Resultó que los «nostálgicos» eran legión. «Se habían introducido en la sociedad, en los medios de comunicación, en las escuelas, en los foros de opinión. Lo habían hecho a través de las alcantarillas, del aire acondicionado, del conducto del agua». Pronto Egaña comenzó a preguntarse «¿y si no se hubieran ido nunca?».
Hay un pueblo llamado Bidania, colgado a las faldas de Hernio, que acoge a la casa en la que antiguamente se reunían los representantes de los pueblos de Gipuzkoa, antes incluso de que los bárbaros llegaran a América. En las laderas del monte que centra el viejo territorio guipuzcoano, dicen que se batieron romanos y várdulos, moldeando un escenario tan sangriento que los supervivientes dieron lugar al poblado conocido como Errez-il, precisamente de la conjunción en la sencillez de la muerte. Un pueblo milenario, como si se hubiera echado a dormir al margen de lo que pasaba a su alrededor.
Pero no hay que fiarse de los escenarios apacibles. Desde comienzos de 1950 la muerte esquivó a Bidania, provocando la estupefacción de unos y otros. Parecía como si una extraña epidemia se hubiera asentado en la comarca. Una plaga que afectaba a los vivos y que, como consecuencia de los virus que la transmitían, no permitía que nadie del pueblo falleciera. Fuera cual fuera la edad, fuera cual fuera la enfermedad.
Cuando los meses comenzaron a correr y el vecindario percibió que nadie moría, el ambiente en Bidania se enrareció. ¿Por qué? Si nadie dejaba el mundo de los vivos, mejor que mejor. No fue así, sin embargo. No era normal, ni siquiera serio. La pesadumbre se apoderó de todos los vecinos. Los enfermos que sanaban eran mirados de mala manera y los sanos que no enfermaban se defendían diciendo que no era por ellos que el clima se deterioraba.
Hasta que en las postrimerías de 1950 expiró un anciano de 89 años y todos los vecinos de Bidania experimentaron una radiante satisfacción. Todo volvía a su sitio. Se celebraron fiestas en memoria del fallecido y retornó la concordia social. No era de extrañar porque la verdad es que Bidania había pasado un año muy amargo, paradójicamente, debido a la salud de sus vecinos.
Un tiempo después, la cercana y a la vez lejana Eibar experimentó también un terrible sobresalto, con una epidemia de gripe que acogotó a Gipuzkoa y se cebó especialmente en la villa armera. Eibar, en plena expansión humana y urbanística, contaba con cerca de 20.000 almas. Según las estadísticas provinciales, cada dos días fallecía alguno de sus vecinos y las parroquias tañían entonces a muerto. Los redobles recordaban a qué familia pertenecía el finado.
Con la gripe, severa como hacía tiempo no se conocía, los muertos ascendieron rápidamente de forma alarmante. Dos, tres y hasta cinco diarios. Las campanas rompían el silencio y alertaban a los vecinos de la rigidez de la muerte como si un martillo rompiese sus conciencias de cristal. El recuerdo del destino universal carboniza.
Y una mañana sombría por el recuerdo, las autoridades decidieron que las campanas ya no debían doblar a muerto. Dejaron a Hemingway huérfano y espantaron el espanto, silenciando las defunciones a pesar de que el filo de la guadaña seguía acechando desde las lomas del Urko y del Kalamua. La muerte, a pesar del mutismo, continuaba cabalgando a lomos del caballo de la gripe y cada día arrancaba a los enfermos del mundo de los vivos.
Historias de muertos en el mundo de los vivos, historias de almas marchitas a la espera del censo en el que Gogol se adelantó a Kafka. Ahora, decía Gogol, encajando la muerte en la estadística, me acerco indiferente a cualquier pueblo desconocido y considero sin interés su apariencia vulgar. Una descripción perfecta de la eternidad, de la muerte.
Nostalgia de las tinieblas donde nada se mueve.
En el mundo de los vivos también suspiran los muertos, los nostálgicos, aquellos que nacieron con el epitafio de su tumba marcado en la frente, antes siquiera que pudieran destetarse.
