¡Viva Cuba! ¡Viva Méxi­co!- Sil­vio Rodriguez

Jala­pa, Veracruz,

20 de sep­tiem­bre de 2010.

Sr. Rec­tor Raúl Arias Lovillo;
auto­ri­da­des de la Uni­ver­si­dad de Veracruz;
com­pa­ñe­ros cubanos;
ami­gas y ami­gos todos:

Per­do­nen estas pala­bras impro­vi­sa­das, por­que lo que real­men­te quie­ro decir, mi gra­ti­tud, lo voy a expre­sar maña­na, en el concierto.

Es curio­so pero, para ser fran­co, yo empe­cé a can­tar por abu­rri­mien­to. Sen­tir­me abu­rri­do fue lo que me hizo des­cu­brir que tenía la nece­si­dad de expre­sar­me. Por enton­ces me encon­tra­ba pasan­do mi Ser­vi­cio Mili­tar, en una uni­dad cer­ca­na al pue­ble­ci­to de Mana­gua, en la anti­gua pro­vin­cia de La Haba­na. Por mi con­di­ción de sol­da­do tenía un pro­gra­ma dia­rio que cum­plir, muy dife­ren­te a la acti­vi­dad secre­ta que me espe­ra­ba al final de cada dura jor­na­da. Por­que todas las noches, cuan­do mi barra­ca se entre­ga­ba al sue­ño, yo me escu­rría por una ven­ta­na has­ta una arbo­le­da que que­da­ba a qui­ló­me­tros de dis­tan­cia. Tenía que reti­rar­me lejos, por­que en la noche cam­pes­tre los soni­dos cami­nan, mucho más los que salen de una guitarra.

En aquel bos­que­ci­to de man­gos aro­má­ti­cos, había un árbol nudo­so que me ser­vía de asien­to. Des­de allí tra­ta­ba de poner mis dedos sobre aque­llas cuer­das hui­di­zas, que ape­nas sona­ban. Sesen­ta pesos me había cos­ta­do mi pri­mer ins­tru­men­to, lo que al cam­bio de hoy no serían ni tres. Sin embar­go, unos meses más tar­de, un peque­ño gru­po de sol­da­di­tos noc­tur­nos, como yo, bus­cá­ba­mos rin­co­nes para susu­rrar can­cio­nes de moda y, a veces, algu­na de las mías.

Al prin­ci­pio yo no me atre­ví a men­cio­nar el ori­gen de mis temas. Me limi­ta­ba a infil­trar­los entre las can­cio­nes cono­ci­das por la radio y, si algún com­pa­ñe­ro me pre­gun­ta­ba, decía que eran del mis­mo que me había ense­ña­do a tocar la guitarra.

Eran gotas per­so­na­les que deja­ba caer en mi reper­to­rio, siem­pre con mucho ner­vio­sis­mo. Lo hacía con remor­di­mien­tos, por apro­ve­char­me de la nece­si­dad de músi­ca de mis con­fia­dos ami­gos. Pero más que eso, sen­tía temor de que mis hijas con la oscu­ri­dad fue­ran recha­za­das. Tan­to fue así, que un día deci­dí no con­ti­nuar cantándolas.

Pero suce­dió que aque­lla extra­ña noche en que no can­té mis can­cio­nes, fue la pri­me­ra vez que un míni­mo gru­po de per­so­nas me pre­gun­tó por ellas.

Des­de aque­llas vela­das has­ta la de hoy no ha pasa­do mucho tiem­po, pero han ocu­rri­do muchas cosas ‑vidas ente­ras, inclu­si­ve-. Algu­nos de mis pri­me­ros títu­los fue­ron cono­ci­dos gra­cias a la gene­ro­si­dad de un gran Maes­tro musi­cal, como Mario Romeu. Y siem­pre que evo­co mis ini­cios me resul­ta impres­cin­di­ble men­cio­nar a Juan Vilar, Hay­dee y Aida San­ta­ma­ría, San­tia­go Álva­rez, Alfre­do Gue­va­ra, Fede­ri­co Smith, Juan Eló­se­gui, Leo Brou­wer. Ami­gos y maes­tros que me ayu­da­ron a ver, a escu­char y a crecer.

¿Quién me iba a decir a mi, deba­jo de aque­llos man­gos, que mis dedos rotos y mis deseos de com­bi­nar pala­bras y melo­días iban a lle­gar a estar entre las más cons­tan­tes y exi­gen­tes aven­tu­ras de mi vida? Y mucho más: que una gran casa del cono­ci­mien­to, como la Uni­ver­si­dad Vera­cru­za­na, lo iba a tomar en cuenta.

No sé si decir mila­gro, o decir mara­vi­lla. Pero algo de eso hay sin duda en este acto, en esta noche.

Feli­ci­da­des, Euse­bio, her­mano mío.

Viva Méxi­co.

Viva Cuba.

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