He visto con estupefacción cómo algunos “escribidores “de medio pelo y larga cola se ponen a vociferar contra la aplicación de las leyes vigentes en el Estado Español en lo que concierne al asunto de los controladores que abandonaron su puesto de trabajo muy enfermos. He visto que unos cuantos han pretendido como siempre agarrar por el morro, como a los cerdos, al Gobierno, y de paso dejar a 250.000 personas enterradas en los aeropuertos. He visto que la ultraderecha radiofónica grita contra semejante barbarie “el estado de alarma” contra unos pobres trabajadores que sólo luchan por sus derechos. He visto a Glez Pons ladrar al cielo, acusando a quien no ha abandonado su puesto de trabajo de ser el culpable de que haya cientos de miles de personas tiradas en los aeropuertos (por cierto, casi todos hemos viajado en avión). He visto que el Gobierno ha utilizado inteligentemente –Pepiño no es tonto, advierto- un decreto ley el viernes 3 de diciembre –justo antes de un puente en que los asalariados , asalariados, no se olvide, buscaban ir a sus lugares de origen o a cualquier otro lugar- para que los “controladores” descontrolados abandonaran el puesto de trabajo. Cayeron en la trampa de Pepiño, ¡cuidado, que es listo! Les torció el brazo a los asalariados “controladores” y con la ley en la mano les tendrá bajo dirección militar 15 días, y para que no se pasen de rosca otra vez pedirán al Congreso la ampliación para la Navidad. Que nadie dude que los mecanismos legales de que se ha dotado el ordenamiento jurídico español será aplicado cuando le convenga a quien gobierna. Y si no les gustan las leyes las cambian (véase la ley de partidos políticos de 2002 y la 15 reformas del Código Penal desde 1995). (¿Qué nos toca?: ganarles la partida).
He pensado mucho lo que digo, pues me muevo entre la libertad y la contestación radical al sistema capitalista al que habrá que destruir, y es afán de todo revolucionario en que los ciudadanos –cientos de miles- tengan la vida que desean. Me basta colocarme en un país en que –supuestamente, por supuesto- el socialismo –léase Cuba, Bolivia, Venezuela- se esté construyendo, y que en tal país una élite pueda romperle el espinazo por el sencillo método de abandonar su puesto de trabajo (por cierto, Chávez lo ha hecho con algunas élites, y lo aplaudimos, también eran asalariados del “clan del petróleo”, eran trabajadores). (Sólo quiero reseñar que el abandono del puesto de trabajo sin causa justificada es objeto de sanción grave aquí, y en mi imaginario país socialista). Que quien abandona su puesto sin causa objetivamente justificada es un felón, y más cuando se hace de forma colectiva. Volvamos al imaginario país socialista –socialista- donde una élite técnica pretende quebrar el Estado, ¿acaso no se utilizarían los mecanismos coercitivos previstos en la Constitución socialista? Y ello ¿por qué? ¿Por qué sancionar a los que actúan de este modo en un país socialista? ¿Acaso no somos los defensores de la libertad absoluta y ello conlleva que cada cual pueda hacer lo que le salga de su santa voluntad? ¿Castigar a semejantes individuos no iría contra el sacrosanto principio de la libertad? Decía Lenín a De los Ríos “Libertad, para qué”. ¿Y la libertad de los que están tirados en la cuneta por la apisonadora del mercado capitalista, y la libertad de los que quieren ser libres en sus movimientos?
El estado de alarma. A 4 de diciembre de 2010 se declara el estado de alarma. La Constitución borbónica de 1978 lo contempla. Que se sepa que en la Constitución socialista también existiría una figura igual. De hecho existe en los países hermanos. Cuando un grupo de sujetos amenaza la libertad de los demás –no ponen en cuestión los “controladores” el sistema capitalista, se nutren de él- es normal que se rompa la baraja y hasta ahí llegarán. Alguien podría decir que esto supone apoyar tal estado de alarma en una huelga del metro en Madrid, pero no ha ocurrido, no hubo estado de alarma, no podía haberlo, porque el propio sistema legal lo impide, y de todos modos si los trabajadores estamos cargados de razón por más que nos movilicen a través de un procedimiento como el actual –estado de alarma- no iríamos a trabajar como han hecho los “controladores” (que por cierto, a todos se les acabó el estado de ansiedad y de estrés en cuanto vieron de qué modo se actuaba contra ellos). Los trabajadores que luchan contra un sistema injusto nos les amilana el hecho de ir a la cárcel. Lo hemos visto en cientos ocasiones en la historia del movimiento obrero. Los obreros, la clase obrera ha tenido que enfrentarse al “Bando de las Alimañas “del General Burguete, han tenido que soportar los campos de concentración y la “selección” en los puestos de trabajo.
Desde la perspectiva legal, el estado de alarma es un mecanismo contemplado para situaciones extraordinarias. Y claro, ahora dirán algunos, ¿qué es una situación extraordinaria? Muy sencillo, la que ellos consideren, porque a buen seguro que habrá alguna. Los “controladores” no hicieron huelga el 29‑S, insolidarios, esquiroles, se marginaron de la clase obrera colectiva y voluntariamente. La huelga de solidaridad con el resto de la clase no va con ellos. ¿A qué pues el griterío en defensa de sus supuestos derechos? La huelga corporativa, toda huelga corporativa es una huelga reaccionaria. La huelga general, por su propia naturaleza concibe la solidaridad de clase.
Concluyo, el estado de alarma y de excepción está contemplado en el ordenamiento jurídico, si no gusta y se pretende eliminar hágase cuanto se pueda para liquidarlo, mientras eso no sea posible, sépase que a los trabajadores nos aplicarán antes el artículo 527 del Código Penal (dos años de cárcel) y que para tal no será necesario tanta alharaca. De hecho tenemos compañeros procesados por este camino legal, y no he visto que nadie levante la voz.
(Nota bene: el día 3 de diciembre a las 5 de la tarde todos los “controladores” estaban enfermos –ansiedad y estrés‑, el día 4 a las 13.30 todos estaban sanos). Un trabajador cargado de razón en su reivindicación no cede y va la cárcel, en ella hay algunos –no pocos- que no ceden por más que les digan, sea porque luchen por su país o por sus ideas).