Cuando murió Franco, los medios de comunicación sellaron el substantivo «Nostálgico» para adjetivar, valga la incoherencia, a los que desterraban el futuro y suspiraban por mantener, durante el mayor tiempo posible, los códigos falangistas en la entonces llamada joven democracia española. Olían a naftalina, no iban con los tiempos, se refugiaban en la historia y perdían el tren de la modernidad. Estaban pasados de rosca. La movida madrileña, en todos los sentidos, arrasaba.
Desde el congreso del Reino, algún diputado los tildó de inmovilistas, y toda la corte política y mediática, acompañó a la nostalgia, por si no era suficientemente, la explicación inmovilista. Prácticamente todos estábamos de acuerdo en que Silva Muñoz, Martín Villa o Fraga Iribarne, pertenecían a la corte faraónica. Estaban más secos que los lagartos del Kalahari.
Pasaron los años, nos hicimos un poco más viejos y nos acercamos al mundo en el que Chíchikov comenzaba a extender sus redes. Y descubrimos, a veces con horror, que los nostálgicos no eran Fraga and company, sino que eran legión. Se habían introducido en la sociedad, en los medios de comunicación, en las escuelas, en los foros de opinión. Lo habían hecho a través de las alcantarillas, del aire acondicionado, del conducto del agua.
Pero, ¿y si no se hubieran ido nunca? Tuve esta inquietante visión cuando mis hijos empezaron a crecer y trajeron los libros de texto a casa. Los inmovilistas estaban anclados desde las primeras páginas. Recibí un repentino sobresalto cuando enfermé gravemente y me quedé pegado a la televisión durante varios meses. Aquellas cadenas parlantes no se diferenciaban demasiado de la UHF de mi tiempo.
Y, con aflicción por mi parte, tuve la constatación de que los nostálgicos dominaban el escenario político, cuando mi médico me aconsejó comprar gafas para cerca y, también, para lejos. Entonces, gracias a los vidrios de refuerzo no me quedó demasiado margen para el error. España huele entera a alcanfor, sustancia para que lo viejo se mantenga libre de esos temibles cambios que vuelan con el paso del calendario.
España hiede a naftalina porque exalta su religión, celebra conquistas y esclavismos, medita sobre el futuro desde la caspa, con un eco que me produce vergüenza ajena. Como la de esos paisanos que se cubren de negro en las dos localidades fronterizas guipuzcoanas para ridiculizarse con ese label de «Betiko». España huele a muerto porque su política es la de Cánovas y Sagasta, la de reyes viciosos medievales, validos y favoritos que amasan la masa en tiempos récord. Que nada se mueva.
En estas últimas semanas, el escenario político vasco ha sufrido un revolcón, objetivamente. La declaración de ETA ha sido parte sustancial del mismo. Los inmovilistas, sin embargo, no han visto más allá de los guiones diseñados por nostálgicos del UHF y la eterna canción ganadora de Eurovisión: La, la, la. Sin palabras, sílabas sin más significado que la ausencia.
Nos dicen que nada cambia, que nada cambiará. ¿Pueden ampliar un poco más el análisis, por favor? De lo contrario pensaremos que esos señores del bigotito fino estilo Errol Flyn, han llegado cómodos a esta situación, hacen negocio con conflictos internos o externos, depende de la posición nacional, y que el escenario diseñado, como el de las armas de destrucción masiva, sirve para amañar todo: educación, memoria, elecciones, economía y lo que llegue.
Pensaremos que todo es manipulación, y creo que acertaríamos, y que el único objetivo es que nada se mueva. Que Pelayo, Camacho, López, Barcina, Queipo de Llano, Ares, Santa Teresa, Casinello, César Vidal, los Reyes Católicos, el Fary, Amedo, Manolete, Alonso, Caamaño, Pizarro o Mola son personajes de una película de dibujos inanimados con los créditos atascados en las fechas. Pensaremos, sin demasiada imaginación, que España va de víctima, de Moscú, de ETA, de las Azores, de la Pérfida Albión, del árbitro que dejó sin señalar el penalti a Salinas, qué más da, y que en ese escenario, desde Trafalgar, se mueve como gato panza arriba.
Los haraganes de la política ¿muertos vivientes o vivos moribundos? No tengo respuesta.