En los años cincuenta, a Erich Fromm le parecía que los avances sociales y tecnológicos podían posibilitar mayores cotas de libertad para el ser humano. Pero, advertía, estos avances no bastaban si las personas se separaban de sus creaciones. Esta posibilidad de libertad se desvanecería si las interpretaban como Dioses a los que el individuo se debía plegar. Y esta perspectiva según la cual la economía, la política, la cultura nos es ajena, la globalización la ha profundizado. Por eso, 60 años después de presentarla, la del Tom y Jerry puede seguir siendo la metáfora de nuestras vidas: una vidas que se nos presentan en pantalla como algo pequeño, perseguido y puesto en peligro por algo que posee una fuerza abrumadora, que amenaza con matarnos y devorarnos… Por eso, siempre nos identificamos con ratón. Porque parece pequeño y entrañable, como nosotros. Y sobre todo, porque, a diferencia de lo que sucede en nuestras vidas, siempre acababa venciendo al gato, ese gato imponente que nos amenaza. El problema, decía Fromm, es que la vida del ratoncillo dependía de su capacidad de huida o de la torpeza del gato.
Esta capacidad de huida, 60 años después, se ha acrecentado. Como recuerda el filósofo Bauman, hay una buena noticia y una mala en el diagnóstico del siglo XXI. La buena es que seguimos teniendo conciencia. La mala es que nos enfrentamos a las raíces de nuestro descontento con opio. Y este opio es el consumo que cambia nuestra pérdida de lazos comunitarios o nuestra ausencia en la crianza de nuestros hijos e hijas con los cromos del merchandising consumista. Ahora que nos dicen que las clases sociales han desaparecido, sentimos el calor de la comunidad en el ágora de neón de los centros comerciales… o los campos de fútbol (previo pago de entrada, claro); ahora que, ahogados en estrés, casi no con-vivimos con nuestros descendientes, compramos su felicidad en los bazares de un todo a 100 que nunca les llena, del todo a 1.000 que tampoco les llena, de la DS que les vacía… en la esclavitud de las amamas y aitites… Compramos nuestra ausencia, obligándonos a trabajar más para convivir menos y pagar más sustitutos… en una rueda sin fondo. Es la paradoja de felicidad consumista de Lipovetsky. La euforia de la compra siempre deja un poso de vacío. Por eso, Bauman acierta con la metáfora de nuestro mundo-consumo: una bicicleta estática en la que estamos montados, obligados a pedalear para no caernos en la exclusión del mercado, pero con la certeza de que tanto pedaleo no conduce a ninguna parte. Dicho de otra forma, 60 años después de Fromm, ahora el ratón, ya ni siquiera puede huir.
Nos queda, en consecuencia, esperar que el gato sea tonto, como el de los dibujos. Pero, para nuestra desgracia, el gato real no lo es. Cada vez es más listo. Ha aprendido. Y mucho. Naomi Klein nos muestra su estrategia en el libro «La doctrina del Shock». ¿Alguien en su sano juicio, alguien como tú, como yo, como nosotros que no somos consejeros delegados de Iberdresa o Petrosol, puede aceptar de buen grado las políticas neoliberales que se llevan experimentando desde la década de los 70? La respuesta es que no. Y, sin embargo, cuelan. Y nos las cuelan porque el neoliberalismo sabe que cuando las poblaciones se lamen las heridas de una situación de shock, se centran en la supervivencia, abonando el campo para que las apisonadoras del capital hagan su trabajo, sembrando miseria por doquier para aumentar los bolsillos cada vez más grandes de una minoría cada vez más pequeña. Así sucedió tras el Katrina, que permitió hacer realidad la utopía de Friedman de acabar con las escuelas públicas de Nueva Orleans. Mientras la gente se preocupaba de rescatar sus recuerdos barridos por las aguas, se desmantelaron 120 de las 127 escuelas públicas existentes antes de la catástrofe. Así sucedió tras el tsunami de Indonesia, que permitió convertir la costa pesquera de Sri Lanka en paraíso turístico mandando a la ruina a millones de familias. Así sucedió en el Sudeste Asiático tras la crisis del 98, que posibilitó la apertura de una economía local que hasta ese momento controlaban las empresas nacionales. Así sucedió tras Tiananmen, cuando los tanques de los capitalistas de Estado chinos acabaron con una oposición que reclamaba a la par democracia e igualdad. Así actuó la reina de bastos, esa Dama de Hierro británica que aprovechó la torpeza de Argentina para declarar una Guerra de las Malvinas que fue la excusa perfecta para unir al pueblo inglés contra el enemigo externo… y el interno: ese sindicalismo con cuya derrota comenzó a sucumbir el estado de bienestar europeo. Y así está sucediendo ahora, con esta última crisis, que nos paraliza de pánico por el paro, la hipoteca, el futuro… Que nos aterra tanto como al ratón al que el miedo impide siquiera huir del gato.
Por eso, el 27 yo voy a trabajar. Para aprovechar el tiempo y contarles a mis hijos que es muy triste la vida de un ratón que siempre huye. Para explicarles que los gatos sólo son tontos en los dibujos. Para contarles que la cenicienta no se casó con el príncipe gracias a la magia, sino porque se juntó con otras miles de cenicientas humilladas por unas pocas hermanastras y madrastras. Para contarles que cuando las cenicientas se dieron cuenta de que no estaban solas, dejaron de soñar con un príncipe que nunca les habría hecho caso, para crear una república (una res pública, una cosa pública) de cenicientas que cambiaron fregar los suelos por hacerse dueñas de su futuro. Y si les apetece, les mostraré que en la calle hay muchas cenicientas que se juntan, que se manifiestan, para decirle al gato que se han cansado de huir, para decirle que saben que es muy listo, para decirle que creen en la magia. Esa magia que hace que otros mundos sean posibles. Aquí. No en los cuentos.