La hora de la liber­tad – Anto­nio Alva­rez Solís

Des­de los míti­cos pri­me­ros tiem­pos de la huma­ni­dad lo obje­ti­vo se resu­mía en un dis­cur­so sim­ple. Lo obje­ti­vo esta­ba cons­ti­tui­do por cua­tro ele­men­tos que, des­de enton­ces, siguen for­man­do la base indis­cu­ti­ble de la vida: el agua, la tie­rra, el aire y el fue­go. Ese era el pai­sa­je dado, lo no apro­pia­ble, la gran rique­za común que per­mi­tía las peque­ñas rique­zas per­so­na­les. Al refle­xio­nar sobre su fun­ción en ese pai­sa­je el ser humano dio con un quin­to ele­men­to: la liber­tad, o sea, la facul­tad de hacer­se a si mis­mo. La liber­tad se cons­ti­tu­yó, pues, como lo espe­cí­fi­ca­men­te humano; era lo que per­mi­tía inter­ac­cio­nar con los cua­tro ele­men­tos dados para pro­du­cir la vida; la vida gené­ri­ca y la vida de cada cual. El «yo» y el entorno. Mien­tras se man­tu­vo el res­pe­to, evi­den­te­men­te reli­gio­so y tras­cen­den­te, res­pec­to a los cua­tro ele­men­tos semi­na­les, man­te­nién­do­los como el gran medio colec­ti­vo dado, como la mate­ria reela­bo­ra­ble des­de la devo­ción y qui­zá el dies irae, el pro­gre­so humano revis­tió carac­te­res morales.

Todo este modes­to ser­món, limi­ta­do suma­ria­men­te a las fron­te­ras del espa­cio, en este caso perio­dís­ti­co, vie­ne a cuen­to para ela­bo­rar un nue­vo dis­cur­so acer­ca de lo que sea la liber­tad, de cómo enten­der­la y vivir­la en el tiem­po nue­vo, de cómo con­ju­gar­la con la reali­dad de la natu­ra­le­za, que no es por si mis­ma cul­tu­ra e inven­ción, sino mate­ria pri­ma gene­ra­triz, inci­ta­ción y medi­da; el mar­co per­ma­nen­te que per­mi­te la crea­ción huma­na, ese orto del hori­zon­te para que las cosas sean. En suma, esa gran cucha­ra para deglu­tir la gran sopa colec­ti­va de la natu­ra­le­za. Cada cual tie­ne su cucha­ra, pero la sopa ha de ser bien común si no que­re­mos crear y recrear al siervo.

Nos enfren­ta­mos a una épo­ca en que los cua­tro ele­men­tos, más las ener­gías bási­cas extraí­das de ellos, han sido engu­lli­dos por la vora­ci­dad de un poder exclu­yen­te. La babe­li­za­ción de la vida, de la que ya he habla­do otras veces ‑ese modo de auto­di­vi­ni­zar­se para jus­ti­fi­car una pro­pie­dad radi­cal­men­te injusta‑, nos empu­ja al rap­to de los cua­tro ele­men­tos para con­ver­tir­los en mer­can­cía que per­mi­ta el domi­nio des­truc­tor del mun­do. La pro­pie­dad ha deja­do de con­for­mar una hon­ra­da dimen­sión del pro­pio ser para exten­der­se has­ta la apro­pia­ción del «otro». Los bie­nes comu­na­les han sido arre­ba­ta­dos al colec­ti­vo tras ser mar­ca­dos con el hie­rro del poderoso.

Los cua­tro ele­men­tos que esta­ban ahí como barro para que cual­quier alfa­re­ro sin­tie­se la pasión por las cosas han sido apre­sa­dos y pues­tos en comer­cio por quie­nes siguen empe­ña­dos en que la huma­ni­dad cul­mi­ne en una ensan­gren­ta­da torre de Babel cuya cús­pi­de ha de ser ocu­pa­da por un dios triun­fan­te sobre un osario.

Dado ese pai­sa­je de corrup­ción moral ¿cómo hemos de pen­sar la liber­tad? ¿Son las leyes la liber­tad? ¿Es la liber­tad una for­ma adul­te­ri­na de expli­car la sumi­sión? ¿La liber­tad es tan sólo una manu­mi­sión con­ce­di­da a cam­bio de la ser­vi­dum­bre? ¿Sur­ge la liber­tad del agua adue­ña­da, del vien­to con­du­ci­do, de la luz apre­sa­da, del fue­go roba­do? ¿Es todo eso la libertad?

Si el mun­do fue­ra una crea­ción bené­fi­ca de los babe­lia­nos, que se pro­cla­man due­ños razo­na­bles de la cifra y el orden, es evi­den­te que el ser humano no esta­ría hun­di­do en la angus­tia, devo­ra­do por la ansie­dad, car­co­mi­do por la pobre­za y la deses­pe­ra­ción, enfer­mo y per­di­do. Pero esa deses­pe­ra­ción exis­te y va con­tra la nece­sa­ria armo­nía de las esfe­ras. El mun­do es, por tan­to, otra cosa que aho­ra está sub­yu­ga­da. El mun­do se debie­ra mani­fes­tar en mil liber­ta­des que bus­ca­ran su par­te de sol para edi­fi­car la caba­ña, que per­si­guie­ran el grano de are­na en una pla­ya sin due­ño. Pero aho­ra has­ta la pla­ya ha sido inva­di­da por quie­nes han enca­de­na­do el modes­to y omni­pre­sen­te sili­cio para fabri­car los duen­des de la infor­má­ti­ca, tan bas­ta como peli­gro­sa de sugestiones.

