En esta primera aproximación al análisis de la relación entre ciencia y política, la inspiración ha provenido, en buena medida, de las aportaciones de científicos dialécticos y marxistas, que plasmaron sus ideas a lo largo de las últimas décadas del siglo XX en distintas publicaciones y, especialmente, en la obra No está en los genes. Racismo, genética e ideología. Sin olvidar, por supuesto, a los clásicos –y modernos- teóricos del marxismo.
El compromiso de conseguir y conquistar una sociedad socialista más justa implica trabajar en muchos frentes de acción. Y actuar en cada uno de ellos lleva implícito el desarrollo, teórico y práctico, de críticas a la sociedad capitalista actual y plantear alternativas a sus deficiencias y contradicciones. Qué duda cabe que uno de los frentes fundamentales es el de la ideología, el de las ideas que predominan en una sociedad particular y en un momento determinado. Como decían Marx y Engels, «[…] la clase que constituye la fuerza material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su fuerza intelectual dominante. La clase que tiene los medios de producción material a su disposición tiene al mismo tiempo el control de los medios de producción mental,[…]» (1, p. 27). Y esa producción mental o intelectual que abarca las distintas áreas del conocimiento científico es un aspecto esencial de dicha ideología, no siempre suficientemente reconocida.
Un significado habitual que se le suele dar al término de «ciencia» es el de un conjunto de hechos, leyes, teorías y relaciones objetivas de los fenómenos del mundo que las instituciones sociales de la ciencia establecen como verdaderos. Sin embargo, como nos señalan Lewontin, Rose y Kamin (2), una cosa es lo que dichas instituciones, utilizando los métodos científicos, dicen sobre el mundo de los fenómenos, y otra cosa es el mundo real de los fenómenos en sí mismos. Pues no debemos olvidar que dichas instituciones sociales a veces no han dicho cosas ciertas sobre el mundo (sin contar los casos evidentes de fraudes- véase nota 1) y no otorgar a la ciencia, como institución, una autoridad que en otra época correspondió a la Iglesia. «Cuando la “ciencia” habla –o, más bien, cuando sus portavoces (y generalmente son hombres) hablan en nombre de la ciencia- no se admite réplica. La «ciencia» es el legitimador último de la ideología burguesa» (2, p. 51).
Además, se deben resaltar dos aspectos necesarios para describir y explicar los acontecimientos y procesos que tienen lugar en el mundo que nos rodea. Uno tiene que ver con la lógica interna de dicho acontecimiento, es decir, referido a su exactitud o veracidad a través de las secuencias clásicas del método científico de conjeturas y refutaciones ‑dentro del iterativo proceso de la deducción e inducción‑, de teorías y demostraciones. Así, en el llamado ciclo del método científico éste «comienza» en un proceso deductivo, de conjeturas, y en el planteamiento de una hipótesis explicativa, más o menos teórica u operativa, y «termina» en su aceptación o rechazo tras un proceso de inducción.
El otro aspecto, de tanta importancia como el anterior, es considerar el entorno social en que la ciencia está inserta. «La intuición sobre las teorías del desarrollo científico esbozada por Marx y Engels en el siglo XIX, desarrollada por una generación de eruditos marxistas en los años 30 (del siglo XX) y ahora reflejada, refractada y plagiada por multitud de sociólogos, es que el desarrollo científico no acaece en el vacío» (2, p. 53). El «tipo» de ciencia que se hace, esto es, los tipos de preguntas –hipótesis- que interesan formular y las explicaciones más aceptadas ‑financiadas, publicadas y difundidas- por las instituciones sociales de la ciencia, están condicionadas por el momento histórico que vive esa sociedad en particular y por los intereses de su clase dominante.
