Las fuerzas estadounidenses han estado más tiempo en Afganistán que el ejército soviético durante la desventurada intervención de Moscú. A finales del mes pasado, los militares de EE.UU. sobrepasaron los nueve años y 50 días que las tropas soviéticas estuvieron estacionadas en Afganistán entre 1979 y 1989. El evento provocó preguntas sobre similitudes entre las experiencias estadounidenses y soviéticas en Afganistán, pero los expertos en política exterior de EE.UU. rechazaron irritados la idea de que pudiera haber alguna comparación entre los dos casos.
Se podría esperar que la presencia de dos poderosos ejércitos extranjeros en el mismo país a doce años uno del otro, ambos combatiendo contra una insurgencia dirigida por fundamentalistas islámicos, produjera algunos puntos en común. Pero los miembros de la coalición dirigida por EE.UU., la ONU, y los medios occidentales, se han esforzado por diferenciar los dos episodios. Califican firmemente el primer período de “ocupación soviética”, mientras la presencia de 130.000 soldados estadounidenses y de la coalición para contener a los talibanes es una misión de “mantenimiento de la paz” o de “estabilización”. Por coincidencia, la Unión Soviética tuvo casi la misma cantidad de soldados en Afganistán a mediados de los años ochenta. [Aunque ahora, en una demostración de que están perdiendo la guerra, la OTAN habla de empezar a retirar tropas]
A primera vista la distinción entre las dos intervenciones parece razonable. La primera comenzó repentinamente el 27 de diciembre de 1979 cuando 80.000 soldados soviéticos cruzaron la frontera y soldados soviéticos y afganos irrumpieron en el palacio presidencial en Kabul para matar al presidente golpista Hafizullah Amin [que buscaba apoyo de EE.UU. y Pakistán]. La intervención estadounidense comenzó de manera menos visible el 7 de octubre de 2001 cuando ataques aéreos y Fuerzas Especiales de EE.UU. respaldaron a la opositora Alianza del Norte a fin de iniciar una campaña para expulsar del poder a los talibanes.
“Cuando llegaron los soviéticos todos querían combatir contra ellos”, admite el general Nur-al-Haq Ulumi, un poderoso dirigente bajo el régimen comunista, ex comandante militar para todo el sur de Afganistán. Agrega que, en total contraste, “cuando llegaron los estadounidenses en 2001, todos los apoyaron y nadie quería combatir contra ellos”.
La popularidad de los estadounidenses y de sus aliados extranjeros no ha durado. Los afganos cada vez los culpan más de la continua violencia y de patrocinar y proteger a un gobierno profundamente impopular. Mientras EE.UU., Gran Bretaña y casi 50 otros Estados inician su décimo año de acción militar en Afganistán, los dilemas que enfrentan se parecen a los problemas contra los cuales combatió ejército soviético hace un cuarto de siglo.
Tanto la Unión Soviética como EE.UU. mostraron su incapacidad de romper un impasse militar en el cual ocuparon las ciudades y pueblos, pero no pudieron aplastar una rebelión islámica y nacionalista en el campo donde todavía viven tres cuartos de los afganos. La geografía no ha cambiado. Hoy, como en los años ochenta, no se puede derrotar a los guerrilleros de forma concluyente mientras puedan moverse en ambas direcciones a través de la frontera de 2.500 kilómetros con Pakistán y gocen del apoyo (abierto en el caso de los soviéticos; oculto en el caso de los estadounidenses) del ejército paquistaní.
Tanto Moscú como Washington llevaron tropas, dinero, armas y consejeros para crear un Estado afgano que pudiera ser autosuficiente. Los soviéticos tuvieron más éxito que los estadounidenses, porque el régimen comunista sobrevivió tres años después de la partida de los últimos soldados soviéticos el 16 de febrero de 1989. Poca gente cree que el gobierno del presidente afgano Hamid Karzai pueda existir tanto tiempo una vez que sea abandonado por las fuerzas extranjeras.
