La Marcha Verde con la que Marruecos ocupó el Sahara ha cumplido este mes 35 años. Más de tres décadas en las que poco o nada ha cambiado para los saharauis. Y nada cambiará mientras la venta de armas, de tomates o recursos naturales tan valiosos como el fosfato estén de por medio.
En estos años la población saharaui ha sufrido bombardeos con napalm y fósforo blanco, ha tenido que exiliarse y resistir en los territorios ocupados, ha visto negados sus derechos más básicos y sigue buscando a sus desaparecidos, a los de antes y a los de ahora.
El reciente desmantelamiento del campamento protesta de El Aaiún y las graves denuncias de violaciones de derechos humanos muestran una vez más la impunidad del régimen alauí, para el que no existen sanciones ni condenas internacionales. Ni siquiera nadie ha propuesto una comisión de investigación al más alto nivel. La ministra española de Exteriores, Trinidad Jiménez, pide prudencia y contención mientras los pocos activistas que han logrado burlar el férreo bloqueo marroquí hablan de detenciones masivas, de fosas comunes, de heridos escondidos en sus casas por temor a las represalias, de gritos de torturados en la noche, de centros de detención clandestinos, de cadáveres arrojados al río o abandonados en el desierto.
En una situación así, con una ciudad tomada por tierra y aire y sin presencia de los medios de comunicación, es prácticamente imposible ofrecer datos fidedignos e imágenes que corroboren estos relatos, lo que sin duda busca Marruecos, que ha puesto a trabajar a todo su aparato propagandístico. Basta ver las comparecencias de sus ministros de Exteriores y Comunicación para arremeter contra todo el que no ofrece la versión oficial, o la visita ayer a Madrid del titular de Interior Taieb Cherkaui. Y, curiosamente, alguien está filtrando fotos de bebés heridos en Gaza como si fueran saharauis.
Sólo la presión ciudadana y la presencia sobre el terreno de una comisión de investigación internacional podrá acabar con el problema. Un problema que se llama impunidad.