El problema está en que, en muchas ocasiones, la ciencia, y sus científicos e instituciones que la respaldan, solo reconocen el aspecto de la lógica interna en la adquisición del conocimiento y la tratan como si ésta funcionara autónomamente. Incluso en la versión de Kuhn con sus sacudidas por periodos de ciencia «revolucionaria» y sus cambios de «paradigmas», se plantea una ciencia que da saltos en el vacío con independencia de su marco social e histórico. Aunque esta no es la única crítica que habría que hacerle a los cambios paradigmáticos de Kuhn, ahora nos interesa destacar la casi total despreocupación del contexto sociohistórico y productivo en que se desenvuelven sus periodos de ciencia (6, 7). La realidad es que creer que hacer ciencia es solo considerar el aspecto de la lógica interna del proceso de adquisición del conocimiento es como creer, en palabras de Lewontin, Rose y Kamin, que «[…] los científicos fueran ordenadores programables que ni hacen el amor, ni comen, ni defecan, ni tienen enemigos ni expresan opiniones políticas[…]» (2, p. 53).
Ambos aspectos son, por tanto, inseparables y generan una tensión que constituye la dinámica esencial de una ciencia cuyos tests fundamentales son siempre dobles: el de la verdad o exactitud y el de su función social. Pero la reciente historia científica nos ha dado muestras de investigaciones y teorías que no aprobarían ambos exámenes como ha ocurrido con algunas teorías reduccionistas, especialmente con el determinismo biológico (3, p. 8, véase nota 2).
La ciencia natural reduccionista al servicio de la burguesía
Para entender el «éxito» del reduccionismo en las ciencias naturales, en general, y en la biología en particular, sería importante partir de una contradicción que se ha generado en el desarrollo de la sociedad burguesa. Esta contradicción se presenta entre una ideología que proclamaba «libertad, igualdad y fraternidad» y una estructura social basada en clases sociales enfrentadas e irreconciliables donde una minoría domina y explota a una amplia mayoría de la población, generando impotencia y desigualdad. Para intentar resolver esta contradicción un medio del que se vale la burguesía, y que se ha expandido enormemente a lo largo del siglo XX, es la difusión de una ciencia natural reduccionista, que desarrolla modelos simples sobre las causas biológicas (del organismo vivo) y sociales (de las sociedades humanas) y explicaciones igualmente simples y, muchas veces erróneas. Lewontin, Rose y Kamin, explican de forma muy esclarecedora en qué consisten estas tendencias que impregnan nuestras ciencias y muchas de sus inexactitudes. Pero, sobre todo, desenmascaran una ciencia falsa que sirve para mantener el statu quo que genera desigualdad e injusticia (2).
Un caso especial de reduccionismo es el determinismo biológico que plantea que todo comportamiento humano está regido por una cadena de determinantes que van del gen al individuo y, de éste a la suma de los comportamientos de todos los individuos o sociedad humana. Las causas de los fenómenos sociales se hallan pues en la biología de los actores individuales. De esta forma, se intenta explicar las propiedades de conjuntos complejos ‑caso de las moléculas o las sociedades, por ejemplo- en términos de las unidades de que están compuestas. Afirmando que las unidades y sus propiedades existen antes que el conjunto y hay una cadena de causalidad que va de las partes al todo (9). Un claro exponente de esta visión reduccionista aplicada a la biología es J. Monod (10), que llegaba a afirmar que hay una exacta equivalencia lógica entre la familia y las células. Este efecto está totalmente escrito en la estructura de la proteína, que a su vez está escrito en el ADN. Monod junto a otros exponentes de esta corriente, como E. O. Wilson (el «padre» de la sociobiología) o R. Dawkins, recurren al dogma de la biología molecular y afirman que el gen es ontológicamente anterior al individuo, y el individuo a la sociedad (11, 12).
La ideología general del determinismo biológico considera que los fenómenos sociales son consecuencia directa del comportamiento de los individuos y dichos comportamientos de unas características físicas inmutables de nuestra biología humana. De esta forma, la estructura de nuestra sociedad, con sus desigualdades de clase, género o raza, son la expresión de nuestros genes innatos. Argumentado que las diferencias de mérito y capacidad de las personas están determinadas por la herencia equiparando lo «innato» con lo «inmutable» y con lo «natural», cuando precisamente la historia de la especie humana nos muestra continuamente el desarrollo de los logros sociales en la naturaleza demostrándose que lo «natural» no quiere decir «inmutable» (2, 9, 13). Pero esta ideología que equipara lo innato con lo natural e inmutable, lo que pretende verdaderamente es convencernos de la imposibilidad de cambiar de forma significativa nuestra estructura social clasista como no sea mediante alguna fantasiosa intervención de ingeniería genética a gran escala. Luchemos lo que luchemos, hagamos las revoluciones que hagamos, todo será en vano, pues siempre habrá diferencias naturales entre individuos y entre los grupos, biológicamente determinados por los genes, que frustrarán en cualquier caso nuestros ingenuos esfuerzos por cambiar esta sociedad injusta y desigual. A continuación, esta ideología reduccionista nos dirá: «no seáis tontos, quizá no vivamos en el mejor de los mundos pensables o deseables pero sí vivimos en el mejor de los mundos posibles» (2, 7, 9, 13).
