En el verano de 1934 se produjo un movimiento municipalista entre los vascos que no volvió a tener parangón hasta hace poco más de diez años, cuando en el Euskalduna de Bilbo se presentó la asociación conocida como Udalbiltza. Dicen que las comparaciones son odiosas, pero más de una vez me he parado a pensar que aquellos alcaldes vascos republicanos que sufrieron detención, cárcel, exilio y en algún caso muerte por exigir, entre otras cosas, elecciones provinciales (sí han leído bien) son los antecesores de este grupo de alcaldes que hoy, en 2010, esperan una sentencia de la Audiencia Nacional española por pretender, entre otras cosas, una profundización democrática.
El animador Garzón y el entonces ministro de Interior Acebes ordenaron en 2003 la detención de 21 cargos electos vascos por, según palabras del ministro, «llevar a la práctica la formación de grupos de electos». Pecado nefando, por lo visto, para la exquisita democracia española, «el miedo al rebuzno libertario del honrado pueblo» que diría Valle Inclán.
Entonces, como ahora, había situaciones de excepción. Las de ahora ya las conocen. En 1932, Madrid creó la figura del gobernador general de las Provincias Vascongadas y Navarra, con sede en Bilbo, cuyo primer titular fue un tal Calviño, así como un juez especial para el mismo ámbito, con sede en Iruñea, que tuvo a un tal Domínguez de primer juez.
Hace 75 años la derecha gobernaba la República como en 2003 el Reino de España. No así cuando la creación del supergobernador y el superjuez en 1932, ya que las izquierdas pusieron el nombre al Gobierno. En 1934 y en 2003, la izquierda española no gobernaba pero ante los atropellos judiciales y policiales, miró hacia otro lado. Prieto y Zapatero de la mano.
La especificad política vasca en el contexto europeo tiene en los municipios y en su gestión uno de los elementos predemocráticos más fascinantes de la historia del Viejo Continente. Nuestros antepasados, con todas las deficiencias que se quiera, crearon un modelo político de gestión que superó la barrera de su época durante siglos y que con el tiempo, demostró ser un oasis en medio del desierto que ofrecían nuestros vecinos.
Más de uno me dirá que, con excepciones, la mujer no participaba en aquel modelo, que los propietarios hacían valer su poder, que la iglesia pintaba más de lo necesario… Evidente. No fue la Arcadia. Pero las comparaciones nos explican que la lucha contra el analfabetismo, la extensión de la red vial, la defensa de la tierra o la solidaridad con los menos pudientes eran razones de peso en la gestión municipal vasca y excepción en el medio europeo.
Por ello, cuando desde 1931 los habitantes de los cuatro territorios vascos al sur de los Pirineos intentaron conseguir cotas de soberanía hasta entonces negadas y enquistadas en los conciertos económicos, su medio natural fue el municipal. Los ayuntamientos fueron el lugar original para el debate político. Fueron unas elecciones municipales las que echaron al rey español Alfonso XIII, abuelo del Borbón bribón actual, al exilio, junto a la Duquesa de Alba y cientos de familias hoy de sobra conocidas que volvieron por la puerta grande.
El movimiento municipalista de 1934 fue resuelto, como tantas y tantas situaciones políticas, por la Guardia Civil. A falta de argumentos, la fuerza intimida. El que fuera ministro de Justicia del Gobierno de la República, el navarro Manuel Irujo, nos dejó en uno de sus libros una descripción detallada de lo que le ocurrió en aquel verano de 1934, preludio sin duda de lo que ocurriría un par de años después. Pone la carne de gallina.
En aquel agosto de 1934, los alcaldes vascos, abertzales y republicanos en su mayoría, habían creado la llamada Comisión Municipal Vascongada. El tiempo pasa, que dice la canción. Hoy le llamaríamos Udalbiltza. Quisieron celebrar unas elecciones que los gobernadores prohibieron. Aunque no lo fue tanto, la prensa francesa dijo que se trató de un «movimiento separatista». La Guardia Civil reprimió todas las iniciativas, sobre todo en Nafarroa (¿por que Nafarroa siempre es cabeza de puente para la represión?) y abortó un intento de Asamblea Municipal a celebrar en Zumarraga. Igualito que en 2003.
