Érase una vez un diputado general cuyas decisiones disgustaron a muchos. Eran decisiones sobre enormes y anchas carreteras, concesiones, adjudicaciones… Decisiones que tuvieron con el tiempo gran trascendencia –sobre todo para mal- en las costumbres de las gentes, los viajes y el aire limpio. Decisiones que destrozaron montes, valles… y praderas, también praderas. Pasaron los años y además de presidente de un club de rugby, aquel hombre de firmes valores fue nombrado presidente de una gran empresa de autopistas. Y lo fue por su valía.
Érase una vez un consejero de industria de un gran gobierno. Aquel gran hombre fue también presidente de un poderoso partido político. Pese a ecologistas que denunciaban, a vecinos que protestaban, tomó decisiones y dejó de tomar otras. Ello permitió a la empresa más sucia de aquel país poder funcionar sin licencias durante muchos años, pese a que echaba humo como ninguna. Tras despedirse cual insigne bertsolari, pasaron los años – quizá fueran tan sólo meses- y aquel gran hombre fue nombrado director de aquella gran empresa. Lo fue por su valía, y porque buena química, vaya si la había.
Érase una vez una consejera de transportes de un gran gobierno. Desatendiendo las necesidades de pequeños trenes que pararan en los pueblos, atendió las peticiones de los ricos de aquel país. Querían el tren más rápido, el más caro. Ella, valiente, decidió que aquel tren-avión valía la pena y el esfuerzo. Al fin y al cabo, aquellos parajes a destrozar tampoco valían tanto. Pasaron los años –quizá fueran tan sólo meses- y aquellos ricos decidieron que aquella mujer iba a ser de los suyos, y la pusieron en cabeza. Por su valía, por supuesto. Aunque también por su empeñu.