Hablando con precisión, son incontables los días que vieron a nuestro pueblo caminar entre llantos y cantos. El día 8 de enero viajé a Bilbo en uno de los muchos autobuses habilitados al efecto. Apenas acomodados en los asientos, ya se palpaba en el ambiente una alegría compartida. La euforia se incrementaba a medida que íbamos conformando la ingente marea humana que pugnaba por abrirse camino y avanzar. El recorrido fue un hervidero de saludos fugaces y entrañables. Allá estábamos gentes llegadas de toda Euskal Herria y ‑no me cansaré de recordarlo- de otras muchas latitudes; su presencia aportaba el cálido apoyo de la solidaridad. Nos sabíamos vigilados, pero aquellas medidas no conseguían ahogar nuestras risas.
¿Qué he dicho? No había fotografías de presos ni consignas prohibidas, pero estábamos cometiendo un delito intolerable: el regocijo. Así lo entendió el ministro Pérez, que movió los hilos pertinentes para ahogar aquel entusiasmo generalizado. En esta ocasión no echó mano de los miles de policías con que cuenta para reprimir; le bastaban los corrosivos mensajes para distorsionar. Rubalcaba dictó el guión que sus fieles pregoneros se encargaron de airear; quien analice lo dicho por Pastor o Urkullu respecto a la marcha encontrará asombrosas coincidencias. Como no pudieron ocultar su previsible magnitud, trabajaron a destajo para deslegitimar su mensaje. Madrugaron en su empeño por confundir el objetivo de la convocatoria, sembrar desaliento e insultar a los asistentes tildándolos de tontos útiles. Pastor hablaba para los españoles y, en su mensaje burdo, rivalizaba con el PP. Urkullu lo tenía más complicado: a él le tocaba atar en corto a sus propias bases sociales que tienen abundantes vínculos con la población reclusa. El Grupo Noticias publicó un editorial titulado: «Una muestra de fortaleza y de debilidad». Se referían a la izquierda abertzale, pero bien se podía aplicar el cuento. El PNV tuvo suficiente fuerza como para mantener a toda su gente desmovilizada, pero dejó en evidencia su cada vez mayor debilidad: una gran multitud repletaba Bilbo sin pedir permiso a los jelkides. Un disciplinado PNV, obligado a quedarse al margen, distraía en los batzokis su forzada obediencia y su soledad. A la misma hora, toda la Euskal Herria soberanista iba abriendo camino al futuro. A través de unas calles anchurosas y bajo el embrujo mágico de una noche tibia, 65.000 personas expresaban ‑entre alegrías, llantos y cantos- su solidaridad con los cientos de presos y con sus incontables familiares.
Carlos Aznárez, compañero argentino, fue uno de los convocantes y participantes en la marcha; nos comentaba su emoción cuando el clamor «Euskal presoak, etxera» enlazaba ambas orillas de la ría. Días más tarde escribía en «Resumen Latinoamericano», del que es director: «Había que hacer esfuerzos para evitar que las lágrimas no salieran en borbollón cuando esa inmensa multitud entonó espontáneamente el «Hator, hator etxera»».