Para evitar que los electos se reunieran, el gobernador civil de Gipuzkoa ordenó que la Guardia Civil custodiara todas las viviendas de los alcaldes y los mantuvieran en arresto domiciliario. En Oiarztun, el alcalde Feliciano Beldarrain, como en otros lugares, fue arrestado. Y para protestar por semejante atropello, Manuel Irujo y Telesforo Monzon, se dirigieron a su vivienda. Airadamente exigieron el levantamiento del arresto.
La Guardia Civil no tuvo reparos. «¡Carguen!», dijo el sargento. Los agentes descerrajaron sus fusiles. «¡Apunten!», los guardia civiles levantaron sus fusiles. Un silencio sepulcral. Terror en los semblantes de los presentes. La manifestación se disolvió. No era para menos. Esa misma Guardia Civil, a pocos kilómetros de Oiartzun, en Trintxerpe, había matado a 7 jóvenes que se manifestaban pidiendo pan, tres años antes. La democracia en la punta del fusil.
El alcalde Feliciano Beldarrain marchó al exilio, al igual que los dos protagonistas, Monzon e Irujo. Beldarrain murió en Kanbo, sin poder celebrar de nuevo sus entrañables sanestebanes. La Guardia Civil fue homenajeada y los veraneantes de la costa guipuzcoana, muchísimos en aquel caluroso verano, se manifestaron en Zarautz por la españolidad de este pedazo de tierra.
Quien piense que estoy exagerando la historia está equivocado. Tampoco suponía yo hace unos años que aquel movimiento municipalista tuviera tanta trascendencia, hasta que hace poco me topé de bruces con el expediente de Florencio Markiegi Olazabal, alcalde de Deba y uno de los promotores, junto a decenas de cargos electos, de la llamada Udalbiltza de 1934, la Comisión Municipal Vascongada.
Cuando los franquistas se adueñaron de Gipuzkoa y Bizkaia, Florencio Markiegi siguió su periplo hasta Santoña, mientras sus hijas Leire y Nekane, junto a su esposa, se refugiaban en Donibane Lohizune. El grueso del Ejército republicano vasco fue detenido en Santoña y el 6 de septiembre de 1937, un tribunal militar juzgó a 25 vascos, entre ellos al alcalde de Deba.
Markiegi fue condenado a muerte y ejecutado en octubre del mismo año. Fue acusado de ser alcalde de Deba durante el «periodo separatista», es decir durante la rebelión municipalista del verano del 34 y la del verano del 36. Porque esos hechos, decía la sentencia, «constituyen un delito de adhesión a la rebelión, penado y definido en el párrafo segundo del artículo 238 en relación con el 237 del Código de Justicia Militar, con el agravante de peligrosidad definido en el artículo 173 del mismo cuerpo legal».
La democracia en la punta del fusil.
Sé de sobra que intentar imbricar épocas diferentes para adecuar un mensaje, más aún si es político, es fuente de manipulaciones. Sé, también, que los actores de entonces y los de ahora, se mueven por circunstancias, como diría Ortega, diferentes. Es sin embargo, muy notorio que, muchos de aquellos actores siguen teniendo entonces una relevancia extraordinaria: jueces, fiscales, Policía, Guardia Civil.
No entiendo, en cambio, ese temor a que el pueblo que diría Valle Inclán, la ciudadanía del postmodernismo socialista o el electorado en el que nos encasilla la derecha más rancia, cuando nos deja votar, pueda expresarse con libertad. No entiendo cómo Florencio Markiegi pudo ser condenando a muerte y ejecutado por promover una iniciativa democrática, ni como un juez como Garzón, pretendidamente icono de la defensa de causas republicanas, pudo cargarse otra iniciativa democrática. A veces tengo la impresión de que, tanto en este tema como en otros, estamos atascados en el bucle eterno de la historia del abuso y la intolerancia de nuestros opresores.