Otra forma de reduccionismo es el determinismo cultural que, en el polo opuesto del determinismo biológico, concede primacía ontológica a lo social sobre lo individual. Este otro tipo de visión en las ciencias ha sido abanderado por buena parte de la izquierda de los países occidentales y por el marxismo «vulgar» desde finales de los años 60 del siglo XX (14, 15). Dentro de esta corriente destaca el reduccionismo económico que postula que todas las formas de conocimiento y expresión de lo humano están determinadas por el modo de producción económica y sus relaciones sociales. Las causas de los problemas de las personas individuales, como la enfermedad, el sufrimiento o la depresión, se encuentran de forma invariable e inevitable en nuestra sociedad capitalista, patriarcal y opresora de los pueblos (16, 17). En este sentido, los deterministas culturales tienden a considerar la naturaleza humana como casi infinitamente plástica, a negar la biología y a reconocer únicamente la construcción social. Frente a este tipo de reduccionismo existieron filósofos marxistas que analizaron el poder de la conciencia humana para interpretar y cambiar el mundo que requería la comprensión de la unidad dialéctica esencial de lo biológico y lo social, no como aspectos diferentes sino como ontológicamente coexistentes (9, 18 – 20).
Un segundo tipo de reduccionismo cultural es el que busca las explicaciones del comportamiento humano todavía a nivel individual, pero en un individuo considerado biológicamente vacío, una especie de tabula rasa cultural en la que la experiencia temprana puede imprimir lo que desee y sobre la que la biología no tiene ninguna influencia. Otra debilidad, que tiene que ver con la acción política, del reduccionismo cultural individual es que solo exige que cambiemos al individuo mediante diferentes intervenciones. Y, así, en vez de cambiar la estructura socioeconómica y política, ponen toda su fe, por ejemplo, en la educación general y uniforme. Independientemente de que la educación compensadora haya podido ser contrastada con más o menos éxito, no sería difícil pensar que aunque todas las personas en el mundo occidental hablen varios idiomas y lean de forma comprensiva a Albert Einstein, seguirían existiendo altas tasas de desempleo, empleos basura, salarios mileuristas, opresión nacional y de género, etcétera, pero, eso sí, con una población mucho más culta. En definitiva, este reduccionismo cultural comparte con el biológico la creencia de que la posición y el estatus social están determinados por la capacidad y el talento de las personas o su disponibilidad –adecuada proporción de dichos talentos y habilidades- en una población dada (2).
Esta reducción, en este caso de las causas sociales, ha provocado una incapacidad para considerar y comprender las causas físico-químicas y biológicas que también forman parte del origen de los problemas, como los de la salud de los individuos. Además, la tendencia a ignorar lo biológico ha provocado, en no pocas ocasiones, que estas corrientes se hayan deslizado hacia planteamientos místicos e idealistas en el análisis y explicación de los fenómenos de la naturaleza (21, 22).
