La fanfarria de fanfarrones atrona contra los controladores. Sobre ellos caerá toda la fuerza de un estado del que en Europa y en el mundo no se fía nadie. El delirio de la Gran España en primera fila de la economía mundial se disipa mostrando el borde del precipicio. En las últimas décadas, ningún gobierno español ha sido tan débil ni ha afrontado una crisis tan profunda y destructiva, ninguno se ha sometido tanto a los dictados del capital ni ha aceptado hasta este punto el saqueo de los recursos públicos y los bolsillos particulares de la gente humilde para saciar las ambiciones de los mercados. El gobierno más arrastrado, arrodillado, servil, el menos poderoso en mucho tiempo, nos canta su canción de guerra sacando pecho y, sobre todo, porra.
Sólo los perros muertos de miedo ladran sin parar. A los fuertes les basta con la mirada o con una oportuna exhibición de su dentadura. Tras las bravuconadas de Zapatero, Blanco o Rubalcaba se oculta el olor del pánico. La debilidad más profunda. Dan sonoros golpes encima de la mesa para que no escuchemos los golpes que otros han dado en las suyas. Para que no sepamos que han corrido, apaleados, a cumplir las instrucciones que les han dictado. Para aparentar que deciden, que mandan, en definitiva. Para que no los veamos como siervos obedientes.
¿Dónde queda esta chulería cuando de enfrentarse a los tiburones financieros se trata? ¿Dónde frente a las presiones de las instituciones del entramado neoliberal o cuando los empresarios piden más facilidades para explotar a los trabajadores? No hay fanfarrias en defensa de los servicios sociales o las pensiones, ni contra la liberalización del despido. Sólo para aparentar firmeza frente a los controladores o en eso que llaman «lucha antiterrorista».
El Estado español está ciertamente en estado de alarma. No sólo porque lo hayan decretado, sino porque esa es la pura realidad. La pirámide del crecimiento ejemplar español se ha derrumbado y la doctrina del shock se está aplicando ya para rentabilizar esta crisis y dar una vuelta de tuerca en la destrucción de lo público y la extensión del capitalismo más voraz. Alarma para la gente humilde, que está pagando la factura, una vez más. Alarma por unas cifras de paro estremecedoras y unas perspectivas aterradoras. Alarma por la impunidad absoluta de los responsables del desastre y de quienes van a hacer el agosto con esta crisis.
Pero alarma también por el colapso político del Estado de las autonomías, por el fracaso del proyecto constitucional. Esta España tiene pocas posibilidades de seducir, sabe que es incapaz de convencer. Por eso, sólo le queda la intransigencia y la represión. Cada redada debilita más su posición y nos muestra mejor su incapacidad para controlar la situación. El estado español no tiene la iniciativa, pero necesita simular que la tiene. Por eso carga contra los controladores, por eso anuncia juicios, ordena detenciones, busca complicidades internacionales.
Necesitan ocultar el precipicio. Pero está ahí, a su lado. Y la fanfarria de fanfarrones no va a lograr disimular que la alarma no es un estado temporal