Me pregunto muchas veces si los dolorosos e incluso sangrientos movimientos de masas sirven eficazmente a la causa popular. Últimamente los muertos habidos en Túnez contra su presidente de la República o los caídos en El Cairo en el levantamiento contra Mubarak ¿son sangre perdida o, por el contrario, constituyen la llave para abrir la puerta del futuro? ¿Y las víctimas habidas durante estos últimos años en Asia o en África son el precio por algo realmente importante? Hay un dato en los estudios históricos que se repite formal y sustancialmente con idéntica precisión: el cambio radical que produce una nueva fase histórica en la humanidad nunca ha acontecido sin un derramamiento de sangre en la lucha contra el poder y los poderosos. Las lamentaciones de los poderes ante estos sucesos crueles ‑tachándolos incluso de acciones terroristas o de obediencias funestas- son pura fanfarria, telón que echan sobre sus responsabilidades, que pueden tacharse de criminales. Jamás una etapa de liberación social ha acontecido mediante un honrado pacto de sucesión del sistema dominante. Y menos merced al voto.
Pero si la acción ruda de estos movimientos de masas acaba por inscribirse noblemente en la historia hay algo que debe añadirse para explicar profundamente su emergencia vital. Estos acontecimientos revolucionarios producen en las masas un convencimiento real sobre la justicia que las lleva a salir violentamente a la calle. Las masas necesitan concienciarse de la precisión del cambio por tanto tiempo dilatado mediante el protagonismo de esas acciones que suponen indefectiblemente una serie de sufrimientos, incluida la muerte. Es como si mediante la acción firmaran un compromiso con su radical quehacer histórico, tantos años dilatado y disuelto en la retórica y las matizaciones conceptuales de los anteriores amos de la situación social. En la acción revolucionaria las masas se justifican a sí mismas como en un bautismo. Pero a esta percepción glorificante del radical fenómeno protestatario hay que añadirle algunos flecos más.
El Poder y los poderes que lo componen han ido trenzando una serie de argumentos a través del tiempo en pro de la necesidad de su gobernación del negocio humano. El impacto de estos argumentos es de tal calibre que inficiona el mecanismo intelectual hasta convertir a las víctimas en víctimas de si mismas al convencerse del valor intrínseco de las argumentaciones opresoras. Se produce una especie de síndrome de Estocolmo y el dolor se admite como una inevitable derivación de lo necesario. Lo histórico acaba convirtiéndose así en trascendente y la gran razón de los que todo lo dominan concluye en una razón universal que obstruye el pensamiento libre. La Razón se disuelve en razones que conllevan la esclavitud para muchos ciudadanos que viven en la sacralización, aunque interiormente sea renegada, de los objetivos que son dictados desde la cumbre.
Toda la robusta capa opresora que se ha formado mediante las estructuras de dominación solamente cede interiormente y por tanto exteriormente mediante el hecho radical revolucionario, que previamente se impone ante la visión de las contradicciones que descubren, ya sin remedio, el fondo hediondo de lo que se está viviendo. La percepción ya inevitable de la arbitrariedad en que vivimos conduce con eficacia a una toma de conciencia que ha de constituir el corazón de la encendida protesta. La recuperación de la fuerza de acción popular debe siempre mucho al cinismo ya desbocado de los poderes esclavizantes. Las necesidades que hunden la dignidad del ciudadano y que producen su amargura empujan hacia los alzamientos reparadores. En el protagonismo del alzamiento las masas hallan el convencimiento de la justicia que las mueve.
Es momento oportuno, creo, para repasar algunas de esas expresiones cínicas que están hiriendo al uomo qualunque de modo profundo y doblemente indignante por su descaro y que le mueven a empuñar la espada. ¿Pueden, por ejemplo, los Estados Unidos de Norteamérica y las naciones occidentales de la Unión Europea condenar al tirano Mubarak y exigirle un comportamiento «democrático y una transición rápida y ordenada» cuando se han apoyado en el rais para protagonizar tantas indignidades históricas contra pueblos sometidos a la explotación y el crimen? El cinismo en el que incurre incluso el presidente Obama es monumental. Condena la violencia y exige unas elecciones libres y una democracia intensa después de largos años en que la Administración americana se sirvió de Mubarak. Esto justifica ya por si mismo que los egipcios, a los que ahora se quiere engañar de nuevo con una mano de pintura moral, hayan decidido protagonizar por si mismos la inevitable y purificadora acción revolucionaria.
Sigamos, saliéndonos ya de la cuestión egipcia, pero dentro del marco de los actuales movimientos populares: ¿es aceptable que Alemania y Francia traten de mantener la explotación salarial de países especialmente maltratados desde el poder mediante el argumento de que lo justo es un salario que dependa de las ganancias empresariales y no del coste de la vida? ¿Qué trabajador va a resignarse a seguir siendo una simple herramienta cuando vive en Estados que han hecho de la empresa como concepto creador una escandalosa exhibición de explotaciones amparadas en un poder autocrático? ¿Acaso esto no justifica que las masas llenen la calle con una protesta enérgica y justificable por si misma ante leyes prevaricadoras? ¿Pueden pedir Norteamérica y sus aliados europeos que no se actúe policialmente contra los manifestantes egipcios cuando tratan de actos terroristas las manifestaciones de masas en su territorio?
La paradoja sangrante, la incoherencia hiriente… ¿Puede un socialismo como el español seguir en el poder cuando son los grandes banqueros ‑ahí están las declaraciones del Sr. Botín- los que ensalzan y bendicen su política de empobrecimiento social que alcanza extremos clamorosos de miseria? ¿Pueden los gobernantes o aspirantes de la derecha más dura prometer justicia social y solicitar el voto ciudadano cuando han puesto a contribución de su ideario toda una cultura humanamente proterva?
Volvamos a Egipto. Hay una noticia que me ha requerido muy especialmente: la unión de cristianos y musulmanes para combatir la dictadura sangrienta de Mubarack. En esa unión el pueblo habla con el lenguaje que le ha de ser propio: el lenguaje de la ética, tan propio además del ámbito de la religión correctamente sentida. ¡Ética! Porque no se trata ya de negociar reparaciones técnicas de la economía ni de proponer compromisos entre aparatos políticos. Los modelos económicos son múltiples de formas y los sistemas políticos pertenecen al ámbito de la imaginación. Dejemos de remendar, por tanto, el gran siete por el que se derrama la humanidad, como si el tejido que se ha podrido fuera único como concepción razonable. Se trata de la edificación de un mundo justo donde la propiedad de la riqueza y el ejercicio de la libertad no se repute de unos o de otros sino de todo el pueblo trabajador. Y esta edificación requiere muchas expresiones radicales de apoyo que se justifican a si mismas. La revolución no sólo es una herramienta sino un estado de conciencia. Conclusión de cualquier navegación orientada por esta carta: no se trata de justificar la sangre sino puramente de explicarla. Porque si no se explica esa violencia que se está multiplicando universalmente en términos de parto vitalizador la herida social que producen estos acontecimientos quedaría sin fundamento humano y acabaría convirtiéndose en una gangrena.