El materialismo dialéctico como alternativa al reduccionismo en el análisis de la ciencia
Hoy más que nunca se hace necesario y se requiere del materialismo dialéctico para comprender y analizar el mundo en las diferentes facetas del conocimiento científico, desde las ciencias sociales hasta las ciencias naturales. Si nos centramos en las ciencias de la vida, donde se incluye la ciencia de la salud humana, encontramos una preponderancia del determinismo biológico que amordaza y simplifica la comprensión y explicación de estas ciencias. Sirva como ejemplo el escaso avance en el conocimiento de las verdaderas causas de la actual situación de pérdida de salud que sufrimos, y no solo en los países empobrecidos azotados por la desnutrición y las enfermedades infecciosas sino también en los países occidentales (mal llamados desarrollados) donde, junto al envejecimiento de la población, padecen verdaderas epidemias (véase nota 3) de enfermedades neurodegenerativas, tumores malignos y enfermedades cardiovasculares, por señalar solo las más importantes. Pero el análisis de lo que está ocurriendo en la ciencia de la salud humana se tratará en otra ocasión, ahora se intentará explicar cómo la filosofía dialéctica sigue teniendo fuerte vigencia y utilidad en estas ramas de la ciencia de la vida para evitar los sesgos y simplificaciones que sufren por el reduccionismo dominante que, como se acaba de comentar, tiene como protagonista principal –aunque no el único- al determinismo biológico. Además, por extraño que le pueda parecer a algunos, puesto que hablamos de ciencia, se debe resaltar la necesidad de basarse con firmeza en el materialismo porque, como ya ocurriera en el siglo XIX, muchas veces las críticas al materialismo mecanicista reposan sobre planteamientos holísticos y contextuales que se deslizan con no poca frecuencia por terrenos místicos e idealistas.
Pero ¿quién mejor que Engels para explicar la importancia de la dialéctica? «La investigación empírica de la naturaleza ha acumulado una masa tan gigantesca de conocimientos de orden positivo, que la necesidad de ordenarlos sistemáticamente y ateniéndose a sus nexos internos, dentro de cada campo de investigación, constituye una exigencia sencillamente imperativa e irrefutable. Y no menos la necesidad de establecer la debida conexión entre los diversos campos de conocimiento. Pero, al tratar de hacer esto, las ciencias naturales se desplazan al campo teórico, donde fracasan los métodos empíricos […]»(13, p. 23), y a continuación Engels nos advierte que el «campo teórico» exige de un don y una capacidad que debe ser cultivada y desarrollada a través de la historia de la filosofía, que el pensamiento teórico de cada época es un producto histórico con formas y contenidos distintos según las diferentes épocas. «La ciencia del pensamiento, es por consiguiente, como todas las ciencias, una ciencia histórica, la ciencia del desarrollo histórico del pensamiento humano […] Y la dialéctica es, precisamente, la forma más cumplida y cabal de pensamiento para las modernas ciencias naturales, ya que es la única que nos brinda la analogía y, por tanto, el método para explicar los procesos de desarrollo de la naturaleza, para comprender, en sus rasgos generales, sus nexos y el tránsito de uno a otro campo de investigación» (13, pp. 23 y 24). En otro pasaje Engels analizaba las contradicciones de los matemáticos de su época, y de químicos y médicos, que imbuidos de su metafísica no eran capaces de entender el proceso orgánico de desarrollo del individuo y de las especies y de la identidad de las fuerzas naturales y su mutua transformación que «tiraba por la borda» las categorías fijas (causa-efecto, identidad-diversidad, apariencia-esencia), haciéndolas insostenibles para la ciencia, en contraposición a la dialéctica con sus categorías fluidas en la que «el análisis revela ya un polo como contenido [en germen] en el otro, de que, al llegar a cierto punto, un polo se convierte en el otro y de que toda la lógica se desarrolla siempre a base de esas contradicciones progresivas […]» (13, p. 171). Para a continuación terminar diciendo «La dialéctica despojada de todo misticismo se convierte en una necesidad absoluta para las ciencias naturales» (13, p. 172).