Es importante no hacer una analogía demasiado estrecha entre las acciones e intenciones soviéticas y estadounidenses en dos eras diferentes. Las ambiciones militares soviéticas eran más limitadas que las de EE.UU. Su prioridad era conservar 25 ciudades, incluida Kabul y las principales carreteras que las vinculan. En gran parte abandonaron el campo a los muyahidines, como eran conocidos los combatientes de la resistencia, aunque sus ataques y bombardeos de aldeas hicieron que cuatro millones de afganos se fueran a Pakistán. Incluso los generales soviéticos más belicistas comprendieron que no podrían vencer sin cerrar la frontera paquistaní, una tarea gigantesca para la que nunca tuvieron suficientes soldados.
Los objetivos de EE.UU. en la guerra van mucho más lejos. El comandante estadounidense, el general David Petraeus, trata de infligir este año una derrota militar significativa a los talibanes en sus bastiones meridionales en las provincias Helmand y Kandahar. Se transmiten profusas insinuaciones a los gobiernos y medios extranjeros de que la situación está cambiando. Los refuerzos de 30.000 soldados estadounidenses, que aumentaron la cantidad de tropas estadounidenses a 100.000, están atacando áreas de base talibanes mientras Fuerzas Especiales de EE.UU. afirman que han tenido éxito al matar a comandantes talibanes de nivel medio.
Esos «progresos tácticos» tienen importancia menos en el campo de batalla que como parte de un esfuerzo de propaganda de las fuerzas armadas de EE.UU. para persuadir a un público estadounidense dudoso, y a aliados extranjeros aún más escépticos, de que se puede ganar la guerra. Estos aparentes éxitos de contrainsurgencia no significan gran cosa, dicen los observadores experimentados. El Grupo Internacional de Crisis basado en Bruselas los ridiculiza en un informe recientemente publicado diciendo que “contrariamente a la retórica estadounidense sobre un cambio del impulso [contra los talibanes], docenas de distritos están bajo el control de los talibanes”.
El enfoque de los extraños al juzgar a vencedores y perdedores en Afganistán se concentra demasiado en lo militar. Los talibanes han podido expandir tan rápidamente su influencia en el país desde 2006 no sólo por sus hazañas militares, sino porque golpean un vacío. Combaten contra un gobierno afgano al que los afganos consideran desacreditado e ilegítimo.
No fue siempre lo mismo. La gran mayoría de los afganos estuvo muy contenta cuando los talibanes cayeron hace nueve años. Creyeron que había terminado un período de pesadilla en su historia. Las primeras elecciones para presidente y parlamento fueron más o menos limpias, pero desde entonces cada votación ha sido más deshonesta que la anterior. La reelección el año pasado del presidente Hamid Karzai, que al principio gozó del aprecio y la confianza de alguna gente, fue claramente fraudulenta. La elección parlamentaria de este año, cuyos resultados acaban de anunciarse, fue aún peor. El próximo parlamento será menos representativo que su predecesor. “Me interesó ver que las mujeres en un distrito controlado por los talibanes votaron todas contra mí”, dijo con una sonrisa cínica un candidato derrotado.
Cuesta encontrar a alguien en Kabul estos días que diga algo bueno sobre Karzai o su gobierno. A los ojos de los afganos, EE.UU., Gran Bretaña y otras fuerzas extranjeras mantienen en el poder a una élite política compuesta de mafiosos y señores de la guerra.
La fuerza militar de los talibanes es limitada y son menos que los muyahidines que combatieron al gobierno comunista respaldado por los soviéticos en los años ochenta. “Hay entre 12.000 y 20.000 combatientes a tiempo completo en la actualidad, mientras que en los años ochenta hubo 75.000 muyahidines en Afganistán y otros 25.000 en campos de entrenamiento en Pakistán”, dice Said Mohammad Gulabzoy, ministro del Interior entre 1980 y 1989.
“Los talibanes son débiles pero el gobierno es aún más débil”, dice Daud Sultanzoi, hasta hace poco miembro del parlamento por Ghazni. “La impopularidad del gobierno es el oxígeno que permite que los talibanes respiren”. Karzai no tiene un núcleo de partidarios, pero está en el centro de una red de grupos con intereses propios cuyas necesidades trata de equilibrar. La desilusión es casi total. Ahora se oye frecuentemente a afganos que dicen que el último presidente comunista, Mohammad Najibullah, torturado y ahorcado por los talibanes en 1996, fue el mejor de sus líderes recientes.
