Me abrasa su ausencia. La vida es apenas un suspiro, quizás sueño como nos dejó grabado aquel barroco escritor. Que el vivir sólo es soñar. También impulso, entusiasmo. Hace poco le leí a Punset en una frase redonda: «si la vida fuera eterna, no pondríamos en ella la misma intensidad». Siempre he pensado, como Baroja, a quien tengo por respaldo en estos primeros días otoñales cuando los vientos atizan las hojas más avezadas, que la vida es una lucha o quizás, al revés, qué más da, que la lucha es por la vida.
He nacido en una tierra que me ha seducido sin casi percibirlo, a la que siento respirar desde las primeras horas de la mañana, bien es cierto que en ocasiones con dificultad. Una tierra rojiza y verde, pálida y negra, martilleada por los embates marinos antes de que las cuentas existieran, corroída por vientos gélidos, erosionada por la huella intangible de las abarcas de mis antepasados, las herraduras de los caballos, las ruedas traqueteantes de los carruajes de los mercaderes y, también, por las orugas de los carros de combate y las trincheras.
Una tierra que ha acogido a miles de hombres y mujeres a los que no veré jamás. Ni siquiera a través de la leve melodía que proviene del eco de sus travesías. Más lejos quedarán aún aquellos que no llegaron a mi generación. Niños, ancianos, adolescentes, adultos a los que, a pesar del abismo, me une ese certificado extendido y a la vez comprimido que ensanchan los rincones y las sendas de mi país.
Me emociona sentir su cálida presencia a mi alrededor, desbrozando mis dudas y compartiendo ese barranco que se estira cada mañana. Me emociona dirigirme a mis hijos y hacerles partícipes de esos mismos hijos e hijas de la libertad que eligieron la lucha, al modo que la cantaba Mercedes Sosa. Sin más complicaciones que el compromiso de un camino lleno de penalidades. La vida misma. Y siento, con angustia, que aquello que valió tanto la pena depende de esa transmisión. De que nosotros y quienes nos preceden sigamos llenando el cuenco del destino.
Y el otro día, que homenajeamos en Donostia a las mujeres que habían sufrido la represión franquista, noté cómo, a pesar de la costumbre, se me entrecortaba la voz al traer al escenario a una adolescente de 16 años, Mertxe Martín, que en un parapeto en Astigarraga, cargada de un fusil que pesaba más que ella, perdió su vida por una bala traicionera cuando ese fascismo que no se ha ido acosaba las puertas de la capital. La muerte azul que cantaba Fermín Valencia cuando nos traía el amargo eco de la violación y muerte de Maravillas.
Un recuerdo me trae el siguiente, el de aquel joven, quizás un año o dos mayor que Mertxe, atrapado en el caserío Antsuategi, en Elgeta, con un lápiz como todo bagaje de más de 60 años de desamparo, bajo toneladas de tierra. Un joven del que entonces ni hoy sabemos su nombre y cuya única traza en la vida fue la de ese lápiz que nos acerca a sus sueños destartalados. Y siento, a pesar de no tener más noción de su existencia que la textura de su carboncillo, que ese joven de Antsuategi es uno más de mi familia, de esa familia cuyos límites nunca he sabido manejar.
De otros, también, desconozco si sus cabellos eran del color del oro, ni siquiera del carbón. La épica únicamente existe en los libros de colores. Antonio Ymaz, de Lazkao, y Julián Irizar, de Ormaiztegi, dejaron sus últimos suspiros en las cercanías de Estella, defendiendo la causa de un pretendiente extraño, cuya promesa de no vender nuestro país fue suficiente para seguirlo. Como dirían Etxamendi y Larralde, en su memorable Otxagabia, sus flores adornaron los cementerios del futuro.
