En este apunte quisiera seguir la estela de dos gigantes en la lucha contra la tortura. Eva Forest se nos fue demasiado pronto, agotada por tantas y tan descomunales batallas contra la crueldad policial. Alfonso Sastre, por suerte, sigue en la brecha; su fecundidad y valentía evidencian la intensidad de su larga vida. En «La tortura española» (GARA, 25 de octubre) escudriña las claves de ese terrible estigma; apunta como causa mayor la historia de un imperio que se abrió paso recurriendo al tormento. En el prólogo de «La question», librito que Hiru acaba de publicar, alude a las dramáticas consecuencias de los malos tratos: una degradación generalizada como si de una gangrena colectiva se tratara.
Los primeros y principales afectados son los protagonistas directos de semejante lacra. La víctima siente que su integridad física y mental es desgarrada, sin más defensa ni protección que su propia entereza personal. Soledad, dolor, angustia, terror, desnudez, impotencia… se suceden como una noria maldita empujada por quienes no descansan; energúmenos del día y de la noche en su afán por convertir a la víctima en un guiñapo. Pero si demoledora es la tortura para quien la soporta, no lo es menos para quienes la practican. Seres inmunes a cualquier sentimiento noble tienen que malvivir en permanente esquizofrenia o en la mayor de las inmoralidades: sádicos y soeces, ciegos en su fanfarronería, adictos al juego y a la extorsión… A la sombra de Intxaurrondo se tejió aquella espesa red de contrabandistas y narcotraficantes que el fiscal Navajas tuvo a bien recapitular y alguna mano siniestra, esconder. Lo que llevó a los tribunales a los guardias civiles Bayo y Dorado Villalobos no fueron sus brutalidades reincidentes, sino sus atracos; el 20 de noviembre de 1986 fueron sorprendidos por la Policía Municipal de Irun cuando cargaban en un furgón del cuerpo ropa recién robada.
Los torturadores no sólo se consideran dueños de sus víctimas, sino también de sus correspondientes jefaturas. Maestros en la extorsión y el cohecho, saben que el futuro profesional y político de quienes les ordenaron torturar está en sus labios. El aparente honor de conocidas personalidades públicas se tambalea. El miedo a ser desenmascarados por unos desaprensivos bien informados les hipoteca de por vida. Eso explica las ruindades que se suceden en cascada: refrendo de las versiones policiales por absurdas que resulten, ocultamiento de datos solicitados por la justicia, pago de rumbosos abogados defensores, incumplimiento de las condenas (cuando excepcionalmente se producen), indultos, ascensos y promociones, elevadísimas y desproporcionadas pensiones… Vergonzosas y caras mordazas ‑pagadas del erario público- para silenciar las bocas amenazantes e inescrupulosas que los pudieran delatar.
La lista de afectados por la gangrena es muy larga. Dejémosla para otra ocasión. Por hoy, prefiero salir de semejante cloaca y respirar la brisa reconfortante que soplaba en Donostia la tarde del 30 de octubre. Miles de personas ‑serena expresión colectiva de dignidad solidaria- nos lanzamos a la calle para repudiar la tortura.
Fuente: Gara