Quienes no hablan ni conocen el euskara, así como cualquier otra lengua de este mundo que se nos va, pierden una oportunidad inmejorable de acceder a las entrañas de la humanidad. Las lenguas son vestigios activos de nuestro pasado, pero también fuentes inmejorables para rastrear la evolución de nuestros hijos y de nosotros mismos. El euskara, nuestro euskara, fluye como un río, a borbotones. A saltos, con remansos y rápidos, deambulando por meandros, apropiándose de afluentes, muriendo todos los días y renaciendo sin notarlo. Nos golpea como la lluvia cantábrica, como el viento del desierto de la bardena. La vida misma.
La recuperación de nuestra lengua lo ha sido gracias a uno de los impulsos populares más notables del siglo XX en Europa. Pocas experiencias similares se han trabajado con tanto cariño, tanto tesón y tanta voluntad como la del euskara. Pocas. Quienes viven en zonas euskaldunes no pueden siquiera imaginar el esfuerzo que se ha hecho en poblaciones erdaldunes, donde los pioneros de hace varias décadas eran tratados casi como marcianos.
Por eso, siempre he sabido que para recuperar el euskara hemos hecho un poco de todo, pero siempre con grandes dosis de ternura. Porque entre las tripas de nuestra lengua habíamos descubierto unas formas y unos modos que nos trasladaban al origen de los tiempos, que nos describían el yacer a la manera propia de cada animal de nuestra granja, a veces por cierto casi orweliana, que nos matizaban el brillo del amor en unos ojos castaños o verdes y que nos guiaban entre las estrellas al patio trasero de la Vía Láctea. Puede parecer un poco cursi, pero euskara y querencia han ido de la mano, como dos enamorados, eso sí, un poco chiflados.
Porque hay que estar muy motivado, con ciertas dosis de esa locura elogiada por Erasmus, para edificar de forma colectiva, eso sí con cientos, miles de nombres y apellidos conocidos, el castillo del euskara. Dado por muerto y resucitado, afortunadamente no a la manera cristiana con centenares de actos multitudinarios, surgidos del polvo de las estrellas y reproducidos por las esporas de estas plantas que nos acompañan por generaciones.
Miles de niños y niñas iniciados en ikastolas han transportado esas palabras mágicas que resuenan entre los recodos de nuestros montes y también bajo el cemento de la urbe. Las han acercado a sus moradas, donde muchos adultos que no sabían siquiera quienes fueron Etxepare y Axular, oían por vez primera, en el calor del hogar, la musicalidad de una lengua que han emparentado, afanosamente, con los misterios más extravagantes de los cinco continentes. No importa el origen sino el destino.
Mayores, que no niños, que han descubierto a través de la sangre de su sangre, como aquel príncipe Bonaparte de su mapa impagable, la belleza de las palabras, la riqueza de la composición, el tono de la declinación. Que han podido decir pinpilinpauxa a la mariposa, itsaso a la mar, labana al cuchillo, incluso zulo al agujero. Para entonces, como diría Orixe, llamarse euskaldunak. Y hacerlo sin complejos.
Niñas y niños que han crecido, sin saberlo, haciendo historia con mayúsculas, buscando a Argitxo entre las páginas de un día azulado del otoño, persiguiendo a las lamias, incómodas por el alboroto, en un regato grisáceo y contaminado. Jugando al escondite y a la cuerda, cantando desde el fondo del pasillo, las canciones de Pirritx eta Porrotx, buscando el regazo de su madre cuando el sueño aprieta al final del día. Y hacerlo en euskara, como otro niño de Mombasa lo hará en swahili y otra niña de Sheridan en inglés.
Niños y niñas que despuntaron, como tallos de junco, que se irguieron hasta alturas antes inalcanzadas, que inundaron la universidad para desplegarse por sus aulas y proclamar que, el futuro, con voluntad y mimbres, es capaz de abandonar los tonos ajados de esos arroyos contaminados para abrir las puertas al campo. Supieron en vascuence de Kant y Spinoza, de Hubble y Einstein, Pasteur y Curie, Watson y Crick, y, colmados de rubor, dijeron por vez primera “maite zaitut”.