Dar preponderancia a lo biológico (en el caso del determinismo biológico) o dársela a lo social (en el del determinismo cultural), es no entender la necesaria interrelación dialéctica entre lo biológico y lo social que se codeterminan mutuamente en el devenir de la vida. En el primer caso se considera que las partes (por ejemplo, los genes) existen de forma independiente y con anterioridad a su integración en estructuras complejas (por ejemplo, los organismos), y que son las propiedades intrínsecas de las partes las que producen y explican las propiedades del conjunto. Sin embargo, la dialéctica no separa las propiedades de las partes aisladas de las que adquieren cuando forman conjuntos, porque ambas se influyen mutuamente. Además, las propiedades de cada conjunto mayor no solo vienen dadas por las unidades de las que está compuesta, sino también por las relaciones organizativas entre dichas unidades. Así, para poder explicar el funcionamiento de una célula, el análisis se debe basar en su composición molecular y en las relaciones temporo-espaciales entre dichas moléculas y las fuerzas intramoleculares que se generan en ellas. Igualmente, las características de los seres humanos individuales no se producen aisladamente sino que surgen en, y como consecuencia de, su vida social. Y, a su vez, esa vida social es producto de nuestra naturaleza humana que es capaz de cambiarla y transformarla. Son esas relaciones organizativas entre las partes de un todo lo que hace que las propiedades de un nivel no sean aplicables, ni explicables, a otro nivel. «Los genes no pueden ser egoístas, estar enfadados, mostrar rencor o ser homosexuales, ya que estos son atributos de cuerpos mucho más complejos que los genes: organismos humanos […]» (2, p. 384).
De la misma forma, solo a través de la dialéctica se consigue integrar los antagonismos o antítesis entre las causas y los efectos, entre la biología humana y la educación o entre la herencia genética y el medio ambiente en una visión en la que ambos polos no están aislados uno del otro ni están determinados en una sola dirección, sino que mantienen una constante y activa compenetración. En el último caso, los organismos no sólo reciben simplemente un medio ambiente dado, sino que buscan activamente alternativas o modifican las condiciones que encuentran. El propio «medio ambiente» es modificado constantemente por la actividad de todos los organismos que lo integran, ya que para cualquiera de ellos, todos los demás forman parte de su propio «medio ambiente». Además, la naturaleza de un organismo no depende únicamente de su composición en cada momento, sino también de un pasado que impone contingencias a la interacción presente y futura de sus componentes; esto es, considerando su evolución ontogénica y filogenética (23). Faustino Cordón consideraba que para explicar la naturaleza íntima de los individuos había que investigar lo que tales unidades son por su origen (ancestral, evolutivo), contraponiendo toda unidad (moléculas, células, animales) al conjunto en evolución, afirmando que «[…] cada unidad de un nivel surge sobre la evolución conjunta del nivel inmediato anterior; y, en definitiva, hay que dominar el proceso evolutivo del nivel inmediato inferior […] para estar en condiciones de entender el surgimiento y el mantenimiento instante a instante de cada uno de los individuos del nivel inmediato superior […]» (24). A partir del conocimiento profundo que Cordón tenía de la biología de su tiempo, comprendió la importancia del materialismo dialéctico, reivindicándolo para el estudio unitario de las ciencias de la naturaleza (o experimentales, como las llamaba) concluyendo que era el «[…] único modo de abordar el estudio del dinamismo, concreto y distinto en cada caso, del cambio de cantidad en calidad más esencial de la naturaleza: el surgimiento de los individuos de un nivel sobre la evolución conjunta de individuos del nivel inmediato inferior» (24).
Para analizar las causas de las diferentes funciones de los organismos vivos resulta inapropiado separarlas en un tipo de causas que tiene que ver con las diferentes acciones fisiológicas que ocurren en su interior, o biológicas, y en otro tipo de causas que comprende el contexto y las características del medio externo, o sociales. Si nos detenemos, a un nivel fisiológico, en las causas que provocan el inicio de una carrera, el proceso comienza con un estimulo sensorial, seguido de una «orden» neuronal que activa las fibras musculares (compuestas de las proteínas actina y miosina del músculo) que en su fricción acortan y alargan las miofibrillas provocando así las contracciones musculares y, por tanto, el movimiento. Pero las causas externas que han producido el estímulo sensorial y nuestra orden neuronal pueden ser, por ejemplo, que nos persiga la policía en una manifestación contra la crisis capitalista, o por el contrario que iniciamos una competición de atletismo. Comprender de forma global nuestra carrera incluye, además, comprender nuestra motivación para correr más o menos (que en los ejemplos propuestos podrían ser bastantes altas) y considerar el devenir de esas fibras musculares, su grado de preparación a lo largo de la vida y otra serie de factores a diferentes niveles de integración. El mundo material posee una naturaleza ontológicamente unitaria donde es imposible dividir las «causas» en un porcentaje social (holístico) y en otro porcentaje biológico (reduccionista). Desde una visión dialéctica, lo biológico y lo social, lo interno y lo externo, no son ni separables, ni alternativos, ni complementarios. «Todas las causas del comportamiento de los organismos son, simultáneamente sociales y biológicas, y todas ellas pueden ser analizadas a muchos niveles. Todos los fenómenos humanos son simultáneamente biológicos y sociales, del mismo modo que son simultáneamente químicos y físicos. Las descripciones holísticas y reduccionistas de los fenómenos no son «causas» de estos fenómenos, sino simples “descripciones” de los mismos a niveles específicos, en lenguajes científicos (jergas) también específicos» (2, p. 389).
