Pero ¿quién es extranjero? En el mundo moderno, parece que la lealtad más fuerte es aquélla que se brinda al Estado del cual es uno ciudadano. A esto se le llama nacionalismo o patriotismo. Sí, algunas personas ponen otras lealtades antes que el patriotismo, pero parece que están en minoría.
Por supuesto, hay muchas situaciones diferentes en las que la gente expresa sus sentimientos nacionalistas. En una situación colonial, el nacionalismo se expresa como la exigencia de liberarse del poder colonial. Parece asumir formas similares en lo que algunos llaman una situación semicolonial, que es una en que el país es técnicamente soberano pero vive bajo la sombra de un Estado más fuerte, lo que lo hace sentir oprimido.
Luego está el nacionalismo del Estado fuerte, que se expresa como una afirmación de superioridad técnica y cultural, que sus proponentes sienten que les otorga el derecho de imponer sus puntos de vista y valores a estados más débiles.
Podemos aplaudir el nacionalismo de los oprimidos como algo valioso y progresista. Podemos condenar el nacionalismo opresivo de los fuertes como retrógrado y sin valor. Sin embargo hay una tercera situación en la que un nacionalismo xenófobo levanta la cabeza. Es aquella en que la población de un Estado siente o teme que esté perdiendo fuerza, que de algún modo está en decadencia.
El sentimiento de decadencia nacional es inevitablemente exacerbado, en lo particular, en épocas de grandes dificultades económicas, como en las que se encuentra el mundo hoy día. Así que no es sorpresa que tal xenofobia haya comenzado a jugar un papel que crece en importancia, en la vida política de los estados, por todo el mundo.
Lo vemos en Estados Unidos, donde el llamado Partido del Té quiere recuperar el país para “restaurar America y… su honor”. En un mitin en Washington el 28 de agosto, el organizador, Glenn Beck, dijo: Para ser honestos, conforme miro los problemas de nuestro país, pienso que el aliento caliente de la destrucción resopla en nuestro cuello. Para fijar la imagen políticamente, no es algo que yo vea en todas partes.
En Japón, una nueva organización, el Zaitokukai, rodeó una escuela primaria coreana en Kyoto en diciembre pasado, exigiendo expulsar a los bárbaros. Su líder dice que modeló su organización según el Partido del Té, y comparte la sensación de que Japón sufre ahora una pérdida de respeto en el escenario mundial y que va en la dirección equivocada.
Europa, como sabemos, ha visto que en casi todos los países surgen partidos que buscan expulsar a los extranjeros y recuperar el país para las exclusivas manos de los llamados verdaderos ciudadanos, aunque dilucidar cuántas generaciones de linaje continuo se requieren para definir a un verdadero ciudadano sea una cuestión elusiva.
Tampoco está ausente el fenómeno en los países del sur –de América Latina a África y Asia. No tiene caso expresar todas las múltiples y repetidas instancias de cuándo o dónde alza su horrible cabeza la xenofobia. La cuestión real es qué hacer, si es que algo se puede hacer, para contrarrestar sus perniciosas consecuencias.
Hay una escuela del pensamiento que esencialmente arguye que uno tiene que mediatizar las consignas, repetirlas de manera diluida, y simplemente esperar el momento cíclico en que la xenofobia haya muerto porque mejoraron los tiempos económicos. Ésta es la línea de lo que se podrían llamar partidos de derecha y centro-derecha dentro del establishment.
Pero, ¿qué hay de los partidos de izquierda o centroizquierda? La mayoría, no todos, parecen cohibidos. Parecen temerosos de que de nuevo se les acuse de antipatriotas, o cosmopolitas, y se preocupan de que puedan ser barridos por la marea, aun si la marea amaina en el futuro. Así que hablan, débilmente, de valores universales y de compromisos prácticos. ¿Acaso esto los salvará? Algunas veces, pero con frecuencia no. Con frecuencia son barridos por la marea. Algunas veces, hasta se unen a la marea. La historia anterior de los partidos fascistas está repleta de muchos líderes de izquierda que se volvieron fascistas. Después de todo ésa es la historia del hombre que virtualmente inventó el término fascista –Benito Mussolini.
La voluntad de abrazar los valores igualitarios a plenitud, incluido el derecho que tiene toda clase de comunidades a ejercer su autonomía, en la estructura nacional política que acomoda la tolerancia de múltiples autonomías, es una posición políticamente difícil tanto de definir como de sostener. Pero es probablemente la única que ofrece alguna esperanza de largo plazo de que sobreviva la humanidad.
Traducción: Ramón Vera Herrera
La Jornada