A menudo los chistes, al igual que las paradojas, son “verdades cabeza abajo”, como decía Hegel. A menudo son las reacciones defensivas, las pataletas pueriles de quienes intentan ridiculizar aquello que pone en cuestión sus prejuicios o delata sus fobias. Porque, efectivamente, y por mucho que les moleste a los españolitos de charanga y pandereta, un vasco puede nacer en cualquier sitio; por ejemplo, en Madrid, como Alfonso Sastre, o en Barcelona, como Eva Forest. O en Suiza, como Walter Wendelin.
Quienes obtusamente ‑adialécticamente, volvemos a Hegel- quieren ver en el nacionalismo lo contrario del internacionalismo, se sienten especialmente incómodos ante casos como el de Alfonso, Eva o Walter (al igual que quienes, desde la ultraderecha, creen ofenderme llamándome “el italiano abertzale”). Porque el hecho de que personas como Alfonso Sastre, Eva Forest y Walter Wendelin se hayan convertido en referentes imprescindibles de la lucha del pueblo vasco por su independencia demuestra, entre otras cosas, que esa lucha ‑lejos de ser un fenómeno local y poco menos que exótico, como quisieran hacernos creer- es la lucha de todos los demócratas contra los opresores de siempre.
La Audiencia Nacional, hija natural del Tribunal de Orden Público, y la seudodemocracia borbónica, heredera forzosa del fascismo, atacan de nuevo. Los hijos de Franco e Isabel la Católica están furiosos porque no les salen las cuentas, porque no todo está bien atado. Sus palos de ciego, aunque duelan, nos dan la medida de su desesperación.
Gracias, Alfonso; gracias, Eva; gracias, Walter. Gracias por demostrar que los vascos (y los cubanos, y los bolivarianos, y los palestinos…) pueden nacer en cualquier sitio y luchar en todos los frentes, que son uno.