La tortura, la más repugnante forma de represión y de abuso de poder, es obviamente incompatible con el Estado de derecho, y por eso su práctica sistemática nunca es reconocida. Pero negar la evidencia de la tortura es cada vez más difícil. Cada vez requiere mayor cinismo por parte del poder y mayor necedad por parte de quienes se creen sus mentiras y omisiones, pues el conocimiento de los hechos objetivos ‑los obstinados hechos- está, cada vez más, al alcance de cualquiera que tenga acceso a un ordenador. Hoy día, negar la tortura es como negar el Holocausto: requiere el mismo grado de obcecación o perversidad.
Hace tan solo una década, para comprobar que en el Estado español la tortura es una práctica sistemática e impune (lo que equivale a decir que es una estrategia política), había que emprender una difícil labor de investigación. Pero en la actualidad las evidencias son tan abrumadoras como fácilmente accesibles, y negarse a verlas o a sacar las conclusiones pertinentes equivale a ser cómplice de la mayor de las infamias. Basta con entrar en la página web de la Coordinadora para la Prevención de la Tortura (www.prevenciontortura.org), que incluye a más de cuarenta organizaciones de todo el Estado español, para, a partir de ahí, realizar una búsqueda tan sencilla como esclarecedora. Basta con preguntarse por qué la Guardia Civil y el Ministerio del Interior no salen al paso de acusaciones tan graves y notorias como las formuladas por Anika Gil en «La pelota vasca» (un documental exhibido en las salas comerciales y visto por cientos de miles de espectadores) para comprender que sólo hay una respuesta posible. Basta con leer los informes de organizaciones tan poco sospechosas de radicalismo como Amnistía Internacional o la propia ONU para darse cuenta de que algo huele a podrido en nuestra supuesta democracia.
Por eso en un futuro inmediato asistiremos, con respecto a la tortura, a un cambio de estrategia. Cuando ya no sea posible negarla ‑y ya no lo es‑, se intentará minimizarla. No es casual que en los últimos tiempos empiecen a verse en la televisión ignominiosas escenas de malos tratos grabadas por las cámaras instaladas en comisarías y cuartelillos, y tampoco es casual que algunos casos de corrupción y abusos policiales sean aireados insistentemente por los medios de comunicación. Cuando los síntomas ya no pueden ocultarse, se intenta falsear el diagnóstico. Ahora pretenderán hacernos creer que los casos de brutalidad policial son aisladas excepciones que confirman la regla democrática, y que la ley los persigue con el mayor rigor.
Ahora que la negación ya no es posible, los cuatro poderes (el legislativo, el ejecutivo, el judicial y el mediático) intentarán relativizar la tortura y los malos tratos centrando la atención en algunos casos cuidadosamente elegidos, con la esperanza de que los árboles nos impidan ver el bosque. Pero no lo conseguirán: se puede engañar una vez a todos y todas las veces a uno; pero no se puede engañar a todos todas las veces. Hay demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas acusaciones no desmentidas, demasiadas imágenes tan imborrables como la del rostro desfigurado de Unai Romano, demasiados testimonios tan estremecedores como el de Amaia Urizar, violada por un guardia civil con una pistola. Y hoy, gracias a Internet, articular en un cuadro coherente y significativo los datos que el poder intenta dispersar está al alcance de cualquiera. Cualquier texto de denuncia puede convertirse en un hipertexto, y este mismo artículo se ramifica en los que cito al final, que a su vez remiten a otras fuentes a las que se puede acceder sin más que pulsar una tecla. Para no enterarse de lo que sucede, ya no basta con mirar hacia otro lado: hay que taparse los ojos y las orejas, como los monos de Confucio. Y hay que taparse la boca con ambas manos para no gritar pidiendo la cabeza de los culpables.
Hasta aquí el artículo que, con el título «La negación de la tortura», publiqué en junio de 2008 y que, lamentablemente, podría haber escrito hoy mismo. Porque la reciente condena de los torturadores de Portu y Sarasola, además de poner en evidencia al ministro del Interior (que debería ser encausado como encubridor por las mentiras que dijo en su día) es un claro ejemplo de lo expuesto en los párrafos anteriores. Cuando es materialmente imposible encubrir a un torturador, se lo convierte en chivo expiatorio para intentar lavarle la cara al supuesto Estado de derecho. Y tan importante como ha sido hasta ahora ‑y sigue siendo‑, denunciar cada caso de tortura será en esta nueva etapa, en esta transición forzosa de la negación a la relativización, desmontar cada operación de maquillaje. Las penas impuestas a los guardias civiles Jesús Casas García, José Manuel Escamilla, Sergio García y Sergio Martínez, además de ser ridículas, no serán cumplidas. ¿Cómo lo sé? Porque en veinte años en la Asociación Contra la Tortura no he visto cumplir su condena a uno solo de los pocos torturadores que llegan a ser condenados. ¿Dónde está Galindo, la bestia tricorne que secuestró, torturó, asesinó y enterró en cal viva a Lasa y Zabala? El más abyecto criminal de las últimas décadas está en su casa «por motivos de salud» (de salud democrática, obviamente), escribiendo sus memorias.
Sigamos de cerca la evolución del caso Portu-Sarasola, sin olvidarnos del caso Lasa-Zabala y de tantos otros. No demos tregua a los torturadores de hoy ni a los de ayer, ni a quienes desde los cuatro poderes los apoyan y encubren, el repulsivo entorno del verdadero terrorismo. No permitamos que relativicen la tortura. Porque el paso siguiente será justificarla.