La sociedad globalizada ha elevado a categoría de bien supremo la tecnología y la información. De ellas surge Internet y con ella el mundo imprevisto de una comunicación rápida y sin fronteras por donde circula, a gran velocidad y simplificado, el saber e incluso las relaciones sociales, que nada tienen que ver con las humanas, el único ámbito donde nace la amistad, la pasión, la ambición, la rebeldía o el amor que tanto inspiraron a Shakespeare hace ya cinco siglos. Sorprende y resulta angustioso comprobar que en un mundo que se dice tan informado, la osadía de la ignorancia siente cátedra y haga tabla rasa de cualquier conocimiento que no se propague en televisión o se pueda pasar en un SMS.
Hablaban de la huelga general del día 27, del cierre de comercios, de los piquetes y parecían desconocerlo todo, hasta el derecho de la ciudadanía a salir a la calle y plantar un no rotundo ante los ataques de un capitalismo atroz que quiere devolver a los trabajadores y a las clases populares a la situación del siglo XIX, una época donde la explotación y la falta de derechos eran las únicas relaciones laborales que se conocían y aplicaban. Para estos conversadores ocasionales de desayuno y cafetería, en la sociedad de la tecnología el paro general pertenecía al pasado, al tiempo de sus abuelos, cuando para producir aún se necesitaban las manos de hombres y mujeres y los obreros no llevaban traje. Escuchando la pobreza de sus opiniones me di cuenta de que, aunque manejaban hábilmente el último grito de la tecnología audiovisual, su ignorancia e incultura ni siquiera rozaba los mínimos de los tópicos televisivos.
La conversación, además de cierto pesimismo repentino, también me trajo recuerdos. Mi abuelo no dejó herencia que gastar y menos que dilapidar en una vida despreocupada. Sin embargo, nos donó un valioso legado que cabía en un baúl de madera debajo de la cama. Eran libros de educación popular publicados durante la Segunda República por editoriales de izquierda y que hoy se pueden encontrar con cierta dificultad en las librerías de viejo. Cuadernos de apenas cien páginas que hablaban de política, de economía, de historia, filosofía, literatura, de Dickens, de arte, de marxismo, de la explotación capitalista, de la lucha de clases, del derecho a la huelga. Eran libros, como se lee en la portada de una biografía de Engels editada en 1931, dirigidos «principalmente al autodidacta que quieren formarse una cultura por su propio esfuerzo; que no dispone de tiempo ni de medios adecuados para el cultivo metódico de su inteligencia y para el que la vida está llena de interrogantes». «Queremos ‑se añadía- que el hombre cultive su inteligencia y afronte sus decisiones y las cuestiones que le plantea la vida sin el miedo que da la ignorancia».
En 1971, después del triunfo de la Unidad Popular en Chile, durante el Gobierno de Allende, la socióloga Marta Harnecker, actual asesora del presidente Chávez, impulsó esta idea con la publicación de los Cuadernos de Educación Popular, que tuvieron una gran acogida y difusión en la clase trabajadora chilena primero y después en otros países de Latinoamérica. El objetivo de ambos proyectos, separados en tiempo y lugar, era el mismo: educar a los trabajadores, «elevar su nivel de conciencia» para que pudieran «responder a las nuevas responsabilidades» que surgen en cualquier proceso de cambio.
Los libros o cuadernos de educación popular se han pasado de moda. Se tiraron a la basura o se quemaron porque no interesaban y ya estaba la educación oficial para formar cerebros dóciles y simples. También porque la izquierda, al perder su discurso, se siente cómoda con la falta de juicio crítico y no ha querido revolver las aguas ideológicas que dejarían al descubierto su claudicación. Los ejemplares que todavía existen como prueba de lo que fueron unos proyectos revolucionarios, guardan, además de la profundidad del tiempo, el respeto al pensamiento y al derecho de todos a la educación y al saber. Conservan el olor a polvo de librería popular y se amontonan en viejas estanterías, en arcas de madera carcomida, haciéndose más grandes cada día.
Los proyectos de educación y cultura popular, las ideas y la información han sido sustituidos por el consumo rápido y superficial de las noticias en Internet, por la televisión basura, los concursos competitivos y, lo que es peor, por esos tochos de eruditos lenguajes incomprensibles, políticos, sociales o filosóficos que diciendo mucho no dicen nada porque no llegan a nadie, excepto a los mismos que los escriben.
A ese contexto social de la incultura establecida debían de pertenecer mis conversadores inesperados, víctimas inconscientes de una ignorancia impuesta que ni siquiera imaginan, trabajadores del sector servicios en la más absoluta precariedad que, si no luchamos para evitarlo, tendrán que trabajar hasta los 67 años y mal vivir lo que les quede de existencia. No secundarán la huelga pero tal vez está en manos de la ciudadanía ayudarles a que lo hagan.
En una huelga general tan importante y necesaria como la convocada para el día 27, la visualización social y urbana del paro en la industria y en los grandes centros de trabajo se expresa en las concentraciones y manifestaciones que reúnen a los trabajadores en huelga y en los piquetes informativos que recorren las calles informando de la necesidad del paro. A veces la presencia de los piquetes no es entendida como se debiera y una vez que se alejan las persianas se levantan y la imagen de normalidad en el centro de la ciudad minimiza el éxito de la huelga, gracias a la colaboración inestimable de los medios de comunicación. Competir con los mass media es muy difícil pero aún existen fórmulas para evitar esas manipulaciones y demostrar que el seguimiento del paro es mayoritario en todos los sectores de la sociedad.
La ciudadanía debe de apoyar la convocatoria ejerciendo el derecho a la huelga en el trabajo, pero, también, tenemos la obligación de extender ese compromiso a las pequeñas cosas de cada día, por ejemplo, no comprando ni siquiera el pan. Hacer un paro en la vida cotidiana, no consumiendo, no acudiendo a las tiendas, no haciendo gestiones, sean de la índole que sean, es una manera efectiva de apoyar la huelga general. Y no se trata de un boicot al comercio, no. Lo que no se compra hoy se puede adquirir mañana o adelantarlo a ayer. El consumo no se pierde, sólo se cambia el momento y el día. Si el jueves la ciudadanía no acude a las tiendas, a las oficinas, a los bancos, a las gasolineras, a las peluquerías o los hipermercados, las persianas permanecerán cerradas y la sensación de normalidad que tanto busca la patronal y el Gobierno se quebrará en la imagen de un silencio orgulloso en la actividad laboral. Tal vez así, ante esa realidad, mis tertulianos ocasionales entiendan que la huelga general no sólo concierne a las trabajadoras de los polígonos industriales. Quizás despierte en sus mentes una chispa de curiosidad y comiencen a pensar. Y pensando se extraen conclusiones y las conclusiones llevan al convencimiento y éste al compromiso.
Por cierto, en el primero de los Cuadernos de Educación Popular, escrito por Marta Harnecker y publicado en 1971, se dice: «las revoluciones sociales no las hacen los individuos. Las revoluciones sociales las hacen las masas populares, Sin la participación de las grandes masas no hay revolución». La huelga general del día 27 no será una revolución ni la única pelea que debe afrontar este país, pero marca el paso y el camino de lo que, en Euskal Herria, deberá ser la lucha de los trabajadores y de las clases populares. Vayamos a por ella y, como afirma Otegi, a ganar.