El recuerdo se convierte en pesadilla en un instante, cuando desde el fondo del horizonte me llega el rumor de una tonadilla que advierto de inmediato. «El Partisano», de Leonard Cohen. La historia de un guerrillero anónimo, ubicado por el autor canadiense en la Francia ocupada: «Cuando atravesaron la frontera me advirtieron para que me rindiera, pero no podía hacerlo». Es la historia de Francisco Etxeberria, el último de nuestros maquis, natural de Etxarri Aranatz, que prefirió poner fin a su vida antes que caer en manos de la Guardia Civil que cercaba en Oiartzun el caserío que le ocultaba. «Tienen, por eso no lloran, de plomo las calaveras. Con el alma de charol vienen por la carretera», escribió de los agentes García Lorca.
Cohen cantaba al guerrillero que dejaba atrás a su mujer y a sus hijos, como Ken Zazpi a los oprimidos y no deja de producirme una extraña sensación de que la vida es un plus a algo que sigo sin entender. «Dime, laztana, que todo va a cambiar y que mañana estarás conmigo», escucho a Ken Zazpi y siento una terrible opresión con la evocación de Enrique Korta, que no llegó a conocer a su hijo, o de Fernando Barrio, que lo conoció, o de Justo Elizaran, a quien mataron unos mercenarios pagados por los que sabemos y cuyos hijos, años después, fueron encarcelados tras esos mismos barrotes que atenazan nuestro pasado y presente.
Jamás se me borrará de la memoria la sonrisa de Maddi Heguy, como tampoco la de Luzia Urigoitia, ambas desaparecidas, a un lado y al otro de la muga, bajo circunstancias tan extrañas que se hicieron oficiales dándonos a atender de inmediato que lo gubernativo, por definición, acoge automáticamente la duda y el descrédito. La tierra está sorda, nos recordaba hace poco Enrique Villarreal, cantante de Barricada.
Y en este recorrido alterado por la turbación de los recuerdos, no puedo por menos que estremecerme con aquella última reflexión de un chaval de Zalamea de la Serena llegado a Zarautz en la ruta del hambre: «mañana cuando yo muera no me vengáis a llorar, nunca estaré bajo tierra, soy viento de libertad». Aquel joven de pelo ensortijado y pantalones vaqueros, con una camiseta del Che Guevara. Ese Che universal que, en melodía de Silvio Rodríguez, «mataba canallas con su cañón de futuro».
Tenía 17 años cuando lapidaron a Txiki y a Otaegi y no me olvidaré jamás ni del lugar, ni de la hora ni de quién me transmitió la noticia. Desgraciadamente, me ha sucedido en decenas de ocasiones, con otras tantas malas noticias. El otro día, bajaba de Mandubia hacia Azpeitia y, después de Matxinbenta, paré el coche en Nuarbe. No soy cristiano, pero sentí una llamada, como las que relataba Jack London. La llamada de los míos, de los nuestros. Y me acerqué al cementerio a dejarle a Ángel unas pocas flores que arranqué de un prado cercano.
«Puedo escribir los versos más tristes esta noche», comenzó en una ocasión Pablo Neruda. Y sé que puedo hacerlo porque el desasosiego ahonda entre la soledad y los recodos de la memoria. Cientos de nombres, de inquietudes, de golpes de aire, anidan en los pliegues más hondos de nuestra piel. Puedo hacerlo pero no quiero.
La mochila de mi vida, escasa y con cuatro trapos, un par de libros y miles de recuerdos propios y, sobre todo, ajenos, está forrada de rojo y, en su exterior, bañada en el verde de la esperanza. Llegamos a donde estamos gracias al compromiso de una avalancha de, a veces, anónimos amigos y, otras, cercanos colegas, que nos dejaron en esa avenida de contiendas y luchas.
Una avenida por un mundo mejor, no por la eternidad como entienden los fanáticos religiosos. Por un mundo libre de tiranos, de especuladores, etc. La lista sería tan larga que más de uno de ésos, de los nuestros, esbozaría una sonrisa de complacencia. Sí, efectivamente, existen tantos motivos que no merece la pena enumerarlos. Un día, probablemente, seremos libres. De cualquiera de las maneras, habrá valido la pena.