Con precisión vaticana se va cumpliendo la calculada estrategia para la Iglesia de Euskal Herria. La reciente toma de posesión de Mario Izeta como obispo titular de la diócesis de Bilbao es un paso más para situar en el lugar previsto a quienes desde Roma se considera las personas más aptas para dirigir y controlar un proceso eclesiástico que enderece, según sus directrices ‑y en consonancia con la Conferencia Episcopal Española‑, la andadura considerada como desviada.
Junto a estas decisiones estratégicas, también se ejerce el control ideológico. El obispo de Donostia, José Ignacio Munilla, no ha dudado en censurar dura e injustamente a Joxe Arregi y continúan los inacabables obstáculos al conocido libro de José Antonio Pagola.
Al mismo tiempo crece el malestar de una amplia base eclesial con frecuencia desconcertada y, en sectores cada vez más amplios, alejada de una institución cuyo estilo autoritario no comparte.
Precisamente ahora, en esta «normalidad» impuesta, se vuelve hablar de la conveniencia pastoral de la Provincia Eclesiástica Vasca. Con un perfil, sin embargo, anormal, ya que se incluiría la diócesis de Logroño (por supuesto, sin nombrar la de Baiona). Sería la fórmula vaticana para rubricar la operación y dar su refrendo a la remodelación de la nueva cúpula eclesiástica vasca.
En esta coyuntura difícilmente puede negarse la tensión interna a la que aludió implícitamente en su homilía el nuevo obispo de Bilbao instando a «ser capaces de vivir en unidad» dentro de la diversidad. No hay duda de que la situación actual de la Iglesia vasca encubre un mar de fondo cuyo calado y consecuencias lejos de calmarse derivarán hacia posiciones más complejas y enfrentadas.
La razón, a mi modo de ver, está en que entre sus causas más hondas late un grave y significativo conflicto hermenéutico (interpretativo), resultado de un decisivo cambio paradigmático que afecta a las formas de creer y comprender los contendidos de la revelación y, por supuesto, de realizar la presencia y compromiso de la Iglesia en Euskal Herria y en otros muchos lugares.
Las censuras, condenas, controles de numerosos teólogos en el ámbito mundial y local por su pensamiento y opinión divergentes de la doctrina oficial en temas dogmáticos, eclesiológicos, morales, pastorales son la respuesta de los dirigentes eclesiásticos, ante lo que consideran alarmantes desviaciones que hacen peligrar el estatus de una institución apoyada más en el poder que en el servicio liberador a los pueblos y a los pobres y, en última instancia, en el evangelio de Jesús de Nazaret.
Ante este conflicto de interpretaciones, se está intentado que prevalezcan las doctrinas conservadoras. Y en lugar de transformar y superar viejos y anquilosados modelos de cristiandad, asentados y mantenidos durante siglos en convicciones cerradas e inamovibles, se vuelve a fórmulas rígidas. Sin embargo, el concilio Vaticano II invitó a responder a los interrogantes y signos de los tiempos de un mundo en cambio y necesitado de respuestas proféticas liberadoras, desde posturas de servicio, diálogo, cooperación, humanización. Compartiendo gozos y esperanzas, dolores y anhelos, con cercana y humana compasión hacia quienes sufren, en el mundo y en cada pueblo, las avalanchas de las injusticias de un mundo neoliberal globalizado.
En contra de interpretaciones inmovilistas, la religión en general y la fe cristiana, siguiendo al concilio citado, y, en definitiva, al mismo evangelio, no pueden desvincularse ni entenderse al margen de esas apremiantes situaciones.
Son lugar auténtico de lectura hermenéutica desde donde brotan preguntas muy concretas y urgentes para nuestra situación específica.
Acaso no debería la Iglesia vasca reclamar los derechos humanos individuales y colectivos de un pueblo que desea ser sujeto de su propio destino desde su identidad? ¿No tiene la responsabilidad evangélica de exigir la erradicación de toda forma de tortura y tratos inhumanos y degradantes denunciados por las víctimas e incluso por organismos internacionales? ¿No debe ser la Iglesia instancia importante para superar todas las violencias y apoyar un proceso de paz desde la libertad, justicia y diálogo sin exclusiones? ¿No puede defender la participación de todos los grupos políticos en el proceso para la urgente de normalización de Euskal Herria? ¿No deberá identificarse con todas las víctimas de tanto sufrimiento, sin excepciones, y abogar por tantos presos y presas injusta e ilegalmente tratados en situaciones especiales por todos conocidas? ¿No tendrá que denunciar las causas de una crisis económica y de la pobreza creciente causadas por un sistema económico injusto y depredador?
Son cuestiones candentes que están en el pensamiento y corazón de muchas personas. Con angustia y preocupación. No son temas fronterizos ante los hay que reservarse con cautela para evitar críticas políticas, sino directamente evangélicos y éticos. O ¿acaso Jesús no vino a liberar a todos los oprimidos?
No hay duda de que la lectura de ese evangelio, que todos quieren interpretar según sus intereses, tiene una referencia imprescindible que le confiere su autenticidad y veracidad. Son los pobres quienes sufren las consecuencias del poder, las personas y pueblos sometidos por sistemas injustos.
Desde ahí nace una compresión honesta y fiel del evangelio que confluye con otras lecturas, denuncias, reivindicaciones, exigencias.
Y en nuestro caso, sólo una Iglesia vasca que busque, en el diálogo con múltiples instancias y ofrezca, con audacia, respuestas a esas preguntas dando testimonio arriesgado para realizar la paz en la justicia, será creíble y escuchada.
En su homilía, el obispo de Bilbo pedía la unidad en la Iglesia. Pero ¿en qué Iglesia? Su nombramiento, como el de Baiona, Donostia e Iruñea (y probablemente pronto el de Gasteiz) se han hecho desde el Vaticano, al margen de comunidades y grupos de esas diócesis, según el modelo vertical eclesiástico, mas que el de pueblo de Dios. Sus gerencias diocesanas estarán, por tanto, más pendientes de lo que de allí provenga y que estos próximos días subrayará el Papa Benedicto XVI en su populoso y costoso viaje al Estado español.
Se continuará negando el conflicto de interpretaciones existente imponiendo el pensamiento único.
Sin embargo, nadie podrá impedir que las flores crezcan en el bosque y el viento del Espíritu siga soplando con aires de libertad, suscitando, alentado una Iglesia diferente y un mundo, donde los pueblos decidan, con democracia y justicia, y vivan su propia dignidad solidaria.