La cuestión negra, es decir la del sistema de la esclavitud, estaba
ligada a los comerciantes porteños, particularmente desde mediados
del siglo XVIII hasta la Revolución de Mayo.
El partido esclavista era muy fuerte durante el sistema colonial
español, y tuvo todavía, en los primeros años de la Independencia,
una presencia política importante. Los apellidos de los esclavistas
permiten advertir su continuidad con el sistema oligárquico. Algunos
de esos apellidos fueron Pedro Duval, Tomás Antonio Romero, José de
María, Martínez de Hoz, Narciso Irauzaga, Manuel Aguirre, Rafael
Guardia, Agustín García, Martín de Alzaga, Andrés Lista, José de la
Oyuela, Casimiro Necochea, Francisco del Llano, Cornet, Molino
Torres, Manuel Pacheco, Ventura Marcó del Pont, Francisco Antonio
Beláustegui, Jaime Llavallol, Francisco Ignacio Ugarte, Diego de
Agüero, González Cazón, Juan E. Terrada, Martín de Sarratea, Tomás
O’Gorman, Mateo Magariños, Antonio Soler, Domingo Belgrano Pérez,
Nicolás del Acha, Miguel de Riglos, Pedro de Warnes, Domingo de
Acassuso, Lezica y Torrezuri, Manuel José de Borda.
Teniendo en cuenta que en 1816, el general José de San Martín tuvo
en su poder un censo de esclavos negros posibles de reclutar
militarmente, y que ascendía a 400.000, la pregunta es qué pasó con
esos seres humanos en estas tierras.
La esclavitud no fue totalmente abolida hasta la consagración de la
Constitución Nacional de 1853, es decir, cuarenta y tres años
después de haberse iniciado el proceso emancipador. Esta demora se
produjo por dos razones, una, porque los negros esclavos fueron
utilizados, en esa calidad, como fuerza de los ejércitos criollos;
en segundo lugar, porque el partido esclavista era muy poderoso
entre los comerciantes porteños.
De todas maneras, la esclavitud era incompatible con la ideología
del liberalismo burgués (aunque no en la práctica de ese
liberalismo). El liberalismo revolucionario nutría a las corrientes
más progresistas de la Revolución de Mayo de 1810. Por eso, en la
Asamblea Constituyente de 1813 se otorgó la «libertad de vientres»,
es decir que quedaron libres los niños negros por nacer, pero los
otros, toda la masa humana en poder de los amos, continuaron bajo el
régimen de la esclavitud o en distintas formas de servidumbre.
Fueron esos negros los que nutrieron con su sangre y sacrificio a
los ejércitos libertadores y San Martín reconocerá el valor de sus
tropas negras y también el ambiente racista de la época ya que no
logró unir los batallones negros con los de los mulatos y blancos.
Los negros esclavos morirían en la lucha por la Independencia, «por
separado», es decir, en riguroso «apartheid».
Sarmiento, en su obra de la vejez, Conflicto y armonía de las razas
en América, recordará la epopeya negra en nuestra tierra. Esos
valerosos negros murieron luchando durante el Cruce de los Andes, en
la campaña sanmartiniana, en los famosos batallones (regimientos) 7º
y 8º, en las batallas de Chacabuco, Maipú, Cancha Rayada, en la
Campaña del Alto Perú.
El genocidio negro
El comercio de esclavos estaba relacionado principalmente con los
comerciantes porteños, es decir, con el partido unitario. El partido
saladeril bonaerense, el de Rosas, Anchorena, Roxas y Patrón,
Ezcurra, Terrero, carecía de ideas abolicionistas. Los negros
también poblaban la campaña bonaerense. Eran utilizados en el
trabajo como siervos, especialmente por hacendados y representantes
eclesiásticos. Pero los saladeriles no estaban vinculados
específicamente con el tráfico de esclavos aunque los utilizaban
como mano de obra servil.
Cuando Juan Manuel de Rosas asumió el poder ‑tampoco dio la libertad
a los esclavos‑, mantuvo, sin embargo, un mejor trato con los
hombres y mujeres de color. Rosas mantenía estrecha relación con las
capas populares y en relación con los negros, solía participar con
miembros de su familia, de las fiestas en el barrio del Tambor, en
Monserrat, en San Telmo y en la Recoleta (el viejo Buenos Aires).