¿Hay lecciones que aprender y errores que puedan evitarse si se comparan las acciones soviéticas y estadounidenses en Afganistán? ¿Por qué se han ignorado hasta ahora?
Comparación de las intervenciones de la URSS y de EE.UU.
Casi cada aspecto de la vida afgana ha sido estudiado por expertos extranjeros en los últimos años, pero con una sorprendente excepción: “Es bastante asombroso”, dice el diplomático y experto en Afganistán alemán Martin Kipping, escribiendo a título personal en la prestigiosa Red de Análisis Afgano, “ver que hasta ahora no se ha hecho una comparación sistemática entre la actual intervención dirigida por EE.UU. y la anterior intervención extranjera orientada a fortalecer y transformar el Estado afgano: La intervención soviética entre 1979 y 1989.” Su propio estudio trata de subsanar ese error.
La experiencia soviética se ignoró porque se consideró ilegítima en comparación con la subsiguiente acción de EE.UU. apoyada por la ONU y la OTAN y por un gobierno afgano [supuestamente] elegido por el pueblo.
Otra razón para hacer caso omiso de las lecciones de la era soviética en Afganistán fue la convicción de que el ejército soviético había sido derrotado por heroicos muyahidines armados por la CIA con misiles Stinger. Es el tema de varias películas y se ha convertido en una convicción fija de la derecha estadounidense.
Esa visión, en general, es mitología de la Guerra Fría. El ejército soviético se retiró de Afganistán en 1989 por un acuerdo diplomático y sin sufrir una derrota militar. No hubo un Dien Bien Phu. Las tropas soviéticas y afganas habían estabilizado la situación militar en el terreno en 1983 – 1984. Los misiles Stinger tuvieron poca influencia. El gobierno comunista del presidente Najibullah se mantuvo en el poder, para gran sorpresa de los servicios de inteligencia de EE.UU., durante tres años después de la partida del último soldado soviético. Sin embargo, el régimen todavía necesitaba dinero, armas y combustible de Moscú y el gobierno de Najibullah colapsó cuando dejó de recibirlos en 1992, después de la desintegración de la Unión Soviética.
En ningún momento pareció que el ejército soviético fuera perdiendo, pero tampoco estuvo a punto de eliminar la resistencia afgana. Perdió 13.310 soldados y aviadores durante nueve años con las mayores pérdidas en 1984, cuando murieron 2.343 según estadísticas posteriores a la guerra. Las bajas fueron pocas en comparación con cualquier otra guerra librada por el Ejército Rojo durante el Siglo XX. [La coalición invasora de la OTAN lleva este año más de 700 muertos]
El verdadero desastre para la Unión Soviética en Afganistán fue político y no militar. Al enviar a su ejército a combatir una revuelta popular se aisló internacionalmente y fue mostrado como un poder imperial depredador. Todo el oprobio que había sido descargado sobre EE.UU. por la Guerra de Vietnam en los años sesenta y setenta se dirigió contra la Unión Soviética en los años ochenta. A la busca de mejores relaciones con Occidente, el Kremlin quería devolver sus tropas a casa pero sin permitir que el gobierno comunista de Kabul fuera derrotado.
En gran parte tuvo éxito al lograrlo y este hecho ofrece algunas lecciones para EE.UU. La Unión Soviética tomó la decisión de invadir sin pensar en las consecuencias internacionales. Los comunistas tomaron el poder con un golpe militar en Kabul en 1978. Impusieron su régimen mientras sus dirigentes se dividían en facciones e iniciaban peleas asesinas entre ellos. La invasión soviética convirtió una guerra de guerrillas esporádica en un levantamiento masivo, en el cual el gobierno perdió permanentemente el control del campo a favor de los muyahidines.
Ex dirigentes políticos y militares del gobierno comunista afgano hablan de importantes diferencias entre entonces y ahora. El general Ulumi, todopoderoso gobernante de las provincias meridionales, dice que los insurgentes contra el régimen comunista tenían el apoyo de todo el mundo occidental, pero los talibanes sólo gozan del respaldo secreto de Pakistán.
