«Sentaíto en la escalera/esperando el porvenir/y el porvenir nunca llega» (Cante popular andaluz)
Unas preguntas iniciales: en mis artículos recientes, ¿he tratado de adelantar el futuro, imaginando lo que puede ocurrir en él? ¿O de explorar ya algo que yo presumo con argumentos que sucederá, que se podrá hacer que suceda? ¿He fantaseado sobre una utópica «Confederanza» de pueblos ibéricos y esta fantasía no es, a fin de cuentas, más que una mera exposición de un deseo de que tal cosa ocurra? Pero además, ¿qué es o sería eso de «una confederanza»? ¿Es una noción clara o es ambigua? ¿Qué he querido decir con esa palabra?
Una aclaración léxica: según el Diccionario de la Real Academia Española, «confederanza» es una voz «anticuada» y desde luego está en desuso. Aun así, para ese diccionario sigue significando «alianza de personas, naciones o Estados». La palabra que le corresponde actualmente es «confederación», que tal diccionario define como una «alianza, liga, unión o pacto entre personas, grupos o Estados». Hay así mismo el término «federación» que es, según el repetidamente citado diccionario, el resultado de «unir por alianza, liga, unión o pacto entre varios». El tema de la soberanía de las partes y de lo que de esa soberanía se pone en juego o se cede o se puede ceder en tales alianzas es ajeno a estas definiciones académicas. Por mi parte, he prescindido de los significados y comportamientos históricos, y tomo esa bella palabra -«confederanza»- como si estuviera recién nacida. Lo que con ella puede llegar es algo por nacer en el futuro.
Se habrá observado, por quienes los hayan leído, que en mis últimos artículos de GARA no he tratado de «hechos» sino, digamos, de «quehaceres» (mejor: «por haceres»); de «utopías» que algún día pueden ser «hechos» en la Historia, tratando de estudiar, y en este caso de promover, un «futuro previsible», según la noción enunciada por el profesor George Thomson, que fue Premio Nobel de Física, en cuyos trabajos está la idea, que hemos citado en otro momento, del proyecto, proclamado por gentes como Margaret Mead y Julián Huxley, de que existieran en las actuales universidades unas «cátedras de Futuro».
En una situación como la actual entre nosotros, mi reciente «Modesto plan para la paz» me ha procurado, felizmente, un comentario que yo estimo en grado sumo. Quien me lo ha hecho es Manuel Muñoz Navarrete, que me ha transmitido observaciones muy sustanciosas como la de que yo en esta ocasión he «perdido una gran oportunidad para (…) introducir al fin a Andalucía como nacionalidad histórica oprimida por el Reino de España», dando cuenta, por ejemplo, de «la masiva lucha andalucista durante la estafa aquella de la transición». ¿Y qué he de decir yo a esto? Pues, sencillamente, que es verdad que yo hice en mi plan y en los dos artículos que lo han seguido una simplificación apresurada de tan complejo tema, quizás fascinado por el estado actual de los procesos catalán y vasco, y por la evidencia cultural cotidiana de la existencia de una nación llamada Galiza, independientemente de las actividades políticas, hoy en día de muy cortos vuelos, en el campo nacionalista o patriótico, que se generan en la ciudadanía gallega.
En cuanto a Andalucía, mi admiración por la intrépida labor de Sánchez Gordillo ‑a quien mi corresponsal cita- es muy grande. El Alcalde de Marinaleda estará con nosotros en Donostia el próximo noviembre para participar en las jornadas de ASKE, y nos explicará lo que yo considero poco menos que un milagro, no ya el del «socialismo en un solo país», sino «en un solo pueblo», ¡ahí es nada! Desde luego, la nación andaluza tendrá que dar a partir de ahora nuevos pasos hacia la conquista de su emancipación; pasos superadores, claro está, de los actuales niveles sindical, agrario y municipal, y que tendrán que hacer frente a la presencia, hoy cegadora, de los dos grandes partidos españoles o, mejor dicho, «españoleros». (Por lo demás, la grandeza histórica de Al Andalus ya era un gran hecho político y cultural cuando los Reyes Católicos o no habían nacido o andaban todavía en pañales o, ya mayores, estaban tratando de construir algo que al final fue cristalizando en esto que por fin llegó a ser «España». Sobre lo que sea España y a partir de cuándo empezó a existir tal entidad, es inexcusable la lectura de los lúcidos trabajos de Américo Castro. Habiéndolos leído no es posible insistir en errores históricos como considerar la gesta de Numancia como «española» o a Séneca como un filósofo «español». Expresiones como la falangista «eterna metafísica de España» alcanzan entonces los tintes de lo francamente ridículo. En cuanto a los Reyes Católicos, con su yugo y cinco flechas, que sirvieron de inspiración al emblema de la Falange Española («las flechas de mi haz») son un nefasto recuerdo histórico. (La «memoria histórica» es muchas veces entre nosotros el recuerdo de una gran pesadilla).
