El movimiento popular vasco por la soberanía y el socialismo coloca la resolución del conflicto político con el Estado español en el terreno del diálogo y la negociación, proclama la incompatibilidad del uso de la violencia con sus objetivos políticos y propone el fin de todas las coacciones, incluyendo la ilegalización de sus organizaciones políticas y sociales, la clausura ilegal de empresas y medios de comunicación, la supresión del derecho de asociación, participación política, expresión y manifestación para amplios sectores de la población, los montajes policiales, la utilización partidista del Código Penal y las torturas.
El movimiento popular vasco no defiende un nacionalismo étnico y excluyente, sino la autodeterminación frente al estado capitalista y monárquico que Franco dejó atado y bien atado con el Título II de la Constitución Española y el Título Preliminar de la Constitución Española que prohíbe expresamente el derecho de autodeterminación (artículo 2) y convoca al Ejército para impedirlo (artículo 8). Este movimiento social, político, cultural, obrero, feminista, internacionalista, electoral, soberanista ‑y hasta ahora con una expresión armada- muestra la falta de libertades democráticas y garantías jurídicas para quienes pretenden ejercer su derecho de autodeterminación. En Catalunya, sin expresión armada, la mayoría de la población vota un estatuto de autonomía en el Parlamento y, tras refrendarlo en un referéndum popular y en la calle, el Estado español «se lo cepilla» en Madrid.
El movimiento popular vasco ha tomado una iniciativa unilateral de paz y derechos para todos y todas en un marco político antidemocrático y represivo. La derecha española, tradicional o sobrevenida, desacredita esta propuesta de democracia y entendimiento por su pretensión de participar en las próximas elecciones municipales. Los políticos profesionales que venden su alma al diablo por un puñado de votos acusan de sus propias miserias a centenares de miles de personas que reclaman su derecho de participación política.
La convivencia basada en la precariedad, el aumento de la diferencia y la exclusión es violencia social en estado puro y sólo se sostiene por la integración de los beneficiados y beneficiadas, la pasividad de las mayorías perjudicadas y la represión de quienes desobedecen. La ausencia de cauces para la expresión política de las víctimas de dicha violencia permite achacarla no a las relaciones de explotación y de dominio, sino a la naturaleza corrompida de los individuos o a minorías «antidemocráticas».
Pero todos los conflictos deben llegar, antes o después, a su punto final. El diálogo para la superación de un conflicto requiere partir de todas las víctimas y de la memoria de todos los derechos vulnerados. La memoria contiene un enorme potencial de reconciliación, pero no puede ser unilateral. La reconciliación es un proceso de autodeterminación de todas las víctimas que resignifican su dolor al reconocer el sufrimiento y las razones de las otras víctimas.
En la retórica de guerra, armada o comercial, cada contendiente expresa sus razones y sus daños excluyendo los del oponente. La diferencia irreconciliable otorga al otro todos los males y justifica la violencia que cada uno se ve obligado a realizar frente a ese «otro», identificado con el mal absoluto. La voluntad de reconciliación trata de superar la lucha a muerte como experiencia de la diferencia absoluta, pero este esfuerzo es estéril si una parte de las víctimas, constituida en vanguardia de uno de los bandos, llega a imponer a la noción de «víctima» su propia identidad, excluyendo totalmente a las víctimas del otro bando.
Para la resolución dialogada de un conflicto, la reconciliación de las víctimas es necesaria, pero no suficiente. Hace falta el restablecimiento de los derechos cuya vulneración generó el conflicto y su cadena de violencias.
Los movimientos sociales debemos apoyar esta iniciativa de paz basada en el respeto a la democracia y los derechos humanos para todos y todas. Es el momento de apostar por las iniciativas de diálogo y no por el catálogo de violencias pasadas; por las víctimas pacificadoras y no por las beligerantes; por el restablecimiento de todos los derechos para todos y todas y para todos los pueblos y no por el despojo de los derechos civiles. Es el momento de apostar por la paz, el diálogo y la democracia.
Al día siguiente de sacar a España de la OTAN, romper relaciones con el Estado terrorista de Israel y traer a los soldados españoles de Líbano y Afganistán, el peligro de atentado islamista en territorio español se reduciría a cero. Pero la servidumbre de nuestra monarquía parlamentaria a los EEUU y a la Europa del euro nos impide dar ese paso. Al día siguiente de abrir el debate sobre las formas para el reconocimiento del derecho de autodeterminación, se terminaba la violencia de ETA (las otras violencias no). Pero nuestro bipartidismo neofranquista no puede revisar la Constitución aprobada bajo amenaza de golpe militar sin poner en cuestión su propia legitimidad. El único precio político que hay que pagar para la paz es la democracia y la justicia. Lo que para PP y PSOE es un precio insoportable para los pueblos de España y los trabajadores es un bien deseable.
El libro «La maza y la cantera», presentado en Madrid por su autor, el abogado Julen Arzuaga, su editor, José María Esparza, de Txalaparta, y la Asociación Gurasoak nos aporta una extensa y dolorosa experiencia en vulneración de libertades civiles y garantías jurídicas y procesales y nos trae la voz doliente y poderosa de quienes luchan por su derecho a la autodeterminación de un orden injusto y represor. Las personas amantes de la paz, el diálogo y la democracia les tendemos la mano.