Los informes empezaron a llegar poco después de medianoche: los contactos que hice a primeros de mes en El Cairo, algunos de los cuales siguen acampando en la Plaza Tahrir, afirman que el ejército egipcio ha utilizado la fuerza para expulsar a los manifestantes del centro de El Cairo.
Los manifestantes se habían concentrado el viernes, a dos semanas del derrocamiento de Hosni Mubarak, para recordar a la junta militar del país que quieren verdaderas reformas democráticas.
Testigos en la plaza afirman que los soldados, muchos con máscaras y armados con porras eléctricas o armas automáticas, obligaron a todos a marcharse. Un número de personas, no está claro cuántas, resultaron heridas y fueron detenidas durante el ataque.
La represión puso de relieve una tensión que probablemente empeorará en los meses previos a las elecciones previstas en septiembre. Muchos de los manifestantes no confían en las fuerzas armadas y dicen que seguirán haciendo campaña por las reformas políticas y económicas pero la paciencia de los militares con las manifestaciones parece agotarse.
Un proceso continúo
Es tentador y conveniente considerar la serie de levantamientos radicales de Oriente Próximo como sucesos finitos. Los tunecinos protestaron durante 28 días y consiguieron derrocar al presidente Zine El Abidine Ben Ali; los egipcios hicieron lo mismo con el presidente Mubarak después de 18 días.
Ahora el mundo se centra en Libia donde un asediado Muamar Gadafi se aferra a una base de poder cada vez más marginal. Quizá, de ser derrocado pronto, la atención se desplace a otra autocracia asediada, ¿Yemen?, ¿Bahréin?
Pero la revolución egipcia (como la de Túnez) está lejos de haber concluido y sería un error considerarla concluida.
Los manifestantes de la Plaza Tahrir y de otros lugares de Egipto tienen una larga lista de reivindicaciones: elecciones libres y justas, el fin de la ley de emergencia que lleva décadas instaurada en el país, y un sistema económico más equitativo y menos corrupto, por citar algunas. Ninguna de ellas se ha satisfecho todavía.
En otras palabras: derrocar a Mubarak fue un logro importante pero es un hito, no un punto final. “Tenemos que decidir nuestro propio destino”, enviaba por correo electrónico un activista que estaba en la plaza Tahrir ayer por la noche, un arquitecto que pidió permanecer en el anonimato. “No podemos cambiar una zaim [líder] por otro”.
La junta militar ha dicho hasta ahora lo correcto acerca de la democracia y la reforma. Tres de sus líderes —Muhamed al-Asar, Mojtar al-Mulah, y Mamduh Shahin, todos ellos generales— hicieron una aparición sin precedentes en el canal TV Dream Egypt a principios de semana. Contestaron a preguntas de los periodistas y del público durante un programa de tres horas, lo que, en líneas generales, ha sido valorado positivamente por los egipcios.
Prometieron una serie de importantes reformas:
• El gobierno actual, encabezado por el primer ministro Ahmed Shafiq, será temporal.
• Los funcionarios de alto rango acusados de corrupción durante el régimen de Mubarak serán investigados y detenidos (varios ya lo han sido y los generales han prometido que habrán más).
• Los presos políticos serán puestos en libertad (aunque no especificaron cuándo).
• A los egipcios se les permitirá votar en las próximas elecciones con sus documentos de identidad nacionales en lugar de utilizar el viejo sistema fraudulento de tarjetas de voto.
Pero a pesar de sus promesas y de la eterna cantinela de “el pueblo y el ejército son uno” que resonó en la plaza Tahrir este mes hay una inquietud persistente sobre el móvil del ejército. Es el más antiguo de los pilares del Estado egipcio moderno y, después de todo, la fuente de cuatro presidentes posrevolucionarios y una poderosa fuerza política y económica por derecho propio.
La represión del sábado con sus ecos de las tácticas de represión utilizadas por el gobierno de Mubarak no hizo más que profundizar la desconfianza. “¿Podemos dejar ya la cantinela de “nuestro ejército es lindo” que todo el mundo ha estado cantando desde hace un mes?” twiteaba Hosam el-Hamalawy, periodista y activista sindical egipcio. “Esos generales son los de Mubarak, no los nuestros”.
¿Un sistema que merece la pena restablecer?
Los militares, por su parte, parecen intentar ser mejores estrategas que los manifestantes prometiendo reformas políticas al mismo tiempo que desechan las manifestaciones como un lastre para la lamentable economía egipcia.
El movimiento obrero fue una fuerza clave de las protestas que derribaron a Mubarak: las acciones de huelga en todo el país desviaron el apoyo de la élite económica y militar que llegó a considerar el mantenimiento del control por parte de Mubarak como una amenaza para la economía egipcia.
Desde el derrocamiento de Mubarak los trabajadores organizados han seguido manifestándose por mejoras salariales y de condiciones de trabajo. Las huelgas desde el 11 de febrero han afectado a fábricas textiles, bancos, transporte público y otros sectores de la economía.
La Junta ha aprovechado la intervención sostenida de los trabajadores para pintar la continuación de las protestas como una amenaza. La semana pasada emitió un comunicado en el que advertía que las protestas organizadas por el movimiento obrero son “ilegítimas” y amenazaba con tomar “medidas legales” contra las manifestaciones.
La economía de Egipto, sin duda, se ha visto afectada por un mes de disturbios. El turismo, que representa más del 10% del producto interior bruto del país, es el ejemplo más visible: las tasas de ocupación hotelera en lugares como Sharm al-Sheij, que normalmente tienen un índice entre el 60% y 70% en esta época del año han caído en picado hasta un solo dígito.
Pero los trabajadores militantes ven esto como una oportunidad única para ganar verdaderas reformas económicas. La corrupción y el nepotismo fueron característicos de la economía egipcia de la era de Mubarak, lo que permitió a un puñado de compinches con buenos contactos enriquecerse a través de monopolios y de tratos a puerta cerrada.
El promedio egipcios reciben poca protección: el gobierno les garantiza un salario mínimo de apenas seis dólares al mes e incluso el salario medio, 300 libras egipcias (51 dólares), no es suficiente para mantener una familia.
Las acciones de huelga probablemente continuarán, es decir, con unos cuantos activistas que incluso ahora llaman a la huelga general nacional para derrocar al gobierno Shafiq y a la junta militar. El ejército ha prometido cambios pero también está interesado en conseguir que Egipto “vuelva al trabajo” y restaurar buena parte del status quo. Se opone a ello un movimiento de protesta muy organizado y lleno de energía que no confía enteramente en las fuerzas armadas y que seguirá movilizado para conseguir reformas de largo alcance.
Es probable que sea esta tensión la que defina la política de Egipto en las próximas semanas y meses y la que decida el resultado (aún incierto) de la revolución egipcia.