El 23 de septiembre el ejército colombiano con un despliegue de tecnología militar made in USA asesinó a varias decenas de guerrilleros de las FARC-EP en la región de La Macarena (departamento del Meta), entre ellos a Jorge Briceño, alias Mono Jojoy. Los halcones de la muerte se presentaron exultantes ante los medios y anunciaron que ahora se está más cerca de la paz y que a las FARC-EP lo único que les queda es rendirse y entregar las armas. Las palabras de Juan Manuel Santos retruenan como las de Netanyahu con la resistencia palestina, como las de Rubalcaba con la vasca o como las de Putin con la chechena.
En la misma dinámica de la ceguera represiva y desde la prepotencia del uso de la violencia estatal pretenden acabar con un problema sin abordar sus verdaderas causas. A estas alturas de la historia, ¿alguien puede pensar que las guerrillas perviven en Colombia sin una base objetiva? Los más demagogos afirmarán que se mantiene en base al narcotráfico, pero basta con fijarse con un mínimo de interés en la situación del pueblo colombiano para darse cuenta de que no es así. Más allá de la imagen de modernidad que destilan los centros de los grandes núcleos urbanos, más allá de las misses y la cirugía estética, más allá de los bailes de Shakira, más allá de la imagen de normalidad que tratan de exportar, existe otra realidad. La realidad de una gran parte de la población que malvive en las zonas rurales y en las barriadas de las grandes ciudades, sin apenas posibilidades de prosperar. La de esos 4 millones de desplazados internos y esos otros millones que han tenido que huir hacia los países limítrofes huyendo del terror paramilitar. La de los falsos positivos mediante los cuales muchos militares han conseguido galones y permisos enlutando a tantas familias. Esa situación de violencia estructural que se vive en Colombia desde al menos el asesinato del candidato presidencial Jorgen Eliécer Gaitán en 1949, esa situación de despojo de tierras a los campesinos y de depauperización del pueblo humilde persiste. El hallazgo hace un año en La Macarena de la que hasta el momento es la mayor fosa común de Latinoamérica, con alrededor de 2000 cadáveres de personas secuestradas, torturadas y asesinadas en los años 90, o los escalofriantes testimonios de los paramilitares que obtienen rebajas en sus condenas por facilitar datos sobre las masacres cometidas son el más claro exponente de la degradación a la que ha llegado el Estado colombiano. Una situación, eso sí, mantenida con el silencio y
complicidad de los medios masivos de desinformación. Probablemente muchos de quienes estén leyendo este artículo ni siquiera tuvieran conocimiento de esta noticia pero, haciendo un ejercicio mental un tanto retorcido, ¿podríamos imaginar qué hubiera sucedido si en vez de 2000 en Colombia, hubiera aparecido una fosa con 20 cuerpos en Venezuela o en Cuba?
En ese contexto de pobreza y represión surgieron, crecieron y se mantienen las FARC-EP y el ELN. Y sin incidir sobre esas causas el conflicto político y militar que sacude Colombia no tiene visos de solución. Ni aunque Chavez, de forma un tanto irresponsable, aconseje a las FARC-EP abandonar las armas y hacer política. Como si no fueran suficientes los macabros precedentes en la historia colombiana reciente con la muerte de diversos líderes guerrilleros (Guadalupe Salcedo, Carlos Pizarro…) y el genocidio de los 4.000 militantes del partido político Unión Patriótica en los años 80 – 90, incluidos concejales, alcaldes, parlamentarios y dos candidatos presidenciales.
Es evidente que, más allá del triunfalismo castrense por haber acabado con Jorge Briceño, la guerra en Colombia va a continuar. Las FARC-EP han demostrado recientemente ser capaces de resistir el Plan Colombia, el Plan Patriota, sobreponerse a la desaparición física de Raúl Reyes, Ivan Ríos y Manuel Marulanda, e incrementar su accionar militar, como cualquiera en Colombia puede observar la lo largo de este año.
Y si el matar guerrilleros no va a solucionar nada, el presentarlos como la encarnación del mal, como narcoterroristas, es de una indignidad propia de quienes desde la cuna han crecido con todas las comodidades y despreciando a los explotados de su propio país. Basta con dar un repaso a la Historia para comprender que en cada momento histórico, con el gobierno de turno, quienes se han rebelado y desde la austeridad que ofrece la selva, la montaña y la clandestinidad han dado su vida luchando por un futuro diferente para su pueblo, fueron catalogados como bandidos, malhechores y, más recientemente, como terroristas. Desde Bolivar hasta el Che. En la América de la segunda y definitiva independencia, en cambio, aparecerán en los libros de Historia como aquellos que posibilitaron la liberación de los pueblos del imperialismo y las oligarquías locales. Ellos, como millones de luchadores y luchadoras en todo el mundo, asumieron en su día el sentido de la letra de una canción fariana: ?La vida no vale nada si no es como un manantial que se vierte natural para hacer la Patria amada. Por la América explotada, por los pobres de la Tierra, en el llano y en la sierra y en las barriadas urbanas, somos almas con canana contra el déspota y la guerra?.