Supongan por un momento que el Gobierno cubano, el chino o el venezolano hubieran sido sorprendidos, con miles de documentos probatorios, en acciones de espionaje a los delegados de la ONU o a mandatarios norteamericanos, alemanes, franceses, ingleses o españoles.
Supongan que se demuestra que los citados gobiernos utilizan a muchos de sus diplomáticos en el intento de presionar, sobornar o chantajear a empresarios, políticos, militares y jueces de aquellos países en los que mantienen embajadas.
Supongan que el Ministerio de Exteriores cubano, por ejemplo, califica a Rajoy de “derechista fascistoide” o que encarga un informe psicológico sobre la salud mental de José María Aznar.
Supongan que entre las atribuciones de los diplomáticos de Venezuela en el extranjero figurase la de proponer una reunión con Hugo Chávez a cambio de que el país en cuestión acogiera a individuos secuestrados en cualquier lugar del mundo como presuntos terroristas sin pruebas y sin juicio previo.
Supongan que un bloguero cubano o chino o venezolano, utilizando la libertad de expresión del ciberespacio, hiciera públicos 250 000 mensajes cruzados por sus embajadas y gobiernos con evidencias palmarias de la comisión de delitos contra un rosario de derechos fundamentales.
¿Alguien, de verdad, cree que a estas alturas se estaría discutiendo sobre la legalidad o no de las filtraciones o sobre los gravísimos problemas causados a la seguridad internacional?