Eran los famosos candombes y marimbas.
Cuando volvieron los antirrosistas al gobierno, después de 1851, no
olvidaron a esos negros que habían motivado sus fantasías de terror.
La venganza llegaría años después, durante la tragedia de la fiebre
amarilla y la Guerra del Paraguay, a fines de los años sesenta.
«El Proletario»
Desde luego que no se puede hablar de obreros o de proletarios en el
Buenos Aires de mitad del siglo XIX. La Primera Revolución
Industrial todavía no había llegado a la producción. Pero en aquella
Argentina decimonónica había capas o clases oprimidas. Junto a los
criollos, el gauchaje y los indios, estaban los negros que
realizaban las tareas más humildes de la ciudad o tenían los oficios
más duros en el campo.
Un intelectual negro, que avizoró claramente las contradicciones
políticas de su época y previó, tal vez no en la magnitud que
alcanzó finalmente, la animadversión y odio de los blancos hacia sus
connacionales de color, trató de impulsar una corriente de opinión
ampliamente democratizadora para su época. Y lo hizo enarbolando las
concepciones más progresivas de su tiempo, el utopismo social, el
humanitarismo liberal, el socialismo.
Tales doctrinas, adaptadas a nuestro medio, fueron expuestas a
través del periódico El Proletario que apareció el 18 de abril de
1858 para concluir su vida dos meses después, en el mes de junio.
Esa corta vida permite, sin embargo, conocer qué pensaba un núcleo
de negros, cuáles eran sus ideas, sus reclamos, su visión de los
acontecimientos y de la cultura general.
La publicación tenía como subtítulo «Periódico Semanal, Político,
Literario y de Variedades». Estaba dirigido por Lucas Fernández y su
lema era el de Por una sociedad de la clase de color.
En su primer editorial, titulado “La clase de color”, sostenía:
«Esta importante y preciosa porción de la sociedad porteña a que nos
honramos de pertenecer, no tiene un órgano que alivie las
necesidades inherentes a toda clase desvalida y pobre de un país
cualquier, y que vigile por sus intereses tan importantes y valiosos
como los de las clases más acomodadas y felices; y si lo tuvo, él no
pudo llenar sus fines y objetivos primordiales; pero aún cuando así
lo hubiera hecho no existe ya.
«En la situación actual de nuestra clase, en la precocidad de
inteligencia que se nota en la generación que se levanta, ávida de
ideas y saber, y sobre todo, en el estado de progreso moral en que
se halla el Estado de Buenos Aires, se hace indispensable ese órgano
que la estimule y fomente, ya con el ejemplo, ya propendiendo a que
se la ensanche por el camino de la educación y de la ciencia, un
poco estrecho hasta aquí, y no como debe ser; ayudándola a vencer
los obstáculos que le oponen las rancias preocupaciones de unos, y
la malevolencia de otros; preocupaciones poderosas por lo mismo que
son generales y sancionadas por los siglos; a través de los cuales
se han ido transmitiendo con ultraje de la justicia, de una a otra
generación, hasta llegar a nosotros, y que ponen una positiva valla
a la práctica de ciertas leyes que nos amparan, haciendo que no se
cumplan, porque hieren, no los intereses, sino el orgullo vano y
malhabido de las clases elevadas».
El movimiento Democracia Negra
El movimiento progresista de la negritud estaba dirigido, en primer
lugar, a formar conciencia entre los negros bonaerenses,
particularmente a los sectores alfabetos. Pero tenía,
indudablemente, un mensaje hacia los blancos, de todas las clases
sociales, previendo los prejuicios y el racismo latentes, salía a
identificarse con formas más evolucionadas de la organización
social.
Defendía en su primer manifiesto los «intereses» de las «clases
desvalidas» y apuntaba a fortalecer «la inteligencia que se nota en
la generación que se levanta, ávida de ideas y saber», es decir en
las nuevas generaciones. Quería que los hombres y mujeres de color
se integraran a la sociedad de Buenos Aires desde sus propias raíces
pero cultivando las nuevas ideas de redención social.