Reflexión final
En nuestra sociedad actual, y desde que la burguesía alcanzara el poder tras un proceso de transformaciones políticas y sociales –industrial, tecnológica y científica‑, asistimos al predominio de una forma de pensamiento en la que se da prioridad al individuo, y sus derechos, sobre la colectividad y a un concepto de colectividad que se concibe como una mera suma de los individuos que la componen. La corriente dominante en la ciencia de la naturaleza humana descansa en este individualismo metodológico.
En realidad este individualismo se remonta al siglo XVII con la visión de Hobbes, que consideraba a las relaciones humanas basadas en la competitividad, desconfianza mutua y deseo de gloria, en una especie de guerra de todos contra todos. Bajo esta premisa la organización social serviría para regular estas características inevitables de la condición humana. La idea de la naturaleza humana individualista se refuerza posteriormente a través del determinismo biológico, que se expande y se ensalza en las ciencias a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, alcanzando su máxima expresión con la aparición y difusión mediática de la reaccionaria y racista sociobiología. Uno de sus postulados es que nuestra biología es producto de su «herencia genética» y, por tanto, es inevitable. Porque lo que es biológico lo es por naturaleza y, además, puede ser «demostrado» por la ciencia. Estas supuestas diferencias innatas primero en los órganos y después en los genes entre las clases sociales, el género o la raza son las que provocan las «naturales» desigualdades sociales, de género y de raza. Luchar o ir contra ellas es ir «contra la naturaleza». De esta forma, el determinismo biológico considerándose ciencia y natural, se proclama neutral y objetiva y, por tanto, «por encima» de la política. Pero estas aseveraciones no pasaron, ni pasan, el doble test de la ciencia, el de la exactitud, dando muestra de un cúmulo de inexactitudes y resultados falsos y el del contexto social por su claro interés ideológico especialmente en las sociedades más reaccionarias, racistas y sexistas del mundo (encabezadas por los Estados Unidos y Gran Bretaña) (3, 5, 8).
Marx y Engels ya anteponían este individualismo absoluto y unilateral de la burguesía que niega el marco social e histórico y enfrenta al individuo de forma abstracta y atemporal, a una noción esencialmente liberadora que surge de la confrontación entre una mayoría explotada y dominada y una minoría explotadora y propietaria de los medios de producción. Marx a través de una de sus máximas favoritas, «nada de lo humano me es ajeno» (Terencio), sabía que las potencialidades creativas de nuestra especie estaban invalidadas por las contradicciones de clase, y abogaba en una primera etapa histórica por un derecho que no reconociera distinción de clase, pero sí las desiguales aptitudes de los individuos y su desigual rendimiento (aclarando que los individuos son desiguales porque de lo contrario no serían individuos distintos) (7). Engels, por su parte, frente a los postulados de la «lucha de todos contra todos» de su época defendía el instinto social como uno de los elementos esenciales de la evolución del nuestra especie a partir del mono (13). En definitiva, ambos resaltaron la importancia del aspecto social de lo humano para el avance de la propia humanidad y que ha ido paralelo al desarrollo del trabajo y del conocimiento científico.