Argumenta que, a diferencia del gobierno Karzai, los comunistas contaban con un núcleo sólido de apoyo en las ciudades y que había 200.000 miembros del Partido Comunista. “Dudo de que haya más de 40 personas leales a Karzai”, dice. “Ni siquiera tiene todo el apoyo de su propio gabinete. No hay un equipo unido en la dirección.” Los comunistas atrajeron a la población urbana suministrando puestos de trabajo, viviendas, subsidios para alimentos y bienes esenciales.
El general Ulumi dice que en el combate contra los muyahidines descubrió que la infiltración política era más efectiva que el ataque armado. Dice que los Stinger “no tuvieron mucha influencia excepto para elevar temporalmente la moral de los muyahidines y para obligar a nuestros helicópteros a volar bajo. Teníamos muchos tanques y artillería.”
Los servicios de inteligencia de EE.UU. imaginaron que el régimen de Najibullah colapsaría en cuanto se retiraran las tropas soviéticas, pero no fue lo que sucedió. Los insurgentes lanzaron un ataque masivo contra Jalalabad en 1989, pero no lograron capturar la ciudad. Al llegar el año 1992, tres cuartos de los muyahidines habían firmado acuerdos de neutralidad con el gobierno.
La debilidad de los comunistas fue que habían estabilizado su régimen mediante dos “remedios rápidos”: el desarrollo de milicias (la milicia uzbeka del general Abdul-Rashid Dostum tenía 40.000 hombres) y los frágiles acuerdos de alto el fuego con comandantes muyahidines locales. El apoyo de ambos grupos sólo se pudo obtener mediante un continuo suministro de dinero y armas de Moscú. Cuando esto fracasó el general Dostum y otros comandantes cambiaron de lado y el régimen se derrumbó en abril de 1992.
El Kremlin siempre tuvo en los años ochenta peores cartas que EE.UU. veinte años después, pero después de la desastrosa decisión inicial de invadir los dirigentes soviéticos las utilizaron hábilmente. Depusieron al ineficiente presidente Babrak Karmal en 1986 y lo reemplazaron por el más efectivo Najibullah, ex jefe de inteligencia. Dos años después, según el Acuerdo de Ginebra, retiraron sus tropas sin renunciar a su encargado local.
La lección respectiva para EE.UU. podría ser que cometió un error crucial al no imponer el reemplazo de Karzai después, o incluso antes, de la elección extremadamente fraudulenta de 2009. Como muestra la serie de cables de la embajada de EE.UU. en Kabul filtrada por WikiLeaks durante la semana pasada, los diplomáticos estadounidenses piensan que el gobierno de Karzai está saturado de corrupción. Lo describen como una máquina de producir dinero para sus miembros quienes, a pesar de míseros salarios, compran mansiones multimillonarias en dólares en Dubai.
Al instalar a Najibullah como presidente en 1986, los soviéticos aseguraron que su régimen cliente tuviera una dirección capaz y determinada. Al no separarse del desacreditado Karzai un cuarto de siglo después, EE.UU. y sus aliados se metieron con un socio afgano ineficaz sin una base política.
¿Puede EE.UU. ganar la guerra sólo mediante la fuerza militar? Es la estrategia actual en el sur de Afganistán, aunque los talibanes hacen avances en el norte y el este. Se pregonan pequeños éxitos tácticos, pero son compensados por la creciente aversión de los afganos hacia su propio gobierno. Gulabzoy dice: “Puede que la gente no se una a los talibanes, pero no apoyará al gobierno”.
Lo que debería consternar a la coalición dirigida por EE.UU. es que no sólo los ex dirigentes comunistas expresan su aversión al gobierno, sino empresarios y profesionales de todo tipo en Kabul. “La gente está tan molesta que habrá una revolución” dijo un agente inmobiliario en la capital. Los “remedios rápidos” de EE.UU., como establecer sus propias milicias y enviar ayuda, no funcionan y podrían estar desestabilizando aún más la situación.
Algunos funcionarios estadounidenses se preguntan si no podrían aprender algo de los fracasos y éxitos soviéticos.
CounterPunch. Traducido para Rebelión por Germán Leyens y revisado por Carty R. Extractado por La Haine