva­rez-Solís me daba una expli­ca­ción psi­co­ló­gi­ca: el pre­si­den­te fran­cés, de ori­gen hún­ga­ro, tra­ta­ba de demos­trar que para fran­cés él, y con un par.

Según el cate­drá­ti­co José Manuel Ber­mu­do, la his­to­ria de la huma­ni­dad, en su dimen­sión éti­co-polí­ti­ca, es la his­to­ria de la con­quis­ta de la ciu­da­da­nía. En el momen­to de la Revo­lu­ción fran­ce­sa, se deja de ser súb­di­to y se popu­la­ri­za la pala­bra «ciu­da­dano» para expre­sar un ideal de vida com­par­ti­do. Lla­mar al otro ciu­da­dano equi­va­lía a afir­mar la liber­tad e igual­dad. Ya no había «exce­len­cias» ni «ilus­trí­si­mas» ni, por des­con­ta­do, «alte­zas» ni «majes­ta­des». Por pri­me­ra vez en la his­to­ria, aun­que sólo sea en la idea, la ciu­da­da­nía deja de ser un pri­vi­le­gio reser­va­do a unos pocos para con­ver­tir­se en un ideal ase­qui­ble y uni­ver­sa­li­za­ble: de súb­di­tos a la repú­bli­ca de ciu­da­da­nos con el indi­vi­duo pen­sa­do como suje­to de dere­chos. Con­dor­cet decía: «soy fran­cés, pero antes que nada soy hom­bre». Y Vol­tai­re, que no vio la explo­sión revo­lu­cio­na­ria, gus­ta­ba de decir: «polí­ti­ca­men­te soy ciu­da­dano de Fran­cia, pero filo­só­fi­ca­men­te soy ciu­da­dano del mun­do». Una suer­te de cos­mo­po­li­tis­mo con el que soña­ra Kant. Toda­vía no había naci­do Marx para aguar la fies­ta con aque­llo de la lucha de cla­ses ‑con­cep­to que no acu­ñó él‑, pero jamás insa­cu­ló a un Saint Just con un Thiers y admi­ró la noble­za y belle­za de los idea­les revo­lu­cio­na­rios bur­gue­ses en tan­to en cuan­to que­bra­ban las cas­tas y con­gruas del Anti­guo Régimen.

Es indu­da­ble que se tra­ta­ba de una ciu­da­da­nía, vale decir, de «baja cali­dad» com­pa­ra­da con los están­da­res actua­les. El sufra­gio era cen­si­ta­rio (o sea, vota­ban los que tenían pelas, de ahí que se ani­ma­ra a la gen­te a enri­que­cer­se, para poder votar) y la mujer no con­ta­ba, amén de que la «igual­dad» era ideal fren­te a la des­igual­dad real, pero la lon­ga­ni­mi­dad de aque­llos prin­ci­pios uni­ver­sa­les y sin­ce­ros resis­te la alu­mi­no­sis de barro con que se cimen­tan las Cons­ti­tu­cio­nes pos­mo­der­nas de perra gor­da de hoga­ño diz­que papel moja­do ‑en su par­te dog­má­ti­ca y orgánica‑, como sabe cual­quie­ra que no sea un bau­sán alie­na­do de los que viven gen­te­ci­llas, entre otros, como José Anto­nio Pas­tor, un pro­fe­sio­nal de la cosa.

John Loc­ke, teó­ri­co del libe­ra­lis­mo bur­gués pro­gre­sis­ta, lucha­ba con­tra la idea de una nacio­na­li­dad impues­ta y a favor del dere­cho a la inmi­gra­ción e inclu­so a la libre elec­ción del lugar de resi­den­cia y tra­ba­jo. Esto se expli­ca por el colo­nia­lis­mo impe­ran­te y la deman­da de mano de obra en las colo­nias. De la metró­po­li a las colo­nias. Y no al revés, como hoy. Con la dife­ren­cia de que, una vez expri­mi­do, se te pue­de expul­sar (ser gitano es anec­dó­ti­co, aun­que sig­ni­fi­ca­ti­vo). Una expli­ca­ción eco­nó­mi­ca más que psi­co­ló­gi­ca, caro Anto­nio. Tam­bién los arge­li­nos eran «ciu­da­da­nos» fran­ce­ses has­ta ayer, como quien dice.

Fuen­te: Gara

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