Es indudable que Lucas Fernández, de quien se tienen escasas
referencias, no se sabe si murió durante la fiebre amarilla o cuándo
ocurrió ese hecho, intentó oponerse al racismo imperante. Denunciaba
la «malevolencia» y el «ultraje de la justicia» de la discriminació n
racial y social. Reclamaba la igualdad ante las leyes para los
hombres y mujeres de color y planteaba la necesidad de la educación
y el conocimiento de las ciencias como forma de liberación.
La tragedia
Resulta sorprendente cómo los historiadores han tratado el tema de
la negritud. Lo ignoran, o construyen teorías imaginarias sobre el
destino de la enorme masa humana que componía ese sector de la
sociedad porteña y bonaerense. Lo cierto es que los negros de la
etapa colonial y de las cinco primeras décadas posteriores a la
Revolución de Mayo parecen haberse esfumado. Sin embargo hay hechos
que desmienten muchas teorías incongruentes. Si se cruza el Río de
la Plata, aún hoy, a principios del siglo XXI, se encontrarán
barrios montevideanos habitados por personas de color. A lo largo
del siglo XX, especialmente en la primera mitad, aparecieron
revistas, periódicos, diarios, movimientos, como Nuestra Raza, que
difundió la cultura de la negritud. A fines de los años cuarenta
recibieron la visita del poeta e intelectual cubano Nicolás Guillén
que fue agasajado con actos y fiestas. El movimiento negro en
Montevideo estaba dirigido por Valentini Guerra.
¿Por qué en la Argentina no ocurrió lo mismo? ¿Qué pasó con los
negros anteriores a los años setenta del siglo XIX? Porque si hay
entre nosotros negros, muchos de ellos pertenecen a las oleadas
inmigratorias posteriores, especialmente caboverdiana, que datan de
fines del siglo XIX. ¿Qué ocurrió con las generaciones anteriores?
Hay una explicación. Cruenta como trágica. Fueron suprimidos de
manera cínica, brutal. Durante la fiebre amarilla de 1871 (en
realidad la epidemia reunió variadas enfermedades contagiosas) , los
barrios más castigados por el flagelo fueron los que habitaban los
negros. Eran barrios desprovistos de higiene en una Vieja Aldea que
carecía de toda organización sanitaria. Eran los barrios más pobres
y en donde la vida era más dura. Allí se desató la tragedia alentada
por el hacinamiento, la promiscuidad, la miseria, la suciedad. No
eran mejores las condiciones sanitarias y de vida en los barrios
blancos, pero en los que habitaban los negros, era peor por la
miseria reinante.
Había llegado la hora de la venganza y en medio del horror
generalizado por la epidemia que no perdonaba ni discriminaba por el
color de la piel, el ejército rodeó a los barrios negros y no les
permitió la emigración hacia la zona que los blancos constituyeron
el Barrio Norte como producto del escape de la epidemia. Los negros
quedaron en sus barrios, contra su voluntad, allí murieron
masivamente y fueron sepultados en fosas comunes. Algunos
historiadores consideran que una de las zonas donde existirían esas
fosas es en la Plazoleta Dorrego, en pleno San Telmo. Es necesario
investigar todavía en los informes médicos y de las organizaciones
solidarias que socorrieron a las víctimas, tragedia inmortalizada
por el cuadro La fiebre amarilla del pintor uruguayo Juan Manuel
Blanes, donde el artista presenta al jefe del socorro a las
víctimas, José Roque Pérez, fundador de la masonería argentina,
junto al doctor Cosme Argerich, entrando en una casona en donde
encuentran a una mujer muerta en el suelo y un niñito negro a su
lado. Todavía, algunos otros negros, especialmente procedentes de la
campaña, adonde el flagelo no había llegado, fueron reclutados
compulsivamente, junto al irredento gauchaje criollo, y llevados a
la guerra contra el Paraguay. Murieron luchando en los esteros
guaraníes durante la Guerra de la Triple Alianza.
En este principio del siglo XXI los argentinos deberíamos meditar
sobre esta etapa olvidada de nuestra historia. Los historiadores,
especialmente los que han dedicado su esfuerzo a la historia del
movimiento obrero y social argentino, están en deuda con Lucas
Fernández y el movimiento Democracia Negra, una página memorable de
la lucha social en la Argentina.