Son muchas las pruebas que, en la actualidad, demuestran la inviabilidad del capitalismo como modo de organización de la vida económica. Uno de sus máximos apologistas, el economista austríaco-americano Joseph Schumpeter, gustaba argumentar que lo que lo caracterizaba era un continuo proceso de “destrucción creadora”: viejas formas de producción o de organización de la vida económica eran reemplazadas por otras en un proceso virtuoso y de ininterrumpido ascenso hacia niveles crecientes de prosperidad y bienestar. Sin embargo, las duras réplicas de la historia demuestran que se ha producido un desequilibrio cada vez más acentuado en la ecuación schumpeteriana, a resultas del cual los aspectos destructivos tienden a prevalecer, cada vez con más fuerza, sobre los creativos: destrucción cada vez más acelerada del medio ambiente y del tejido social; del estado y las instituciones democráticas y, también, de los productos de la actividad económica mediante guerras, la obsolescencia planificada de casi todas las mercancías y el desperdicio sistemático de los recursos productivos.
Una nueva prueba de esta inviabilidad ya no a largo sino a mediano plazo del capitalismo lo otorga su escandalosa incapacidad para resolver el problema de la pobreza, tema que en estos días está siendo discutido en el marco de la Asamblea General de la ONU. A pesar de los modestos objetivos planteados por las llamadas “Metas del Milenio” para el año 2015 –entre los que sobresale la reducción de la población mundial que vive con menos de 1.25 dólares al día‑, lo cierto es que ni siquiera tan austeros (por no decir insignificantes) logros podrán ser garantizados. De hecho, si a nivel mundial se produjo una relativa mejoría esto debe atribuirse a las políticas seguidas por China e India, que se apartaron considerablemente de las recomendaciones emanadas del Consenso de Washington. Más allá de esto sería interesante que los tecnócratas del Banco Mundial y del FMI explicaran cómo podría calificarse a una persona que habiendo superado el fatídico umbral del 1.25 dólar por día gana, por ejemplo, 1.50. ¿Dejó de ser pobre? ¿Es un “no-pobre” por eso? ¿Y qué decir de la estabilidad de sus misérrimos ingresos en un mundo donde aquellas instituciones pregonan las virtudes de la flexibilización del mercado laboral?
Esta incapacidad para enfrentar un problema que afecta a más de mil millones de habitantes –cifra que crecería extraordinariamente si, aún desde una visión economicista, situáramos la línea de la pobreza en los 2 dólares diarios- se torna motivo de escándalo y abominación cuando se recuerda la celeridad y generosidad con que los gobiernos del capitalismo avanzado se abalanzaron con centenares de miles de millones de dólares al rescate de los grandes oligopolios, arrojando por la borda toda la vacua palabrería del neoliberalismo. El rescate a los grandes oligopolios financieros e industriales, según informa la Agencia Bloomberg, de clara identificación con la “comunidad de negocios” norteamericana, costaba, hasta finales del año pasado y por diferentes conceptos, “un total de 12,8 millones de millones de dólares, una cantidad que se acerca mucho al Producto Interior Bruto (PIB) del país.” En cambio, la “Ayuda Oficial al Desarrollo” (AOD), que había sido fijada por la ONU en un irrisorio 0.7 % del PIB de los países desarrollados, sólo es respetada por los países escandinavos y Holanda. Datos de los últimos años revelan que, por ejemplo, Estados Unidos destinó a la AOD sólo una fracción de lo acordado: el 0.17 % de su PBI, mientras que España aportaba el 0.24 e Italia el 0.15 %. Los principales países de la economía mundial, nucleados en el G‑7, dedicaron a la cooperación internacional apenas el 0.22 % de su PIB. A diferencia de lo ocurrido con las grandes empresas oligopólicas, el “rescate” de los pobres queda en manos del mercado. Para los ricos hay estado, los pobres tendrán que arreglárselas con el mercado. Y si aparece el estado es para reprimir o desorganizar la protesta social. Alguien dijo una vez que las crisis enseñan. Tenía razón.