Pero dicho todo lo dicho ¿aca­so esta­mos pre­di­can­do un absur­do regre­so a los tiem­pos oscu­ros? ¡Dios nos libre de la nos­tal­gia de la poque­dad! Por el con­tra­rio, exal­ta­mos las infi­ni­tas capa­ci­da­des de los indi­vi­duos y la posi­bi­li­dad de que esas capa­ci­da­des se mul­ti­pli­quen has­ta el infi­ni­to sos­te­ni­ble. En eso con­sis­te pre­ci­sa­men­te lo sos­te­ni­ble. Se tra­ta de libe­rar los cua­tro ele­men­tos ‑la tie­rra, las ener­gías, los bie­nes esen­cia­les, el fue­go bási­co- para que retor­na­dos a la pro­pie­dad común sean mate­ria pri­ma para la inte­li­gen­cia y la volun­tad de cada cual.

Cree­mos en una pro­pie­dad que no arre­ba­te la tie­rra a la colec­ti­vi­dad, en un dine­ro que pro­du­ci­do por todos es de todos, en una cul­tu­ra de nacen­cia igual, en unos bie­nes bási­cos sobre los que talo­nar las posi­bi­li­da­des inna­tas de cada cual, en un orden que no fun­cio­ne por esca­lo­nes, en una vida que no esté con­ver­ti­da en un alma­cén de cosas cerra­do con lla­ve. Es decir, cree­mos en un socia­lis­mo que fomen­te la indi­vi­dua­li­dad, que pue­da abas­te­cer­se en el sue­lo de las gran­des cosas comunes.

Ala­ri­fe cada cual con el barro común. En el orden de los dere­chos, el dere­cho a nacer sin pobre­za y a morir sin deses­pe­ra­ción; en el orden de la pro­pie­dad, el dere­cho a ser con las cosas, pero sin obs­ceno mer­ca­deo de ellas; en el orden de la polí­ti­ca, el dere­cho a gober­nar des­de lo menu­do y ascen­der la voz popu­lar a lo cum­bre­ño; en el orden de los bie­nes, el dere­cho a la igual­dad ele­men­tal; en el orden de la segu­ri­dad, el dere­cho total a la paz.

¿Uto­pía? Hay que libe­rar la uto­pía, que aho­ra cons­ti­tu­ye una de esas ener­gías que han sido apre­sa­das en la caja fuer­te de los que fal­si­fi­can la paz per­ma­nen­te­men­te. Hay que luchar para que los gran­des bie­nes colec­ti­vos per­mi­tan a cada cual su rea­li­za­ción per­so­nal sin dejar­se ten­tar por el cani­ba­lis­mo. Qui­zá ese mun­do socia­lis­ta haya de reba­jar en un prin­ci­pio la volun­tad de «tener» con sed de dia­bé­ti­co. Posi­ble­men­te la con­for­ta­bi­li­dad con­sis­ta en un ama­ne­cer sim­ple­men­te sin angus­tia. Lue­go la huma­ni­dad hila­rá el copo.

Y lo inven­ta­do nos uni­rá en vez de sepa­rar­nos. Posi­ble­men­te el via­je a lo sim­ple reque­ri­rá una gran inge­nie­ría moral. Una gran capa­ci­dad de aná­li­sis, un orgu­llo indi­vi­dual de ser «todos». En pri­mer lugar habrá que con­ven­cer a muchos seres de que el mejor que­so no es aquel que tie­ne más gusa­nos, que aho­ra cons­ti­tu­ye una de las bár­ba­ras ofer­tas gas­tro­nó­mi­cas. Lo sé por­que me han invi­ta­do a esa mesa.

La hora de la liber­tad va a ser tre­men­da. Entre otras cosas por­que nos obli­ga­rá a vivir, esa emo­ción tan olvi­da­da aun­que ya empe­za­mos a vivir­la en las con­mo­cio­nes de par­to. Vivir no es abun­dar de cosas sino con­se­guir­se a uno mis­mo. Ser crea­ción de uno mis­mo. Los dio­ses empie­zan a irse, pero dejan el mun­do reple­to de sus hornacinas.

Y dio­ses meno­res, sin reli­gión, es decir, sin tras­cen­den­cia, pro­cu­ran alo­jar­se en ellas mer­ced a un cul­to ridícu­lo. Con­tem­plan­do la situa­ción des­de una fe sere­na y una espe­ran­za ale­gre da la sen­sa­ción de que la litur­gia de incien­so y cam­pa­na­rio ha «colo­ca­do» a los feli­gre­ses de las ciu­da­da­nías has­ta el pun­to de vivir alu­ci­na­dos. Un incien­so que ven­den a los ciu­da­da­nos, tras cor­tar­lo con sus­tan­cias hedion­das, los pode­ro­sos de los gobier­nos, de las armas, de las igle­sias, de las finan­zas, de las artes y las letras. «Came­llos» que por las noches duer­men en las hen­di­du­ras de las leyes y por el día decre­tan muy arrogantes.

Posi­ble­men­te esto que escri­bo parez­ca fara­ma­lla pei­na­da por un idio­ta. Pero qui­zá en las antí­po­das lo lea un robin­son que pien­se lo mis­mo y cree y mane­je de otra for­ma los algo­rit­mos, que son, dicen, «un con­jun­to orde­na­do y fini­to de ope­ra­cio­nes que per­mi­ten hallar la solu­ción de un pro­ble­ma». Ocu­rre que el pro­ble­ma está en su plan­tea­mien­to y los de siem­pre lo plan­tean a su modo y la solu­ción sale, tam­bién siem­pre, a su ima­gen y seme­jan­za. Alguien enve­ne­na el algoritmo.

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