Existen estados teocráticos en los que el poder es ejercido por la religión predominante; suelen ser totalitarios. En los estados democráticos prevalecen los derechos civiles y se reconoce libertad de culto a todas las religiones. El Estado español se declara “democrático” (algunos no dudan que lo sea). El art. 16 de su Constitución dice que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”; texto que no aclara suficientemente las relaciones de Iglesia y Estado, dando lugar a una situación que pone en peligro la necesaria separación entre ambos poderes, y que aprovecha el catolicismo más reaccionario para ejercer fuerte influencia sobre la sociedad civil. El Estado español tiene suscrito un Concordato con el Vaticano que concede a la Iglesia privilegios y subvenciones, sin parangón en el club de “paraísos fiscales”.
El doctor Marín Negueruela, profesor de Teología y Apologética, escribía en 1954 (“¿Por qué soy católico?”) que “La sociedad civil tiene a Dios por autor y de Él recibe innumerables beneficios; porque: a) Dios hizo al hombre apto para la sociedad y por medio de la ley natural puso los fundamentos de todas las leyes civiles; b) Dios, con su providencia, conserva la sociedad civil y le otorga sus beneficios. La sociedad civil, por tanto, debe adorar a Dios, agradecerle sus favores y expiar los pecados sociales contra Él cometidos”. Así estaban las cosas durante la dictadura nacionalcatólica franquista… y no es casualidad que esa doctrina fundamentalista sea precisamente la que sostiene la actual Conferencia Episcopal Española.
Desde que la religión católica alcanzó el poder ha ejercido, sobre los crédulos ciudadanos, al menos dos terrorismos. Uno, que llamaré “físico”, pues sirviéndose de la Inquisición, torturó y exterminó a ateos, cismáticos, librepensadores… Y otro, “inmaterial”, ejercido desde púlpitos y confesionarios, amenazando a los pecadores con castigos monstruosos: el horrible Purgatorio, transitorio, cuyo tiempo de estancia puede reducirse mediante pago (importante fuente de ingresos para el clero); y el Infierno, fuego y azufre eternos, terrorífico escarmiento divino sin esperanza.
Las religiones monoteístas, son perjudiciales para la salud y la paz del Mundo. A lo largo de la Historia han sido causa de sangrientas guerras fratricidas en las que murieron asesinados miles de inocentes, unas veces por controversias interpretativas de las “verdades reveladas”, otras por el control de ingresos y patrimonios, y también por la colonización de pueblos “infieles”, a los que se esclavizó, asesinó, violó, y empobreció robándoles las riquezas; además de extirparles sus milenarias creencias para imponerles otras, presuntamente mejores, bajo pena de muerte.
Es necesario que la República de Euskal Herria no repita, entre otras cuestiones, los acuerdos y concordatos firmados por el Estado español con la Iglesia católica española y con la Santa Sede, y que declare expresamente un laicismo oficial, sin circunloquios ni ambigüedades; rechazando el falso aforismo de “euskaldun-fededun”; así como la exigencia de que los nuevos lehendakaris, ministros y altos funcionarios del gobierno, juren o prometan sus cargos ante un anacrónico crucifijo. Se modificará la tradición de celebrar eventos de carácter civil, político o laboral, en festividades estrictamente religiosas, como el Aberri Eguna en “Domingo de Resurrección”, la Constitución en “Epifanía”, la “Raza” (¿…?) en el día del “Pilar”…
La República Vasca protegerá el derecho de los ciudadanos a profesar sus creencias con plena libertad, celebrando los cultos y liturgias en sus templos respectivos. La financiación de las actividades de las instituciones religiosas será a cargo de sus feligreses, con renuncia expresa a subvenciones y ayudas públicas para su actividad.
Cada ciudadano, a título personal y cuando le apetezca, podrá acudir a misa, al rosario, a novenarios, a adoración nocturna, a rezar en la sinagoga, en la capilla, o en la mezquita. Pero se proscribirá la presencia oficial en esos actos, y ocupar lugares preferentes, a las autoridades elegidas democráticamente, lehendakaris, ministros, magistrados, alcaldes, concejales… en calidad de tales e investidos con los atributos y símbolos propios de sus cargos, porque el poder civil al que representan no debe humillarse, ni rendir pleitesía, ni reconocer a cualquiera de las confesiones religiosas como tutora, ni de rango superior al suyo. La Iglesia católica pretende, y en el Estado español lo suele conseguir, que el Derecho Canónico prevalezca sobre el Civil, rechazando por perversos el laicismo y la separación entre Iglesia y Estado. Actitud que siempre es intolerable, pero especialmente en una república democrática.
Por otro lado, no es una cuestión trivial que la Iglesia Católica controle también los festejos populares que en Euskal Herria se celebran a lo largo del año. En los albores de la Historia nuestros antepasados conmemoraban solsticios y equinoccios, eclipses y plenilunios, y acontecimientos felices, danzando y disfrutando en alegres jolgorios, reunidos en cuevas o en torno a dólmenes y menhires, erigidos sobre lugares mágicos. Miles de años después, la Iglesia católica juzgó que esas fiestas le perjudicaban y las atribuyó al demonio, denominándolas despectivamente “akelarres”. Desnaturalizó y anuló su esencia histórico-cultural, pensando que así, y debidamente controladas, podían serle útiles para afianzar su dominio. Utilizando de nuevo la Santa Inquisición, quemó en la hoguera “purificadora” a los inocentes que bailaban en ellas, acusándoles de herejía y brujería… particularmente a las mujeres, víctimas de la feroz misoginia eclesiástica. En su lugar organizó romerías convocadas en conmemoración de falsas apariciones marianas, o de episodios bíblicos, o en honor de una lista infinita de santos y santas legendarios… El pueblo vasco aceptó ese protagonismo eclesiástico como un hecho natural, inofensivo… y hasta conveniente. Sin embargo, esas fiestas, controladas por la Iglesia, le coartan la libertad e inciden negativamente sobre sus costumbres y preferencias lúdicas. A pesar de la grosera ingerencia del clero, y sin pretenderlo, es inevitable que en esos festejos aparezcan vestigios de su origen pagano, tallados en el inconsciente colectivo vasco a lo largo de milenios.
Los templos de Euskal Herria con vocación cristiana fueron construidos a expensas de los vecinos, seducidos por convincentes predicadores. La Iglesia Católica inscribió a su nombre, desde modestos humilladeros y ermitas, hasta grandes templos con extensas pertenencias, siendo propiedades comunales. Los afectados están denunciando los robos ante los tribunales civiles. El emperador Constantino dotó a la institución católica de la fuerza para el saqueo, pero no de la razón. Podría decirse, emulando al evangelio, “al Pueblo lo que es del Pueblo y al Dios lo que es del Dios”.