Hoy más que nunca debemos reivindicar el papel fundamental que juega la ayuda mutua, el apoyo solidario y la amistad colectiva, y la importancia de estos valores morales en la construcción de un conocimiento para el pueblo, de su avance para el beneficio de todos. Un conocimiento que integre la teoría con la práctica, y que evite la fragmentación y el reduccionismo de toda índole tan perjudicial para la autentica comprensión de nuestra naturaleza. Hace ya décadas que el genial Faustino Cordón nos señalaba la importancia de que el pensamiento científico, «educado» por el materialismo dialéctico clásico, salvara a las ciencias experimentales de sus «soluciones de continuidad» a través de la concepción dinámica, integradora e histórica del universo. Y volvía a demostrar su rica visión marxista cuando comprende que el propio materialismo dialéctico está en proceso continuo de transformación, que tampoco es una categoría inmutable, y que su desarrollo y enriquecimiento vendrá dado, a su vez, por el del pensamiento científico. «Sólo el conocimiento científico de un nivel, enfocado, además, por el materialismo dialéctico (esto es, tratado por una mentalidad esforzadamente integradora), puede abordar esta problemática que, llenando las soluciones de continuidad entre las distintas ciencias experimentales, de hecho transforma el materialismo dialéctico» (24).
Concepción Cruz
5 de septiembre de 2010
Notas de la autora
Nota 1
Un caso de fraude clásico fue el protagonizado por sir Cyril Burt, quizás el psicólogo más influyente del siglo XIX, detalladamente mostrado y demostrado por Stephen J. Gould (3). C. Burt, cometió muchos fraudes, desde inventarse datos en sus estudios sobre gemelos univitelinos, falsear resultados en las correlaciones de los Coeficientes de Inteligencia hasta cometer un parricidio intelectual cuando, además de plantear tesis absurdas y manipulaciones varias, quiso erigirse en el «padre» de la técnica estadística «análisis factorial» de Spearman. Y mucho más reciente es el caso de fraude que se orquestó hace un año en relación con la epidemia de una nueva cepa (porcina) de gripe A. En este caso, no solo se ocultaron los primeros casos, ni se indagaron las verdaderas causas, las macro granjas porcinas «Carroll» en México, sino que tanto los gobiernos como los organismos sanitarios internacionales maquillaron conceptos y definiciones para transformar una epidemia en pandemia, tras una campaña mediática manipulada por los poderes políticos y económicos, que revirtió en ganancias millonarias de la industria farmacéutica en productos antivíricos y vacunas (4, 5).
Nota 2
En su obra, La falsa medida del hombre, Stephen J. Gould muestra la falsedad científica de los intentos realizados para medir la inteligencia del hombre, primero a través de las mediciones de los cerebros, luego a través de los test de inteligencia y, por último, mediante análisis sociológicos como la «curva de Bell», en todos los casos para afirmar la naturaleza hereditaria de la capacidad intelectual y que conducían a justificar la matanza de millones de seres humanos en el siglo XX y que en la actualidad pretenden perpetuar la pobreza y la injusticia social explicándolas como una consecuencia de la inferioridad innata de determinados seres y grupos humanos.
Nota 3
El concepto de epidemia ha evolucionado a lo largo del tiempo, pasando de considerarse la aparición –generalmente brusca– de un alto número de enfermedades infecciosas en un momento y lugar determinado, de tal forma que el número de casos es mayor que el esperado en dicho momento y lugar, a incluir a las enfermedades no infecciosas y crónicas (con un largo periodo de latencia y clínico) en donde el concepto de epidemia es también referido al alto número de enfermos de aparición no tan brusca, y en donde la elevación de casos es mayor del esperado para ese lugar y periodo de tiempo considerado (en comparación con otras épocas anteriores).
Bibliografía
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3. S. J. Gould: La falsa medida del hombre, Crítica, S.L., Barcelona, 1997.
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6. J.M. Pérez Hernández: Problemas filosóficos de las ciencias modernas, Contracanto, Madrid, 1989.
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biología, Editorial Gedisa, S.A., Barcelona, 2000.
24. F. Cordón: Biología evolucionista y la dialéctica, Editorial Ayuso, Madrid, 1982, Ciencia popular
Fuente: Ciencia popular
[Los números entre paréntesis que se encuentran a lo largo del texto remiten a la bibliografía. Nota de la corrección.]