Aquellos gobernantes a quienes los dioses quieren destruir primero los abruman con una crisis, luego los inducen a prometer a los sufrientes una cura radical y efectiva para los males de la época y finalmente los maldicen para que sus políticas sean tibias y ambivalentes.
Obama fue víctima de esos dioses viciosos y vengativos que decidieron propinarle una paliza ejemplar en las elecciones del pasado martes, perdiendo el control de la Cámara de Representantes, varias gobernaciones y reduciendo al mínimo la mayoría que los Demócratas aún conservan en el Senado.
Más grave aún, resolvieron también abrir de par en par las puertas del desván donde se agitaban, furiosos e impacientes, los peores esperpentos de la sociedad norteamericana, varios de ellos ahora catapultados al Senado o la Cámara gracias al voto de una opinión pública crecientemente imbecilizada gracias a la paciente labor de los grandes medios de confusión de masas, que hace rato viene trabajando para convertir a gran parte de la población estadounidense en esos “gorilas amaestrados” de los que hablaba el teórico marxista italiano Antonio Gramsci.
Gracias a todo esto el público norteamericano ha aceptado como válidas y razonables afirmaciones que hubieran provocado la incredulidad o la hilaridad de los pueblos más atrasados y supersticiosos de la Europa medieval.
El catálogo de idioteces contenidas en las declaraciones de los energúmenos del Tea Party es interminable, sobre todo si se tiene en cuenta que, en encuestas previas, el 88 % de la población entrevistada había criticado acerbamente la situación de la economía norteamericana y el pobre desempeño del gobierno para enfrentarla exitosamente.
Pese a ello –a que “era la economía,estúpidos”,como en su momento lo recordara Bill Clinton- los eslóganes de la ultraderecha cavernaria fueron desde estentóreas denuncias en contra de Obama, acusado de ser “anticristiano” o un “musulmán disfrazado” que quería destruir el American way of life y hasta decir, como lo hizo Sharron Angle, de Nevada, que “el embarazo de las víctimas de violación podría manifestar un deseo divino”, pasando por la inimputable Christine O’Donnell, frustrada candidata a senadora por Delaware, que se desgañitó proponiendo dos nuevos ‑y formidables- instrumentos para combatir la crisis económica que por su eficacia probablemente le deparen a su inspiradora el próximo Premio Nóbel de Economía: la abstinencia sexual y la persecución de las ardientes legiones conformadas por los discípulos de onan, sus mentes enturbiadas por sus solitarias prácticas eróticas.
Otro de los fanáticos, Joe Miller, de Alaska, quería construir un Muro de Berlín para impedir el ingreso de los inmigrantes, y Rand Paul, ahora senador por Kentucky, confesó que no compartía en su totalidad la ley de derechos civiles del año 1964, que había significado un paso decisivo para la integración social y política de los afroamericanos. Que gente como ésta se haya convertido en protagonista del proceso político estadounidense es un clarísimo indicio de la descomposición moral y política que carcome la Roma americana.
Y, por supuesto, es una mala noticia para todo el resto del mundo, comenzando por América Latina, porque si hoy la militarización de la escena internacional y el paroxismo del gasto militar de Estados Unidos ha convertido a este planeta en un lugar muy peligroso para vivir, la pandilla de hiperextremistas nucleados en torno al Tea Party sólo puede empeorar las cosas.
¿Quién es el responsable de esta deplorable situación? Por supuesto, ella obedece a tendencias estructurales y de larga duración que han venido afectando a la sociedad norteamericana. Por algo en el pasado ese país eligió como presidentes a un Reagan o a un Bush Junior. Pero en lo inmediato la responsabilidad recae sobre la presidencia de Obama y las incurables limitaciones ideológicas del “progresismo”.
Si en Italia éste abrió las puertas a un personaje tragicómico como Berlusconi, y en Francia a Sarkozy, en Estados Unidos la tercera vía de Bill Clinton y la hueca fraseología reformista de Obama (recuerden el “sí, nosotros podemos”) y su absolutamente predecible fracaso tuvo como resultado correr violentamente el péndulo político hacia la extrema derecha.
Es que ¿cómo se podría haber enfrentado eficazmente la crisis con un equipo de asesores económicos comandado por Robert Rubin y Larry Summers, mentores ellos mismos de la completa desregulación de los mercados financieros durante su gestión como sucesivos Secretarios del Tesoro de Clinton y CEOs y operadores de las grandes firmas de especuladores radicadas en Wall Street? La respuesta que dio la Casa Blanca ante la crisis sólo sirvió para el salvataje de los grandes oligopolios, dejando librada a su suerte a millones de norteamericanos. ¿Cómo no iban a reaccionar con desesperación al sentirse olvidados por su gobierno? ¿Cómo no iban a arrojarse a los brazos de esa pandilla de delirantes sobrevivientes del Mesozoico, que promete el paraíso en la tierra estadounidense masacrando hispanos y asiáticos, castrando onanistas, persiguiendo homosexuales, y exaltando las virtudes cívicas y republicanas de la abstención sexual? ¿Por qué, ante un gobierno confuso, contradictorio y timorato, no iban a reclamar el fin del “socialismo” de Obama y la vuelta a la edad de oro de la libertad de mercados?
En menos de dos años la tan exaltada obamamanía quedó reducida a añicos. Sus tímidos amagos reformistas quedaron en eso: la reforma financiera, supuestamente destinada a regular las transas y los crímenes de “cuello blanco” de los piratas de Wall Street, no conformó a nadie: demasiado débil y demasiado tarde, al igual que la reforma del sistema de salud. Nadie le pedía a Obama construir el socialismo; pero fue una ingenuidad pretender resolver la crisis capitalista sin estar dispuesto a liquidar a algunos grandes capitalistas.
En lugar de eso consensuó las medidas para “salir de la crisis” con ellos, y así le fue. Y para colmo se confundió al pensar que las “redes sociales” (facebook, twitter, etcétera) serían instrumentos idóneos para construir poder político y dar batalla a sus circunstanciales enemigos. Podían, y pueden, cristalizar el humor momentáneo de grandes masas y convocarlas a una gran manifestación pública. Pero para combatir a los capitalistas se necesita bastante más que eso. Y Obama no lo tiene.
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