Las dos grandes pruebas que ha tenido que salvar el euskara para su supervivencia han sido la de su propio prestigio y la de los imperios que le atenazaron impidiendo e incluso prohibiendo su desarrollo. En pocas cuestiones se puede ser tan rotundo como en éstas. Tanto que no hace falta imbuirnos en la tinta del pasado. El presente, nos recuerda con desasosiego que poco avanzamos.
Y es que hay una eterna cuestión que apenas ha variado con el tiempo. Recogíamos la lluvia en cuencos para hervirla en el fuego y que nos calentara la entrada de nuestros refugios. Hoy, un complejo sistema que no entiendo nos calienta la comida en un santiamén, en un fogón que llaman de inducción. Parece magia. Viajamos a velocidades superiores al sonido y estamos a punto de podernos clonarnos a nosotros mismos. Dicen los entendidos que somos una de las últimas generaciones con fecha de caducidad.
Sin embargo, no avanzamos tanto como parece. Me refiero, sin tanta retórica ya, a las declaraciones de Patxi López y su asesor Jon Juaristi que suponen una agresión de las que duelen. Porque están hechas a mala fe. En ambos casos llueve sobre mojado. Desprecian lo que no conoce el primero y lo que odia el segundo. En el caso del lehendakari con reincidencia, desde aquellas declaraciones suyas en las que se reía de sus ausencias. No merece la pena conocer el euskara. Lo de Jon Juaristi es de tifosi. Cara al solo con la camisa nueva.
Lo del prestigio no es broma. Nos lo han pasado por delante de nuestras narices una y otra vez. Hace un poco más de medio siglo la localidad guipuzcoana de Zarautz apareció llena de pintadas amenazantes. Era verano y sus autores bien podían ser turistas madrileños o los hombres de Paco: “La sagrada unidad de España exige la muerte del vasco”, “Todas las lenguas del mundo son cristianas menos el vasco y el judío”, y “Habla vasco, aldeanazo”.
El mensaje no es nada subliminal. Directo. Son los parias de la tierra los que hablan euskara. La inteligencia habla castellano y francés. Nos lo han repetido miles de veces, nos han martilleado hasta la extenuación la misma cantinela que puso en la punta de su pluma el padre Mariana sobre el euskara: “Lenguaje grosero y bárbaro, y que no recibe elegancia”.
No nos importa. No me importa. Nos hace fuertes.
Antes de Patxi López lo repitió Adolfo Suárez, falangista convertido en demócrata, presidente de la Transición española, a Paris Match: “¿Cómo va a ser posible estudiar el bachiller en euskara si es imposible que esa lengua aborde a la química nuclear?”. Nos es química nuclear lo que estudian nuestros universitarios, sino física nuclear. En euskara.
Progresistas de pacotilla, modernos de boquilla. Lo apunté en una ficha hace unos meses y lo saco ahora a colación. Leía viejos periódicos, de hace varias décadas y me encontré con la Academia Francesa de la lengua, L´Academie, que se posicionaba, por unanimidad, en contra de la enseñanza del euskara en las escuelas. Busqué los nombres de los firmantes, sabios literatos de la nada. Y me sorprendí al toparme con François Mauriac, el llamado amigo de los vascos. Tu quoque, Brute, fili mi.
Así es. El mundo avanza menos de lo que creemos.
En fin, que él se lo pierde. Ellos se lo pierden. Y para resolver, al menos en este final su ignorancia, valgan las bellas palabras de Lizardi sobre nuestra lengua, traducidas a ese castellano con el que escribo, por Koldo Izagirre: “Hermosa es nuestra fecunda lengua, hermosa, ciertamente, cubierta de helecho: ojalá pronto extraigas, poeta, de la flor silvestre, miel, del bosque, esencia vasca”.