Rememorando yo ahora autocríticamente mi «Modesto Plan», veo que no es sólo Andalucía lo que quedó fuera de mis reflexiones. Ahí está, por ejemplo, la posibilidad de que un día se replantee enérgica y popularmente lo que fue el movimiento independentista en Canarias; y, en la Península, de que se desarrollen entidades como la reivindicada por la Izquierda Castellana, con su gloriosa herencia «comunera»; y grandes entidades históricas como la de Asturies con su propia reivindicación lingüística, o la de Aragón. ¿Qué podrá salir en el futuro de toda esta complejidad? ¿Una fragmentación sin sentido bajo imágenes como las que nos legaron, en el mundo árabe peninsular, los «Reinos de Taifas» o, durante la Primera República Española, la «rebelión cantonal»? Sea como sea, lo cierto históricamente es que la «unidad de España» fue un fracaso ‑cuyas consecuencias seguimos sufriendo‑, a falta quizás de algo parecido a lo que a la «idea de Italia» aportó el genio político de una personalidad como la de Garibaldi al frente de sus «camisas rojas», y con su consiguiente y consecuente construcción de un «patriotismo italiano» generalizado, sobre la base histórica de aquellas famosas repúblicas históricas independientes. Aquellas repúblicas independientes -¿italianas ya?- «devinieron» la gran Italia ‑o sea que, con ellas, se hizo «una nación» moderna de lo que en la Antigüedad había sido nada menos que «Roma»-. Hoy es, sigue siendo, Italia, esa nación cuya existencia casi nadie discute, mientras que la malformación «española» tiene pendiente, al revés, una futura floración de las repúblicas que pongan fin a los graves errores del pasado. Los caminos de la Historia son inescrutables, pero no son un canto a la fatalidad. Siempre hay algo por hacer.
En nuestro caso actual, y supuestamente futuro, la decisión sobre el número de «repúblicas ibéricas» a formar parte de esa futura «Confederanza» ‑cuando el actual «Reino de España» se republicanice al fin, recogiendo el actual espíritu republicano que se respira cada vez más popularmente- dependerá sin duda de la voluntad social y del respeto democrático de los poderes públicos en cada caso. (Por ejemplo, será muy problemático que el movimiento canario independentista, esencialmente «antigodo», se avenga a formar parte de una confederanza «ibérica». ¿Quizás de una regional africana? Ahí es donde y cuando hablaría ‑hablará- la voz de la voluntad popular).
Pensando en todo esto, a la luz de las observaciones del compañero Muñoz Navarrete, veo a Andalucía entre las grandes entidades que se manifestarían en tan elevada circunstancia. Ya hoy pueden empezar a diseñarse, cada una en su nivel; empezando por las que ya se han manifestado y se manifiestan con fuerza popular en lo que se han llamado «nacionalidades históricas», que son un visible e implacable mentís a la grotesca y abominable idea surgida en la transición con el nombre de «café para todos». Otras entidades se hallan aún en el nivel de nebulosas ‑valga la imagen astronómica‑, pero ya se sabe que, como alguien dijo poéticamente hace tiempo, «el mundo fue antes nebulosa».
Y Final. He titulado este artículo «No esperéis el porvenir»; título que lleva dentro, como quizá se haya observado en su lectura, una tesis general de pensamiento que ahora, para terminarlo, resumo en cinco puntos, a saber:
1.- El porvenir no se espera; se hace.
2.- Lo utópico deja de ser utópico haciéndolo.
3.- La libertad no es un premio que pueda tocarnos en una lotería del Destino.
4.- En definitiva, se trata de tomar la dialéctica de la Historia en nuestras manos; en manos de la gente. (¿De la multitud?).
5.- Los grandes líderes revolucionarios siempre han trabajado ‑y siguen trabajando hoy- con la materia de los sueños. En ello reside su mayor grandeza.